Capítulo 7

Aquella mañana Noel parecía otro —pensó la cocinera—. Estaba de buen humor y su rostro lucía una gran sonrisa. Además, se había duchado, peinado y perfumado como solía hacerlo antes del accidente con la moto.

Así, repeinado, parecía otro.

A los ojos de Anita era un hombre apuesto y con buena planta, aunque físicamente se había dejado un poco. Antes bajaba con regularidad al gimnasio que tenía en la planta inferior de la gran vivienda, pero desde el percance —así era como la cocinera se refería al accidente de Noel— lo había abandonado por completo.

Noel había pedido café con tostadas y zumo de naranja, y lo más sorprendente es que no parecía estar bajo los efectos de la resaca. Anita lo miraba extrañada mientras engullía con satisfacción una tostada con aceite de oliva, tomate y jamón del bueno, cuando lo normal era que pidiera un café y gracias.

La mujer no imaginaba qué había podido pasar para que estuviera tan contento. Desde el percance, lo habitual era verlo de mal talante, abroncando a todos por nimiedades que nunca antes habían parecido importarle, o bien, ensimismado, dando vueltas por la casa como un animal enjaulado.

Era ella, Miriam, quien se ocupaba de controlar el estado de la casa. A él esas cosas le traían al fresco siempre y cuando todo estuviera limpio y ordenado. Noel nunca había sido una persona exigente, al menos en ese sentido. Lo conocía desde niño y pese a los malos humos que se gastaba desde el percance, sentía una profunda lástima por él. Había perdido a su familia temprano, de manera trágica, y como consecuencia había heredado una gran fortuna que por naturaleza no le correspondía. Todo había sido demasiado pronto. Su padre, de estar vivo, sí que habría sabido cómo meterlo en cintura. Aquello había terminado por malear a ese muchacho, que ya había entrado en la cuarentena.

Pero ella, la señorita Miriam, no había venido y ya debería haber llegado —sopesó Anita. Solía presentarse en la casa por las mañanas. Y era la única que conseguía, a duras penas, controlar al dueño. Se ocupaba de que Noel se levantara y se aseara, tareas a las que no siempre estaba dispuesto tras el percance. Después, se marchaba y regresaba a la hora de comer. A veces, cuando llegaba, Noel se había vuelto a meter en la cama, como si quisiera apearse de un mundo en marcha del que no se sentía partícipe. Otras, vagaba por la casa como un alma en pena condenada a arrastrar un castigo eterno. Ya lo decía su abuela, la de Anita: tanto ocio no puede ser bueno. «Si tuviera que trabajar para poder comer —pensó la cocinera— otro gallo cantaría».

—¿Vendrá hoy la señorita Miriam? —preguntó la cocinera.

Noel no contestó.

No lo sabía. No tenía noticias de ella desde la tarde anterior, cuando se marchó y amenazó con no regresar. Ni siquiera le había telefoneado.

—Lo digo por preparar su desayuno —insistió.

—De momento, no haga nada —contestó Noel—. Si viene ya le dirá ella lo que prefiere.

«¿Si viene?». ¿Qué clase de respuesta era aquélla? ¿Es que acaso no sabía si iba a venir?

Ante la extrañeza con la que la cocinera miraba a Noel, éste añadió:

—Gracias, Anita.

Y dio por finalizada la conversación.

«¿Gracias? Esto tampoco es habitual», pensó la mujer. Nada de lo que estaba pasando esa mañana en aquella casa lo era. Decididamente, a ese hombre le había ocurrido algo muy extraño.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Perfectamente.

A pesar de que Anita la esperó para el desayuno, la señorita Miriam no se presentó. Tampoco lo hizo a la hora de comer ni por la noche, y eso que era viernes. Ese día de la semana solía venir para quedarse hasta el lunes. Así pasaba más tiempo con Noel.

