Capítulo 14

Cuando Noel por fin llegó al río no vio a nadie. Los extraños pensamientos que le habían obligado a cambiar de acera al aproximarse al portal de Madame Ivy habían desaparecido y volvía a sentirse él de nuevo. El otro se había rendido o quizá sólo le había dado una tregua. Quién sabe cuándo regresaría.

Y ahora que se había ido era capaz de plantearse que quizá no tuviera una naturaleza tan dócil como la suya, puede que anidara algo maligno en su interior. Noel intentaba desechar esas elucubraciones, que, sin embargo, empezaban a atormentarle. Respiraba hondo y caminaba despacio hacia el puente.

Allí debajo del gran agujero era donde tenía su casa el «poeta loco», aunque no había rastro de él. De un vistazo comprobó que su viejo colchón seguía allí, un poco más mugriento y raído que la última vez. Dedujo que no podía haber ido muy lejos, aunque no sabía por qué había pensado algo así, como si aquel mendigo, por el hecho de serlo, no tuviera derecho a pasearse por los barrios caros y se viera condenado a vagar sólo por los bajos fondos de la ciudad. Derecho, sí. Lo que no tiene es dinero —se decía mientras oteaba la zona por si se hubiera escondido detrás de un árbol— y hoy son pocos los sitios a los que a uno le dejan acceder sin él.

No hablaba por experiencia, claro, a él eso no le había ocurrido jamás, pero no se equivocaba. En la mayoría de los locales, incluso en los de comida rápida, donde existe un menor control de lo que hace la clientela, sólo para entrar al baño es preciso presentar el tique para poder abrir la puerta. Mientras pensaba en todo ello observó un bulto que se movía junto a uno de los matorrales cercanos a la orilla y se dirigió hacia él. A medida que se aproximaba se congratulaba al comprobar que se trataba del mendigo. Su presencia le había pasado desapercibida porque estaba agachado o tal vez sentado en el suelo. El marrón indefinido de su desgastado abrigo tampoco ayudaba a localizarle. Lo llevaba puesto siempre, en invierno y en verano. No podía arriesgarse a dejarlo en cualquier parte. Era posible que cuando regresara ya no estuviera.

Hacía un día agradable, de ésos en los que no apetece encerrarse en casa. Corría una suave brisa y en esa parte de la ciudad el aire olía un poco más limpio. Debajo del puente estaba prohibido el tráfico rodado. Sólo se podía llegar hasta allí caminando.

Noel no sabía muy bien qué hacía en ese lugar ni qué extraño impulso le había llevado a buscar al viejo mendigo para conversar, o sí lo sabía, pero no quería pensar en ello. No deseaba plantearse cuán solo estaba. Tenía a sus tíos, claro, pero la suya era otra clase de soledad, de la que se clava en el pecho, sobre todo por las noches. ¿Y no sería eso lo que le generaba tantas pesadillas?, se planteó.

No le quedaban amigos. Al menos no de los auténticos. Tenía demasiados conocidos, era inevitable cuando se nadaba en la abundancia. La gente se acercaba a Noel como lo haría una polilla atraída por la luz de un candil, pero esas compañías, que antes le servían, ya no eran lo suficientemente atractivas. No después de todo lo que había vivido tras el accidente. ¿Dónde habían estado esos pretendidos amigos mientras su vida se desmoronaba como un castillo de naipes? ¿Dónde se habían metido durante sus interminables días de sufrimiento y angustia?

La única capaz de aguantar sus excentricidades y sus reacciones tiránicas había sido Miriam, pero se había cansado y Noel, aunque se había sentido dolido, había acabado entendiendo por qué, así que tampoco había insistido mucho en recuperarla. ¿Quién era él para reclamarle nada?

Y, para remate final, hacía pocos días que se había enterado de la noticia: Miriam iba a casarse con su antiguo novio, el que había precedido a Noel. Ésa había sido la piedra de toque necesaria para que se diese cuenta de lo acuciante que le resultaba su soledad, tan grande como para acudir al río en busca de un viejo mendigo al que no conocía y que seguramente vivía en alguna extraña galaxia perdida entre la cordura y la razón.

