El encuentro con Madame Ivy le había puesto furioso. Para contrarrestar sus maléficas artes y los nefastos efluvios que había introducido en su mente, Noel entró en un bar y pidió un whisky con Coca-Cola. Estaba en la parte baja de la ciudad. Baja en el amplio sentido de la palabra. No podía decirse que a Madame Ivy le fueran muy bien las cosas, de otro modo viviría en un lugar mejor.
Aquella zona parecía haber sido trazada a carboncillo sobre el mapa. Sus calles negras, desdibujadas, deprimentes e inmundas no eran precisamente una invitación para paseantes o turistas. Pocas cosas se podían buscar allí, excepto líos, contratiempos y la consulta de Madame Ivy.
Cuando Noel entró en el bar, todos los presentes se giraron y clavaron sus ojos en él. Se percataron fácilmente de que aquella persona de aspecto desgarbado podría tener dinero, lo que no acertaban a imaginar es qué hacía por allí, en los bajos fondos. Noel, en cambio, pensó que le miraban a causa de su no-mano. Con el tiempo había desarrollado un sentido erróneo de las verdaderas intenciones por las cuales la gente lo observaba y pensaba que sólo había un motivo para ello: que era manco.
—¿Qué pasa, es que no han visto nunca a un tullido? —masculló entre dientes.
Como si hubiera proferido un exorcismo, los clientes dejaron de prestarle atención y volvieron a sus asuntos.
Después de beberse casi de golpe la consumición, pidió otra. Al cabo de un rato se sentía más animado y lanzaba improperios contra Madame Ivy.
—Esa zorra me las pagará.
Su vocabulario no contrastaba en exceso con el que empleaban el resto de los usuarios del bar. Después, abandonó el local y se dirigió hacia el río. Necesitaba un poco de aire fresco. Y eso fue justamente lo que halló. El tiempo había cambiado de manera súbita y las hojas de los árboles cercanos a la orilla se movían en todas direcciones como instigadas por un atizador. Noel se enfundó su costosa gabardina y, con paso tambaleante a causa del alcohol, alcanzó el gran puente por debajo. Nunca había estado allí antes. Parecía un lugar húmedo y siniestro en el que las ratas, sin duda, campaban a sus anchas.
Se aproximó a la orilla y siguió con la vista el hipnótico devenir del agua.
—Es bonito, ¿verdad?
Noel se sobresaltó. Creía que estaba solo. Se dio la vuelta y miró en todas direcciones. Pronto se dio cuenta de que la voz que le hablaba provenía de un viejo colchón que al pasar había tomado por un simple montón de basura. Estaba justo debajo del puente. Sobre él se apilaban bolsas de plástico y mantas viejas. Bajo ellas había un hombre.
—Sí, aunque el agua baja un poco sucia.
—A ustedes, los ricachones, todo les parece mal. No saben apreciar la belleza de las pequeñas cosas.
—¿Qué le hace pensar eso?
—No hay más que ver cómo viste. Usted no pasa hambre, pero hay algo que le inquieta. Nadie de su condición se acercaría por aquí a menos que estuviera desesperado. No es un lugar apropiado para gente como usted. ¿No estará pensando en lanzarse al agua?
—No estoy tan desesperado —concedió.
El hombre se levantó con esfuerzo del colchón y se acercó al río renqueando. Allí lavó un objeto que Noel no pudo ver, ya que se lo guardó enseguida en uno de los bolsillos de su mugrienta chaqueta.
Por su aspecto —dedujo Noel— aquel viejo parecía un escritor, un poeta quizá, maltratado por la vida, que había acabado viviendo, literalmente, debajo de un puente.
—Hoy me duelen los huesos, por eso cojeo. Es normal con tanta humedad. Pero me gusta vivir aquí, el río trae muchas cosas —se justificó el anciano volviendo a sentarse sobre el cochambroso colchón—. Trae penas y alegrías y sus aguas calman a los espíritus atormentados.
En otras circunstancias Noel no le habría dado tanta coba al anciano, pero el alcohol había dejado paso a una sensación de sopor y de ligero apaciguamiento.
—¿Y qué le pasa a su espíritu? —preguntó Noel.
—Al mío ya nada. Es el suyo el que vive torturado, por eso ha visitado hoy a Madame Ivy —concluyó secándose las manos en sus pantalones raídos—. Pero ella no le ha resuelto nada. ¿Me equivoco?
Noel se giró para prestar mayor atención a aquel hombre misterioso que sabía detalles sobre su vida.
—¿Cómo? —Estaba sorprendido. No podía entender por qué aquel mendigo sabía sus últimos movimientos ni por qué hablaba con tanta lucidez—. ¿Cómo lo sabe?
—Ojalá fuera un ignorante —fue su enigmática respuesta.
—¿No será uno de los compinches de esa estafadora?
