Y lo consiguió. Por fin estaba solo. Sus «amigos» le habían dado la espalda, sólo le quedaban Miriam y sus tíos. El resto de sus «amistades» se había volatilizado con la misma evanescencia con la que desaparecían las burbujas del champán francés con el que solía agasajarlas cuando acudían a su casa, como el polvo blanco que compraba con el único fin de mostrar su poderío. Era justo reconocerlo, así se obtenía la fidelidad de algunas personas, con dinero y ostentación.
Noel no era un adicto, pero en ocasiones especiales se podía permitir adquirir algunos caprichos para sus conocidos. Cuando eso ocurría, la casa se llenaba de gente por arte de magia. Había muchas caras conocidas, pero también rostros que no había visto jamás.
—¿Y a ti quién te ha invitado? —preguntó en cierta ocasión a una de las bellas modelos que pululaban por su salón.
—Nadie. Vine con un tipo porque me dijeron que habría nieve.
Aquella respuesta tendría que haber activado su sentido arácnido, pero Noel no disponía de eso que Peter Parker desarrollaba con tanta facilidad. Debió de haberle servido para advertir quiénes y cómo eran con exactitud las personas que estaban a su alrededor. Estuvieron allí mientras Noel tuvo algo interesante que ofrecerles, pero ¿y después?
Después era ahora.
Noel parecía ido. Oteaba el exterior desde el ventanal con ojos acuosos de pez. No se había afeitado. No le resultaba fácil con una sola mano y no tenía ganas ni motivación alguna para hacerlo. Tan sólo se había duchado para recibir a la enfermera que le practicaba las curas desde que le dieron el alta.
A pesar de su aspecto desaliñado, era un hombre atractivo. Sus facciones eran un poco afiladas y duras, muy pronunciadas. Su mirada resultaba profunda e intensa. Denotaba que había vivido demasiadas experiencias en poco tiempo, pero también tenía un toque arrogante que a muchos desagradaba. El pelo, oscuro, contrastaba con el verde de sus ojos, hoy un poco más turbio de lo habitual. Momentos antes había estado llorando, aunque desde luego no lo confesaría en público.
Aun así, Juani lo notó en cuanto lo vio aparecer.
—Mírese cómo está, señor Villalta. Me da cosa verle de esta manera.
Por un instante Noel salió de su abstracción y la miró de arriba abajo.
—¿Y cómo me ve usted? —preguntó sin interés.
—Pues, mal, señor, muy mal. Hecho un guiñapo. Peor cada día que vengo.
Noel se fijó en los pechos de la enfermera. Eran demasiado grandes y caídos. No recordaba su nombre, pero se le antojaba que le habían enviado a la enfermera más fea de todo el hospital.
¿Pensaba acaso en sexo?
Sí, aún podía pensar en «eso» que no había vuelto a tener desde el accidente. Estaba impotente. Ésa era la realidad, no se le levantaba ni con un cargamento de viagra. Al parecer no sólo había perdido la mano, también su vida sexual.
—Es que estoy mal —comentó—. ¿No me ve? Soy un l-i-s-i-a-d-o.
Dijo estas últimas palabras acercándose demasiado a ella y mirándola con fijeza. Entonces, la enfermera comprobó que había vuelto a beber.
—Señor Villalta, le ruego que no me hable así. Sólo intento ayudarle, no puede continuar de esta manera.
—¿Cómo?
—Abandonándote como si estuviera muerto y menospreciándose continuamente. Eso que hace es malo para usted y puede resultar ofensivo para los demás. Mire, yo sólo soy una mujer sencilla y puede que a mí no quiera escucharme, pero busque ayuda. ¿No tiene familia aparte de sus tíos?
—No, no la tengo. Están todos muertos. Y sí que quiero escucharla, pero se me agotan las energías.
—Si no bebiera tanto —le reprobó—. Ahora lo ve todo negro. Es normal, no crea, le pasa a mucha gente en su situación, pero cuando reciba la prótesis se sentirá mejor, más seguro. Créame, he visto algunos casos como el suyo y otros incluso peores. Y ya no le queda mucho para que le coloquen la prótesis. Haga un esfuerzo por salir del pozo en el que está. ¿Ha pensado en ir a un psicólogo?
—No confío en ellos.
—Pues debería. Si da con uno bueno, podría hacerle bien.
Bastantes médicos tenía que visitar ya por culpa de su no-mano como para ir a un loquero.
—¿Te ayudo? —sugirió Miriam antes de arrancar el coche.
—Puedo ponérmelo yo solo, gracias.
Noel tiró del cinturón de seguridad con brusquedad.
Su voz sonaba crispada, nerviosa.
—No empieces con tus susceptibilidades, sólo era una pregunta.
—Tienes razón, perdona —se disculpó—. Es que estoy un poco nervioso por lo del médico, ya sabes.
—¿No habrás vuelto a beber?
—No.
—Me lo prometiste.