Al acercarse descubrió lo que le mantenía ensimismado y ajeno a todo cuanto le rodeaba. Estaba construyendo una especie de torre con piedras recogidas de las márgenes del río. Noel dedujo que tanto aislamiento del mundo podría resultar peligroso, suponiendo que alguien quisiera causarle algún mal. A buen seguro el viejo no oiría llegar a un hipotético atacante que se le acercara por detrás. Pero ¿quién querría dañar a aquel pobre hombre? ¿A quién podría molestar su presencia? En teoría, a nadie, pero la cruda realidad destapaba casos escalofriantes de individuos que se dedicaban a pegar palizas a los sin techo, a quienes con frecuencia golpeaban hasta la muerte.

—Le estaba buscando —dijo Noel a modo de saludo—. ¿Se acuerda de mí?

El hombre no se giró, siguió como si tal cosa, como si continuara solo. Noel dudó, se sentía ridículo. Pensó que el chiflado era él por verse envuelto en una situación tan disparatada. ¿Debía dar media vuelta y largarse por donde había venido? Estaba tentado de hacerlo. Concluyó que tal vez fuera lo más prudente, pero transcurridos tres o cuatro segundos el hombre por fin se avino a responderle.

—El «ricachón triste» —le espetó.

De modo que no sólo le recordaba, sino que incluso le había bautizado con un mote.

—Sí, el mismo. ¿Qué hace con esas piedras? ¿Por qué las coloca de esa manera?

El viejo ignoró la pregunta y le contestó con otra.

—¿Qué tripa se le ha roto esta vez? —Pese a la agria interpelación, el mendigo no parecía molesto por la presencia de Noel, sólo intrigado.

—No quiero nada —mintió—. ¿Por qué habría de pretender algo? Si soy tan rico, ¿qué podría querer de usted?

—Se lo dije la vez anterior, pero ya veo que no lo recuerda. No me extraña, menuda trompa llevaba ese día. Un hombre como usted no vendría a un lugar como éste a menos que necesitara algo. ¿Qué es esta vez? ¿Consejos para aprender a vivir con su nueva mano?

El «poeta loco» se giró por primera vez y miró a Noel directamente a los ojos, aunque tenía el Sol de frente y no podía verle la cara con la nitidez que hubiera deseado. Aun así parecía interrogarlo con una mueca en los labios y un gesto extraño en la mirada. A Noel se le antojó que brillaba en exceso, como la de un iluminado.

Tragó saliva. No sabía qué responder. Definitivamente, ese hombre no era normal. Se había equivocado al acudir a Madame Ivy. El sensitivo era él y no la falsa vidente rusa, así que decidió hablarle con sinceridad. Noel se agachó y se sentó a su lado. Al acercarse más recibió una bofetada de olor a rancio, como si alguien hubiera olvidado unos filetes fuera de la nevera durante tres días. Desde luego no era el aroma al que su refinado olfato estaba acostumbrado. No solía toparse con el perfume de la pobreza. Debía ser eso, porque el hombre no estaba sucio. De hecho, teniendo en cuenta las condiciones en las que vivía, estaba bastante aseado, pero el olor a penuria era imposible de ocultar y Noel pensó en darle algún dinero cuando se marchara a su confortable hogar. A él le sobraba y al viejo le vendría bien.

—Tengo sueños extraños —le confesó de sopetón.

El «poeta loco» jugaba con las piedras del río. Unas eran blancas, otras negras, pero todas muy parecidas. Seguro que había invertido varias horas hasta dar con ellas.

—Sueños extraños —repitió el mendigo despacio, como si masticara las palabras.

—Sí, ya sabe, cosas raras que no me han pasado antes. Bueno, no son sólo sueños, también pensamientos.

—¿Pensamientos, dice?

—Sí, pensamientos que parecen sueños. No sé si me explico bien, porque ni siquiera yo soy capaz de entenderlos.

Puede que sólo sean sueños que parecen pensamientos, o tal vez me esté volviendo loco.

El viejo se quedó callado. Seguramente estaba intentando descifrar lo que Noel, sin mucho acierto, acababa de explicarle. Pasaron varios segundos y siguió sin contestar, se limitó a sumar otra piedra a la torre.

—En la Biblia aparecen varios episodios de sueños raros. ¿La ha leído? —dijo al fin.