—Le gustaría que así fuera, ¿verdad? Está deseando darle su merecido a la vieja Ivy. Pues sepa que nada tengo que ver con esa mujer, aunque la conozco de verla por estos andurriales. ¿Me creería si le digo que, en el fondo, ella es mucho más desgraciada que usted?
—Me toma el pelo.
—Ah —suspiró el viejo—. Ni yo le tomo el pelo ni usted volverá a tener su mano.
Al oír esas palabras, Noel se convenció de que aquel hombre era una suerte de oráculo. No era posible que supiera lo de su mano porque se había cuidado de no sacar el muñón del bolsillo. No daba crédito a la insólita situación, pero quizá el destino había decidido poner en su camino a un hombre sabio para que le despejara sus inquietudes existenciales.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Noel a bocajarro.
—Vivir.
—Me refiero a mi mano.
—«Conócete, acéptate, supérate», dijo San Agustín de Hipona.
—¿Debo resignarme? ¿Se refiere a eso? —La verdad, amigo, está dentro de usted.
Noel no pudo sonsacarle nada. Por más preguntas que formuló no obtuvo respuestas. De pronto le dio la impresión de que el anciano se había transformado en otra persona. La sabiduría había desaparecido de un plumazo y sólo obtenía contestaciones inconexas, como una radio mal sintonizada. Su lucidez sólo aparecía a ratos, sin que fuera posible predecir cuándo volvería a hacer acto de presencia.
—Regrese otro día, cuando las aguas del río estén menos revueltas.
No obstante, Noel creyó justo darle algún dinero al viejo. Éste lo tomó entre sus manos con delicadeza y lo guardó en uno de los bolsillos de su pantalón.
Cuando Noel quiso darse cuenta, se había hecho muy tarde, tanto que casi era de noche. Parecía como si el tiempo hubiera pegado un salto y hubiera devorado el día. ¿Era tan tarde? El viento, que mientras hablaba con el «poeta loco» le había concedido una tregua, volvió a silbar con fuerza, amenazante y furioso.
El hombre apretó el paso en dirección al centro. Momentos antes había telefoneado desde su móvil a Tristán para que fuera a buscarlo a las inmediaciones de la catedral. No quería que nadie supiera dónde había estado ni lo que había hecho. Le avergonzaba que alguien pudiera imaginar que había acudido a una adivina y más aún que ésta le había estafado. De eso se servían precisamente muchos supuestos videntes: de que nadie se atrevía a denunciar sus timos por temor a la burla pública.
Ahora las calles parecían más negras, angostas y mugrientas y la gente que las transitaba menos recomendable que cuando llegó a primera hora de la tarde a la consulta de Madame Ivy. Noel no estaba acostumbrado a esas callejuelas enrevesadas y malolientes, por lo que caminaba con rapidez, sin detenerse en aquellos lugares en los que se intuía cierto bullicio, quizá una incipiente reyerta.
No lo reconocería ante nadie, pero en aquellos instantes sentía miedo, un miedo intenso y poderoso que se adueñaba de él. En otras circunstancias no habría sido así, pero el hecho de no poder contar con la defensa que le proporcionaba su mano perdida le convertía en un ser vulnerable y blanco fácil para maleantes y ladrones. Al menos, eso pensaba Noel.
Justo entonces fue cuando se percató de que alguien le seguía. Noel se detuvo, giró la cabeza y miró hacia atrás. No había nadie. Nadie visible, aunque la oscuridad le impedía ver bien el grueso de la calle. Siguió caminando y al cabo de un rato volvió a percibir aquella incómoda sensación de tener alguien pisándole los talones, mirando con fijeza su cogote. En realidad era más una sombra que una figura física y tangible.
Ya casi había alcanzado la catedral, podía ver su imponente perfil y las gárgolas a lo lejos recortando una gran silueta que ensombrecía todavía más las callejuelas cercanas al templo. Y la sombra crecía, se hacía más cercana y siniestra a cada paso que daba, como la de un gran felino sigiloso. Casi era capaz de verla por el rabillo del ojo.
Las campanas empezaron a sonar y todas las palomas que reposaban hieráticas en el campanario echaron a volar produciendo un aleteo desagradable y ensordecedor. Noel sintió una congoja similar a la que experimentó cuando supo que había perdido la mano. Aunque ignorara de qué naturaleza, intuyó que algo aciago se cernía sobre su vida.
No aguantó más y echó a correr, como cuando era niño y jugaba al escondite, y no paró de hacerlo hasta alcanzar el punto de encuentro acordado con Tristán. Cuando llegó al lugar, se dio cuenta de que tenía el corazón encogido y el puño apretado con fuerza. Y sólo pudo hallar alivio al verse cómodamente instalado en el asiento trasero del coche, rumbo a su confortable hogar.