Quizá fue entonces cuando empezó a obsesionarle la idea del trasplante. Noel siempre había conseguido todo cuanto se había propuesto en la vida, o eso creía. ¿Pero de quién habían sido en realidad sus logros, de él o de su dinero? Aquel hombre no estaba acostumbrado a recibir un «no» por respuesta. Cada vez que suspiraba por algo, don Dinero le abría la puerta. Y la negativa de los médicos había sido la piedra de toque.
La ausencia de sus progenitores también había contribuido a modelar su carácter. La timidez que le había caracterizado desde niño había dejado paso a una personalidad expansiva y caprichosa. El hecho de que nadie hubiera tenido potestad para mostrarle la frontera entre el bien y el mal había influido en su manera de afrontar el mundo y su propia existencia.
En apariencia, la muerte de su hermana le había vuelto desconsiderado e introvertido. Ya no se veía obligado a compartir sus cosas con otros. Lo que regalaba a los demás le servía para apaciguar su maltrecho ego o para sentirse por encima del agasajado. No, no era un acto de generosidad, sino de egoísmo lo que le movía a invitar a sus conocidos y despilfarrar un dinero que, obviamente, no había sudado con su esfuerzo.
Sus tíos, a pesar de su empeño en la difícil tarea de educar a un muchacho que acababa de perder a sus padres y hermana, no pudieron hacer mucho en este sentido. Sin proponérselo habían heredado un hijo inesperado y nunca solicitado. Ellos, que jamás se habían planteado tener descendencia, acogieron a Noel como se recibe a un cachorro que alguien regala por Navidad sin preguntar al interesado. Les faltaba experiencia y vocación, y a la larga se acabaron dando cuenta de que aquella tarea les superaba.
A partir de entonces desistieron de intentar cambiarle y se dedicaron simplemente a quererle.
—¿Tampoco piensas levantarte hoy? —preguntó Miriam con más lástima que enfado.
—¿Para qué? ¿Serviría de algo?
—Serviría, si al menos quisieras intentarlo.
—Ya oíste a los médicos. No hay nada que hacer a menos que pierda el otro brazo.
Noel hablaba con aparente indiferencia, pero Miriam sabía que en absoluto era así.
—Lo has consultado con varios especialistas y todos te han dicho lo mismo. Deberías replantearte tu futuro, conocer al menos las prótesis. ¿No querrás convertirte en un inválido de verdad?
—Ya soy un inválido —espetó desabrido.
Aunque pareciera lo contrario, Noel no se había rendido.
Después de su charla con los doctores Marco y Jiménez había probado suerte con otros médicos y todos habían zanjado la cuestión con la misma lapidaria frase: «Es un procedimiento de alto riesgo».
Pese a su fortuna nadie parecía dispuesto a considerar la opción de un trasplante.
—Yo ya no sé qué hacer contigo —resopló Miriam—. ¡No aguanto más! ¿Me oyes?
Por su rostro, Noel parecía molesto por tener que soportar su presencia.
Miriam no tardó en coger su bolso y su chaqueta, dispuesta a marcharse.
Él creía que volvería, pero ella no lo tenía claro.
Al poco de que Miriam abandonara la casa, Noel se levantó y se duchó. Una operación tan simple como aquélla le llevaba cierto tiempo y esfuerzo. Las cosas no eran tan sencillas sin una mano, aunque ésta fuera la menos útil. Noel se había percatado de que en realidad era más ambidextro que zurdo y la falta de aquel apéndice le hacía sentirse desprotegido.
Finalmente, terminó de ducharse y pidió a Tristán, la persona que hacía las veces de chófer cuando Miriam no estaba, que le llevara al centro de la gran ciudad. Noel vivía en un chalet alejado de todo.
En un momento determinado, Noel pidió a Tristán que detuviera el vehículo que en otras circunstancias habría conducido él y se apeó. Nada más hacerlo sintió un poco de vértigo. Le pasaba de vez en cuando. Era una sensación de desequilibrio físico más que psíquico, propiciada por la pérdida del miembro superior, aunque con todo lo que bebía últimamente nadie podría aseverarlo a ciencia cierta.
Recorrió las callejuelas del centro y atravesó la gran plaza con la estatua ecuestre, después pasó por delante de la catedral, siempre imponente y vigilante. Aunque el día no amenazaba lluvia, Noel llevaba una gabardina Burberry gris de grandes bolsillos. Era la más adecuada para ocultar su muñón.
Pasada la zona más bulliciosa del corazón de la ciudad por fin halló, muy próxima al río, la calle que buscaba. Llamó al telefonillo y alguien le abrió.