Capítulo 5

A Noel la consulta de Madame Ivy no le pareció nada del otro mundo, y nunca mejor dicho. Aunque la decoración tenía un cierto tufillo a misterio, el mobiliario imitaba épocas pretéritas próximas a la Rusia zarista y pensó que todo resultaba artificial y fatuo. Al menos sus referencias eran buenas.

Aunque afirmaba proceder de los fríos bosques de la estepa siberiana y ser descendiente directa del mismísimo Rasputín, el «monje» que logró encandilar a la familia de Nicolás II, aquella historia resultaba harto complicada de tragar, sobre todo teniendo en cuenta que saltaba a la vista que Madame Ivy no hablaba una sola palabra de ruso.

—Siéntese, caballerro. No es un buen día parra adivinarr. La Luna está en fase decrreciente y eso hace menguarr mi poderr —explicó la mujer mientras extraía una caja de madera de uno de los cajones de la mesa.

Su acento era tan falso como trasnochado. Con seguridad se había levantado de la cama hacía sólo un rato.

—Y bien, caballerro, ¿qué le prreocupa? Prregunte y Madame Ivy, con la ayuda del Grran Monje, rresponderrá.

Noel estaba a punto de levantarse de la silla. Aquello era demasiado. Pero recordó las palabras de su «amigo» del club de campo.

«Es un poco, cómo te diría, teatrera, pero es buena en lo suyo, créeme. Y es discreta, muy discreta. Por eso vive en la otra parte del río, cerca de los suburbios».

—¿Y bien? —Madame Ivy empezaba a impacientarse.

—Estoy pendiente de una operación, pero no sé si finalmente se realizará. ¿Puede ver algo sobre ello?

La adivina le miró con ojos penetrantes. Se había pintado mal la raya y resaltaban en exceso, como los de un sapo expectante. Extrajo su baraja de tarot —según ella— heredada por su familia de la princesa Anastasia, aunque lucía nueva y reluciente, y le entregó el mazo a Noel.

—Concéntrrese en su prroblema y barraje.

Noel obedeció. Sacó su mano izquierda del bolsillo y revolvió las cartas con dificultad. Aquella maniobra suscitó la desconfianza de la pitonisa.

—¿Oculta algo en el bolsillo derrecho? —inquirió nerviosa— ¿No habrrá trraído una grrabadorra o una cámarra quizá?

Corrían tiempos difíciles para los videntes con tanta cámara oculta y tanto programa de televisión de supuesta investigación. Parecía que lo único digno de ser indagado eran las consultas de autoproclamados videntes, las supuestas apariciones marianas y las vidas de los famosos de tres al cuarto.

—No. Y siendo usted vidente, debería saberlo. Si no le molesta, lo haré de este modo. Son manías.

Madame Ivy se apaciguó. Aquel hombre no parecía periodista y si se ponía farruca podría perder un cliente de mucha pasta.

Cuando Noel terminó, recogió las cartas como pudo y le entregó el mazo a la tarotista.

—Muy bien. Ahorra corrte con la mano derrecha.

—Si no es muy relevante, prefiero que lo haga usted.

No debía de serlo, porque Madame Ivy obedeció sin articular palabra. Acto seguido encendió una vela blanca y permaneció en silencio unos instantes. Mientras la mujer se tapaba la cara con las manos en un ademán de fingida concentración, Noel se preguntaba por qué motivo seguía aún ahí. Aquella situación era absurda. Se daba cuenta de que estaba a punto de ser estafado y eso le enfurecía. No es que le importara el dinero que Madame Ivy fuera a sacarle, a eso estaba acostumbrado, lo que le molestaba era que le tomaran por estúpido. Sin embargo, estaba desesperado, angustiado y aterrorizado ante el futuro incierto y tortuoso que se le avecinaba. Era la primera vez que acudía a la consulta de una vidente.

—Ejem, ejem —carraspeó Madame Ivy reclamando su atención.

Una a una fue extendiendo las cartas del tarot sobre la mesa hasta formar algo parecido a una cruz.

—Es usted un hombrre aforrtunado —dijo señalando uno de los arcanos mayores cuya leyenda rezaba: La Rueda de la Fortuna—. El dinerro no es su prroblema, ¿verrdad?

—Me preocupa la salud, se lo dije antes. ¿Puede ver algo sobre eso o no?

Se sentía inquieto e incómodo, fuera de lugar.

—Su novia le quierre mucho —sentenció con voz cavernosa—. La carrta de Los Enamorrados así lo dicta.

—Sí… ¿Y qué hay de la operación?

—Parra saberr eso necesito que coja otrro naipe. —La pitonisa extendió el mazo frente a él y con un gesto de asentimiento le instó a tomar una carta. Después de girarla su rostro demudó.

—¿Está segurro de que quierre saberrlo?

—Sí, claro. Para eso he venido.

El arcano que había sobre la mesa era El Diablo.

—La operración se harrá, perro usted no volverrá a serr el mismo —fue su enigmática predicción.

—¿A qué se refiere? No entiendo lo que quiere decir.

Noel estaba nervioso y más molesto a cada minuto que pasaba. Aquello era un timo.

—Lo siento, no puedo decirrle más. Ya le adverrtí que no erra un buen día parra adivinarr. El Grran Monje no quierre ayudarrme más porr hoy.

—En ese caso —amenazó Noel—, me temo que se quedará sin cobrar.

Sus palabras no parecieron surtir efecto alguno en Madame Ivy. Sabía qué hacer en esos casos; se limitó a sacar una campanilla de falsa plata —que según ella, había sido regalada a su abuela por la zarina Alexandra Feodorovna— de uno de sus cajones y la tocó con energía.

Acto seguido apareció un gorila nada ruso, pero sí mal encarado, que se encargó del cobro de la consulta. Noel no tuvo más remedio de pagar. Aquel matón le habría estampado contra la pared con una mano y a él le faltaba la suya para defenderse.

A fin de cuentas, pensó Noel, la culpa era suya por acudir a una vidente de tres al cuarto. Pero la cosa no quedaría así —advirtió a Madame Ivy antes de abandonar su consulta—, nadie se reía de Noel Villalta.