—Te he dicho que no. Arranca de una vez, anda.
En esta ocasión no mentía. Noel tenía cita con uno de los mejores equipos de médicos rehabilitadores y técnicos ortoprotésicos de la ciudad. Ellos le explicarían qué hacer a partir de ese momento.
La clínica era moderna y funcional, pero fría. Las pisadas de los tacones de Miriam resonaban sobre las baldosas de mármol y Noel estaba al borde del desmayo, tenía sudores fríos por todo el cuerpo y sentía las piernas temblorosas y la garganta seca.
Estaba aterrado por lo que pudieran decirle. Para él la única opción buena era recuperar su mano, el resto no servía.
El perfume de Miriam era suave y fresco, muy agradable. Parecía tan segura de sí misma y tan perfecta que Noel se preguntaba cómo habría aguantado todos los desplantes de los últimos meses.
«Porque te quiero. Te sigo queriendo igual que antes del accidente. Eres tú el que ha cambiado, no yo», le repetía ella cada vez que salía el tema.
—Por favor, siéntense.
La pareja obedeció.
—Soy el doctor Marco. Le presento al doctor Jiménez. ¿Cómo se encuentra, Noel?
Al borde de un infarto. Así era exactamente como se sentía.
—Muy bien, gracias.
Noel se preguntaba por qué cuando la gente está hecha polvo contesta, «muy bien, gracias», cuando en realidad quiere decir: «fatal, gracias». Porque —concluyó Noel— la mayoría de las personas no quiere oír «fatal, gracias». Les importa poco si se está bien o mal, ya tienen suficientes problemas propios como para preocuparse por los de los demás. «Muy bien, gracias» ya era sólo una fórmula de cortesía, como «Buenos días» o «Hasta luego».
—Me alegra saber que progresa en su recuperación —el doctor Marco tomó la palabra—. Queremos explicarle sus opciones protésicas ahora que las heridas han cicatrizado. Le animará saber que se ha avanzado mucho en el campo de las amputaciones, tanto en las congénitas como las traumáticas, como es su caso.
El doctor Jiménez tomó el relevo a Marco. Jiménez era un poco más joven que Marco y hablaba de manera más cálida.
—Hasta hace poco la mejor baza de los amputados superiores eran las prótesis mioeléctricas. Éstas funcionan a través de un sistema de estimulación eléctrica. El problema es que no proporcionan la movilidad deseada, son parecidas, para que se haga una idea, a unas pinzas. Pero ahora es posible colocar manos biónicas. En nuestro país ya hay varias personas que las tienen y están mucho más satisfechas con su funcionalidad y su estética, aunque el único inconveniente es su precio.
—¿Qué hay de los trasplantes? —interrumpió Noel—. ¿Sería posible hacerme uno?
Recordaba haber leído noticias de trasplantes de manos en los periódicos.
—En su caso no es aconsejable —contestó el doctor Marco con franqueza—. Las contraindicaciones son demasiado grandes. Se vería obligado a tomar inmunosupresores de por vida.
—No me importa tener que tomar pastillas si con ello recupero mi antiguo aspecto. No quiero una mano de quita y pon.
—Quizá no me he explicado bien, señor Villalta. Eso que usted llama «mano de quita y pon» es lo mejor que podemos ofrecerle —Marco se sentía ofendido por el menosprecio que mostraba su paciente—. El problema no son los inmunosupresores, sino los efectos secundarios que provocan. A día de hoy sólo se practican trasplantes de estas características en amputados bilaterales, que tienen mucho que ganar y poco que perder. Pero usted, Noel, podría recuperar buena parte de su movilidad con una prótesis biónica. No tiene necesidad de someterse a ese calvario.
—Perdone que le interrumpa, pero usted no tiene ni idea de cuáles son mis necesidades. —En aquellos momentos estaba pensando más en su problema de impotencia que en la falta de movilidad—. ¿Me está diciendo que para que me practiquen un trasplante tendría que perder también la otra mano?
—Básicamente, sí —replicó Marco tajante—. Me parece que no comprende los inconvenientes de un trasplante. En casos en los que la vida está en juego es lógico querer someterse a uno, pero ése no es el suyo.
—¿Pero se han hecho trasplantes sólo de una mano?
—Sí, pero en casos muy excepcionales.
—¿Y cuáles son? —la mirada de Noel resultaba desafiante.
—Noel, cariño, déjalo ya. Los médicos saben mejor lo que te conviene —terció su novia tratando de conciliar las diferentes posturas.
—Miriam, por favor, no te metas en esto —su mirada brillante y furibunda le hizo desistir y optó por el silencio.
—Su novia tiene razón —convino el doctor Jiménez—. Si le estamos desaconsejando esa opción es por los efectos secundarios de los inmunosupresores.
—Pero tengo dinero, mucho dinero.
—Lo lamento, señor Villalta. No todo en la vida es cuestión de dinero.