Capítulo 10

El momento más difícil, aún más que los temidos efectos secundarios de los inmunosupresores, fue enfrentarse a su mano por primera vez.

Su mano.

¿Suya, realmente?

Sí, suya, al fin.

El camino hacia el trasplante había sido largo y complicado, pero ya era un hecho. La recomendación del equipo de psiquiatras había sido crucial. Cuando a Noel le fue diagnosticado el trastorno somatomorfo de tipo conversivo, inició una terapia para aceptar su condición de amputado, pero a medida que los especialistas fueron indagando en su mente descubrieron que detrás había mucho más de lo que la superficie mostraba.

Noel había puesto todas las trabas posibles para evitar que averiguaran su problema de impotencia, pero los psiquiatras no tardaron en darse cuenta de que lo que ocultaba con tanto celo podría ser la pieza clave para dar con la raíz del mal. Según su valoración, aquella disfunción sexual que condicionaba su vida no había sido generada por trastorno físico alguno, sino que estaba relacionada con la amputación traumática que había sufrido.

A fin de cerciorarse, los médicos quisieron entrevistarse con Miriam, su ex novia, quien, a petición de los tíos de Noel, accedió a hablar con el equipo médico que trataba su caso. Ella confirmó lo que ya sospechaban: que Noel no le había tocado un pelo desde que se produjo el accidente. Había evitado cualquier contacto íntimo por leve que fuera.

También investigaron las causas que habían dado lugar a la parálisis de su brazo sano y todo aquello les llevó a replantearse su caso. A partir de la nueva información disponible, el equipo de psiquiatras recomendó en su dictamen final el trasplante de mano y antebrazo, aunque dejaron bien claro que se trataba de una medida excepcional para aquel paciente concreto y que debería aplicarse siempre y cuando el equipo médico responsable de realizarlo estuviera de acuerdo y se contara con el consentimiento expreso de Noel.

Él, claro está, accedió.

A fin de cuentas era lo que había deseado desde que perdió la mano. Estaba convencido de que con la operación volvería a ser una persona normal, por lo que aceptó firmar el «uso compasivo», un documento imprescindible para iniciar los trámites y que suponía un gran compromiso por parte del paciente. Noel debería tomar una medicación muy agresiva de por vida destinada a evitar el rechazo del órgano que estaba a punto de recibir, y no podría modificarla ni suspenderla sin autorización médica.

La experiencia dictaba que después del trasplante su organismo se rebelaría contra el agente extraño que habían introducido en su cuerpo, en su caso, la mano trasplantada, y cabía la posibilidad del rechazo, por lo que era absolutamente necesario que el paciente siguiera un tratamiento para mantener su sistema inmunológico lo más inactivo posible, para evitar que las defensas cumplieran su función. Pero lograr eso también podría desembocar en toda suerte de infecciones e incluso en la posibilidad de desarrollar un tumor.

Por otra parte, existía la eventualidad de que los propios fármacos generaran problemas renales, gastrointestinales, neurológicos y de diabetes. Estos efectos negativos, aunque graves, no se consideraban trascendentes en casos en los que el paciente iba a recibir un órgano vital, pues en ellos se intentaba salvar su vida. Pero una mano, desde luego, no entraba dentro de esa categoría. Éste —le explicaron— era el motivo por el que, en principio, sólo se plantean trasplantes bilaterales, es decir, de ambas manos.

Así eran las cosas. La medicina aún no había desarrollado una medicación destinada expresamente a los trasplantados de mano, la que existía había sido diseñada para evitar el rechazo de órganos como el corazón, el hígado o el riñón, y el uso a gran escala de estos medicamentos no estaba autorizado por los organismos de salud oficiales. Por eso Noel tuvo que firmar el «uso compasivo», un documento que acreditaba que el receptor del trasplante había sido informado de manera conveniente y exhaustiva de que aquellos fármacos que iba a recibir habían sido creados para casos distintos al suyo y que, por tanto, asumía cualquier riesgo que pudiera derivarse de su utilización.

Por increíble que parezca, a Noel no le importó nada de cuanto le dijeron. Escuchó una a una todas las aterradoras posibilidades sin pestañear, como quien atiende el pronóstico del tiempo, y ayudado de un rotulador de punta gruesa no dudó en estampar con la boca un «Noel» tembloroso y deforme —similar al de un niño que improvisa su primera firma—, ya que su brazo izquierdo aún continuaba paralizado. La situación no podía ser más dantesca: un hombre autorizando con la boca un trasplante de mano. Parecía el argumento de un capítulo del cómico Rowan Atkinson en su inefable papel de Mr. Bean si no fuera por el hecho de que lo que allí se firmaba era un asunto real y trascendente para Noel. No hacía falta ser muy inteligente para saber que su vida estaba a punto de cambiar por completo.

Los psiquiatras estaban convencidos de que Noel recuperaría su movilidad en cuanto recibiera su nueva mano o incluso antes. Y no se equivocaron. Como si de un milagro se tratara, poco antes de recibir el trasplante, comenzó a mover su brazo con total normalidad y este acontecimiento sirvió para que los médicos se reafirmaran en su diagnóstico.

Su humor también mejoró de forma manifiesta. Lejos había quedado el Noel irónico y punzante que tan hartos tenía al personal médico y de enfermería. El nuevo Noel tenía peor aspecto físico. De hecho, estaba muy desmejorado, pero lucía una sonrisa de oreja a oreja, su mirada brillaba, y se deshacía en palabras amables y consideradas con todos cuantos acudían a la habitación 616 de la 6a planta del hospital.

Atrás habían quedado los malos humores y el abuso de la botella. Noel sabía que no debía probar una gota de alcohol ni tampoco otros medicamentos, por inocuos que parecieran, sin el consentimiento expreso de los médicos, ya que podrían interactuar con los que se veía obligado a tomar.

Y, pese a todas estas limitaciones, Noel era un hombre feliz. Tanto que había olvidado los amargos momentos de un plumazo y el único sentimiento que albergaba era el del agradecimiento por haber sido escogido como receptor, algo que no ocurría a diario, y más en su caso, como receptor de una sola mano.

Un regalo. Así lo consideraba él.

Había sido una dádiva inesperada destinada a modificar su existencia por completo, y todo gracias a la generosidad de un donante desconocido del cual no sabía absolutamente nada pero al que estaría eternamente agradecido.