Al principio a éste no le preocupó el hecho de que su novia no diera señales de vida. Supuso que seguiría enfadada y que volvería cuando se hubiera calmado. No podía culparla, se había comportado de manera grosera y desagradable. Llevaba haciéndolo un tiempo con todos, pero con ella en especial. Pensó en llamarla para disculparse por su comportamiento, pero creyó conveniente esperar a que su novia estuviera más receptiva.

Él no creía nada de esas cosas, pero el encuentro con el «poeta loco» le había servido para darse cuenta de que estaba derrochando el tiempo. Aquel vagabundo sabio había sido puesto en su camino por un motivo que no acertaba a comprender. En el fondo —dedujo Noel— somos como un reloj de arena que puede detenerse en cualquier momento, con un número de granos limitado y a él, al igual que a otras muchas personas, se le había olvidado que, en el fondo, venimos a este planeta con un solo designio prefijado: el de morir. Vivimos de prestado, pero en la mentalidad del ser humano está también la necesidad de hacer planes imperecederos que le hagan sentir inmortal, aunque no lo sea. Y pocas veces se para a pensar que todo acabará. Aquel desconocido había actuado como un bálsamo para su espíritu. Le había mostrado cuál era su realidad y ahora estaba preparado para comenzar su nueva vida con una prótesis biónica, así que sin pensarlo demasiado descolgó el teléfono y concertó una nueva cita con los doctores Marco y Jiménez.

El sábado por la tarde telefoneó a Miriam. No sabía nada de ella desde el jueves y eso ya era tiempo. Aunque la llamó varias veces a lo largo de la tarde y la noche, no obtuvo respuesta. Tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Entonces fue cuando Noel empezó a sospechar que quizá, sólo quizá, Miriam había cumplido su amenaza y le había abandonado. También la llamó a su casa, pero saltó el con testador. Noel dejó un tibio mensaje, algo así como «¿Me llamas?». Tal vez debería de haber grabado un «Te quiero», un «Lo siento» o un «Te echo de menos», pero aquel hombre era alérgico a las manifestaciones de cariño, a las muestras de afecto en público y, en general, a mostrar sus sentimientos. No había cultivado su inteligencia emocional y pensaba que todo eso le volvía vulnerable, sin darse cuenta de que aquella fría carcasa con la que vestía su alma cada mañana, revelaba, precisamente, una profunda carencia afectiva.

Tal y como se temía, se confirmaron sus peores augurios, Miriam no le llamó en todo el fin de semana.

El lunes, antes de su cita con los doctores Marco y Jiménez, Noel pidió a Tristán que le llevara a casa de Miriam. Era muy temprano, así que pensó que aún la encontraría allí. Llamó varias veces al timbre y, después de una larga espera frente a su puerta, le abrió el secretario de su padre, cosa que le extrañó, porque Miriam vivía sola, lo cual acaso significaba que su padre estaba allí en esos momentos. Ver al padre de Miriam solo era difícil, su secretario le acompañaba como una sombra chinesca.

—Disculpe, señor Villalta, pero la señorita Miriam no desea verle y me ha pedido que le devuelva esto —dijo el hombre tendiéndole una costosa sortija de diseño italiano que Noel había regalado a su novia por su último aniversario.

—Por favor, avísela. Sólo será un momento y si no quiere verme me iré.

—La señorita ya sabe que está aquí y, efectivamente, no quiere bajar.

—Pues, entonces, que venga ella y me lo diga.

—Es mejor que se vaya, créame…

—Déjeme pasar —le interrumpió Noel—. Subiré yo mismo si hace falta.

—Señor, lo siento, pero tengo órdenes de no dejarle entrar.

Noel se retiró de la puerta. Estaba claro que ella no quería verlo, al menos de momento, y no era cuestión de armar un escándalo que la ayudara a reafirmarse en su decisión. Quizá era preferible jugar sus cartas de otra manera, esperar a que estuviera más tranquila. Puede que entonces reconsiderara volver con él. Cuando viera que había cambiado, que era otro decidido a ser la persona que era antes del percance, puede que entonces cambiara de actitud.