Allí, en la inmensidad del Universo, hacía frío. Todo era oscuridad y el viento gélido azotaba su cabello. Lo único que le reconfortaba era saber que debajo de aquella implacable negrura estaba la Tierra con sus mares, sus desiertos y sus playas, iluminada por su sol, que, aunque no era el único presente en el Cosmos, cumplía una misión protectora, la de ofrecer cobijo a los habitantes de aquel planeta del cual Noel había sido expulsado de un plumazo.
—¿De verdad me van a operar? ¿Me pondrán otro brazo? —preguntó poco antes de sumirse en la Noche de los Tiempos, aquella que había dado origen al ser humano. ¿Qué otra cosa, si no, podría ser todo aquello que tenía frente a sus ojos? ¿La inmensidad del infinito? ¿Quizá la antesala de la muerte? No, por lo que había podido averiguar acerca de ella, era demasiado selecta a la hora de escoger a sus invitados. No deseaba la presencia de cualquiera y por eso había elegido a sus padres y sobre todo a su hermanita, en lugar de llevárselo a él, como habría sido más lógico teniendo en cuenta que era Noel quien debía viajar en el asiento trasero de aquel vehículo con rumbo al Más Allá.
El viento lo mecía y flotaba sin control en la grandeza del espacio. Parecía impulsado por una fuerza invisible, igual que los caballitos de mar en el agua. Seguramente se dirigen hacia algún lugar, pero a ojos del profano parecen estimulados por las corrientes marinas sin orden ni concierto, sin rumbo definido.
Y la oscuridad era tan grande que le produjo vértigo… y miedo. Era esa clase de congoja que se experimenta cuando uno cree que no hay nada que pueda devolverle la luz, cuando la noche es tan intensa que duele si se mira hacia ella. Pero Noel observó que en medio de toda la opacidad había un punto de luz y se dirigió hacia éste, sin gobierno o, mejor dicho, sin que fuera él quien manejara el timón, lo cual no quería decir que no hubiera un capitán secreto amparado por la noche eterna y por la grandiosidad de la bóveda celeste.
—Ven a mí —la voz retumbó en su mente.
La luz hablaba, aunque no movía la boca. No había boca que mover, ni contornos que definir, o tal vez sí, pero estaba tan lejos que si podía escucharla era porque hablaba directamente a su cabeza, a su espíritu y no a sus oídos.
Y el pensamiento del otro era tan fuerte que sólo con que éste lo imaginara le atraía hacia la etérea luz blanca.
—Te espero —insistió la voz.
Noel viajaba deprisa, muy rápido. Ya no flotaba, iba directamente hacia el punto de luz y hacia aquella mente superior que en esos momentos dominaba su ser.
Cuando se acercó más lo vio. Sí había contornos. Había un cuerpo maestro, perfecto, blanco y radiante, como una novia que espera en el altar.
Pero sin rostro.
Le tendió la mano derecha, completa, impecable, y con otro pensamiento le animó a tomarla.
—Coge mi mano —susurró la voz convincente, apacible.
Noel seguía bajo su influjo y obedeció.
Fue hacia ella, hacia la mano amiga.
Ésta le agarró de su muñón y tiró con fuerza para atraerle aún más, hasta fundirse en un abrazo de luz. Entonces se produjo una descarga eléctrica, como si toda la potencia del Universo se hubiera concentrado en ese punto, en su muñón y en la mano resplandeciente.
—Te conozco. Yo soy tú y tú eres yo —le dijo.
Noel no acertó a replicar nada. No hacía falta. Sólo escuchaba. Todo era mente. Así, fundidos como estaban, nada le inquietaba, nada le perturbaba, nada le torturaba. Noel volvió a ser una persona completa, perfecta, entera, como antes.
Ya no le preocupaba el después. Por fin todo había acabado felizmente. No había una continuación.
¿O sí la había?
Entonces percibió otra presencia.
Había alguien más en aquel escenario cósmico aparte del cuerpo de luz y Noel.
Agazapado, estaba él y lo había visto todo. Era la sombra más oscura de la noche, sólo visible por su opacidad, aún mayor que la del propio Universo y quería su ración de vida. La deseaba tanto o más que Noel.
—Ahora somos hermanos —le escuchó decir desde las sombras. Tampoco movía la boca—. Siempre estaremos juntos.
La delicadeza de su voz en la mente de Noel contrastaba con un cuerpo apagado, sombrío y sin corazón.
¿Por qué se ocultaba? ¿De qué se escondía?
Noel sintió escalofríos. Tembló. Se asustó. Algo no marchaba bien. Algo había salido mal, pero no sabía qué era.
No había tiempo para más. Era hora de regresar. Su cuerpo fue despojado de ese escenario. La inercia del Cosmos lo empujó de nuevo hacia la Tierra, hacia su destino. Su origen, el origen de Todo, había quedado atrás.
—¿Quién eres? —acertó a preguntar justo antes de partir.
No hubo respuesta.
Y Noel cayó, se precipitó hacia el vacío. El vértigo lo invadió todo. Iba a chocar.
Mis ojos están cerrados.
Dicen que me han operado, pero no soy capaz de percibir nada.
No me noto la mano. Pero ¿qué voy a notar si no la tengo? ¿O sí?
No soy yo.
¿Seguro que me han operado? ¿Seguro que soy yo?
Abro los ojos despacio.
Necesito saber.
Falsa alarma. Ahí está mi nueva mano. No la siento, pero veo el vendaje. Veo mi nueva mano.
—Doctor, he visto el Universo —dijo Noel.
El médico sonreía. Estaba cansado pero parecía satisfecho.
—Usted, Noel, es de los que sueñan bajo los efectos de la anestesia —le explicó comprensivo—. Quédese tranquilo, todo ha ido bien. Ya tiene una nueva mano.