Capítulo 13

—Todo está bien, Noel. No tiene de qué preocuparse —el médico se dirigió a su paciente con voz tranquilizadora. Acababa de reconocerle y no había observado nada fuera de lo normal.

Por la mañana Noel había llegado a su sesión de rehabilitación muy agitado y aunque no estaba previsto que ese día se encontrara con el doctor Miríada había solicitado verle con urgencia. Por suerte, el médico estaba allí. Acababa de regresar de un viaje con motivo de la presentación de su libro sobre el trasplante de mano.

—¿Seguro? ¿Y la sangre?

—No ha sido por la medicación. De hecho, puede estar contento, su evolución clínica es aún mejor de lo que esperábamos. La analítica es estable, la herida progresa bien y los inmunosupresores no están atacando demasiado a su organismo. Todo está correcto —explicó con una amplia sonrisa.

Miríada parecía satisfecho, pero Noel tenía dudas.

—¿Y qué puede haber pasado?

—No lo sé. Quizá tenía sequedad nasal. A veces pasa.

—Es posible.

A Miríada aquel «es posible» le parecía significativo. Había algo que inquietaba a su paciente y el médico se daba cuenta de ello, pero también deducía que su malestar no podía ser físico. Lo que fuera que le ocurriese tenía un origen anímico.

—¿Sigue teniendo esos sueños de los que me habló? —le sondeó para averiguar qué le ocultaba su paciente.

—Sí.

—¿Y cuándo se produjo el último?

—Ayer por la noche.

—¿Cómo fue?

—Desagradable. Prefiero no recordarlo.

—¿Y es por eso por lo que está así, por un sueño?

—Por eso y por la sangre. La vi al despertarme y me asusté. Creí que era de la mano.

—¿De qué tipo de pesadillas hablamos? ¿Tienen que ver con el trasplante?

—Algunas sí.

De pronto, Noel se sintió ridículo. Miríada iba a pensar que estaba ante un sujeto asustadizo y claramente inestable que tenía miedos injustificados, así que prefirió guardar silencio. No le parecía el foro adecuado para manifestar sus temores.

—Noel, desde el punto de vista físico no puede estar mejor. —El médico hablaba mirándole a los ojos. Deseaba transmitirle franqueza y confianza, quería calmarle—, pero si las pesadillas persisten tal vez debería verle un psicólogo.

Miríada no sabía bien cómo afrontar esa delicada cuestión. No pretendía ofenderle, pero lo suyo era la medicina de lo tangible, la cirugía del cuerpo, y no los laberintos de la mente. Sus pacientes solían quejarse de dolores físicos, de molestias por la medicación y de cosas semejantes, no de sufrir pesadillas.

—Por lo general, los sueños revelan algo —prosiguió mientras cerraba la carpeta con los resultados de la analítica. Había deducido que ya no le haría falta—. Es posible que todavía no haya asumido el trasplante. Hay personas a las que les cuesta más que a otras. Consultar sus sueños, hablar de ellos, analizarlos incluso, le vendría bien. Si quiere puedo recomendarle un especialista.

—¡Estoy harto de médicos! —Noel estalló pero al instante se dio cuenta de su brusquedad y rectificó. A fin de cuentas, aquel hombre no tenía la culpa de sus preocupaciones—. Perdóneme, sabe que no lo digo por usted.

Trataba de evitar que el antiguo Noel hiciera acto de presencia. Había hecho un gran esfuerzo por desterrarlo de su vida, pero estaba claro que aún quedaban pequeñas reminiscencias de su etapa irascible y tiránica.

—Ya lo sé y le entiendo. Aunque le resulte raro oír esto, yo también odio a los médicos, pero es evidente que este asunto le afecta y si es capaz de distorsionarle debería hacer algo para que no cobre fuerza. ¿Hay alguna cosa más que deba saber? —A medida que hablaban se convencía de que su paciente se reservaba información, pero no sabía cómo sonsacársela.

—No, sólo eso —Noel mintió sin dudarlo un segundo.

¿Cómo iba a hablarle de los extraños pensamientos, de los recuerdos o lo que quiera que fuesen? Y más de ésos. No eran buenos, no al menos para Noel. Le causaban un desasosiego indescriptible, difícil de explicar con palabras. Había que experimentarlos para saber de qué se trataba y Noel no estaba por la labor de ponerse en evidencia.

—Si tiene algún problema, no dude en llamarme. Tiene mi número de móvil, ¿verdad? —preguntó Miríada. No quería presionarle más por el momento.

—Sí, me lo dio su secretaria.

—Llámeme de día o de noche. Y no deje que unos sueños le amarguen.

Al concluir la rehabilitación Tristán le esperaba con el coche para llevarle a casa. Y a ella se dirigían cuando a Noel se le ocurrió una idea peregrina. Aunque al principio la desechó, transcurridos unos minutos siguió un impulso y le pidió al chófer que diera media vuelta en dirección al río. La pesadilla con Madame Ivy le había hecho recordar al «poeta loco» y sus excéntricos consejos. Hablar con él podría ser lo que precisaba. Miríada estaba en lo cierto al decir que necesitaba confiarse a alguien, se llamara psicólogo, cura o «poeta loco», y no le quedaban muchos amigos con los que hacerlo. Todo eso suponiendo que encontrara al mendigo en un instante de inspiración filosófica y no en medio de alguna divagación, aunque lo más probable era que ni siquiera le recordara.

Al igual que la vez anterior, Noel le pidió a Tristán que detuviera el vehículo a medio camino y recorrió las callejuelas del centro. Después, atravesó la gran plaza con la estatua ecuestre y pasó por delante de la catedral, siempre imponente y vigilante —pensó al ver su silueta recortada entre las callejuelas—, e inmediatamente después de haber tenido ese pensamiento experimentó un déjà vu muy intenso, una sensación creciente de haber visto o de haber vivido eso con anterioridad.

Antes.

¿Antes? ¿Cuándo?, se preguntó.

«En tu sueño —le susurró una voz interior—. Esto ocurrió cuando él se dirigía a casa de Madame Ivy para acabar con su vida». Rememorar esa escena le provocó un escalofrío de la cabeza a los pies y, curiosamente, su nueva mano reaccionó igual que el resto de su cuerpo, aunque con menor intensidad, aún era pronto para sentirla del todo. Pero aquél era un paso más en su carrera hacia lo que él denominaba «normalidad».

Al llegar a la calle en la que vivía Madame Ivy cruzó a la acera contraria. Quería acabar con ese déjà vu tan prolongado, demostrarse que —a pesar de la voz interior que le hablaba— él y sólo él gobernaba sus pensamientos, que era capaz de modificar los falsos recuerdos que le acosaban, ésos que nunca le habían pertenecido y que se habían deslizado en su cabeza por la puerta de atrás.