Noel recordó que en el colegio le habían obligado a estudiar algunos pasajes de la Biblia, pero nunca les prestó la suficiente atención como para recordarlos. Su cultura religiosa se limitaba al Padrenuestro.

—No. Nunca me ha interesado ese libro. No quiero ofenderle si a usted sí, pero me resulta indiferente. No creo que éste pueda ayudarme.

—Pues debería leerlo, aunque no le concierna. Se aprenden muchas cosas —el mendigo se llevó la mano a la chaqueta. De uno de los bolsillos interiores extrajo un ejemplar pequeño de la Biblia y se lo tendió. Estaba mugriento, descosido y le faltaban las tapas. Se veía que había recibido un buen uso—. Eso que me cuenta de los pensamientos extraños también aparece aquí. Tómelo si quiere, yo ya no voy a necesitarlo.

—No, gracias —Noel rehusó el ofrecimiento con una sonrisa—. Quédesela. Puedo comprar una.

—Pues si lo hace no deje de leer la historia de los mellizos Jacob y Esaú. Puede encontrarla en el Génesis. Quizá le ayude.

—¿Y de qué trata? —Noel no imaginaba de qué podía servirle leer semejante historia. No tenía idea de quiénes eran Jacob y Esaú, ni tampoco le apetecía saberlo. Jacob, al menos, le sonaba. ¿No era el que había soñado algo relacionado con una escala?, se preguntó intentando hacer memoria.

—Jacob y Esaú eran hermanos. Ambos eran hijos de Isaac, pero Esaú era el primogénito. Un día Jacob, aprovechando que su padre se había quedado ciego, decidió suplantar a su hermano para ganarse la confianza de su progenitor y así recibir su bendición…

—Mejor cuénteme el final —dijo Noel casi en un bostezo.

El viejo se calló. Se había incomodado. Noel observó cómo tomaba otra piedra del montón y continuaba con lo que estaba haciendo antes de su llegada, como si su visitante se hubiera esfumado.

En vista del panorama, Noel rectificó.

—¿No se habrá molestado conmigo?

Nadie respondió. Era evidente que sí.

—¡Vaya! Si lo sé, no digo nada. Perdóneme, no era mi intención ofenderle —sus ademanes eran suaves, su voz conciliadora—. Es que estoy un poco nervioso. Puede continuar con la historia, la escucharé hasta el final.

Pero el viejo permaneció impertérrito, había regresado a su extraño mundo.

—Venga, hombre, no sea quisquilloso —le espetó Noel en un nuevo intento de hacerle hablar.

No había manera.

Noel miró su reloj, un costoso Montblanc automático fabricado con piel de caimán, y empezó a impacientarse. Se sentía incómodo, desplazado. ¿Qué hago aquí todavía?, se preguntaba. La situación no podía ser más absurda, así que decidido marcharse por donde había venido. Se levantó del suelo, se llevó la mano al bolsillo y sacó algunos billetes de su cartera. El viejo siguió sin inmutarse, ni siquiera la visión del dinero parecía afectarle. Noel se agachó y lo depositó a su lado. Sin esperar ya reacción alguna por su parte, se giró y emprendió el camino de regreso. Su paso era firme y decidido.

—Debería guardarse su dinero.

Noel escuchó la voz del mendigo a sus espaldas. Se detuvo. Dio media vuelta y se encaró con el viejo.

—Es para usted. ¿Es que no lo quiere?

—No lo necesito. Quédeselo o cómprele unas flores a Madame Ivy.

—Sí, claro, sólo faltaba.

—A ella le habría gustado que alguno de sus clientes le mandara una corona.

Noel estaba desconcertado. ¿A qué venía ahora mencionar a esa estafadora?, se preguntó.

—¿Una corona? ¿Pero qué dice usted, buen hombre?

—¿No lo sabe? La han asesinado —le informó con desdén—. Debe de estar en todos los periódicos.

Noel palideció, empezó a sudar. Aquello tenía que ser una broma.

—Eso no es posible. Usted… usted me toma el pelo —musitó.

—Sabe que no —su mirada era penetrante, casi inquisitorial—. Los hijos del mal andan sueltos. Cuídese.