—Debe de ser una broma, ¿verdad? —la voz de Noel sonó temblorosa. El hombre miraba una y otra vez el hueco que tendría que haber ocupado su mano sin hallarla.
Aquél era un lugar desagradable. A Noel, al igual que a otras muchas personas, los hospitales le producían urticaria. Con aquel olor a enfermedad tan característico y esas decoraciones frías e impersonales más propias de una prisión, eran edificios agobiantes en los que se almacenaba el sufrimiento, el miedo y la angustia humanos. Cada vez que podía evitaba aquellos sitios, en los que —según creía— era fácil coger cualquier infección. Siempre que abandonaba alguno experimentaba una incómoda sensación de asco y vacío y se veía obligado a lavarse las manos un par de veces para encontrarse bien de nuevo.
—Me temo que no, señor Villalta. —Quien hablaba era uno de los médicos que había atendido a Noel cuando llegó semiinconsciente al centro sanitario—. No hemos podido hacer nada. Encontraron la mano, pero estaba demasiado dañada para intentar un reimplante.
—Dígame que se trata de una broma —su voz era pura súplica.
Noel no podía creer lo que estaba oyendo.
El doctor no contestó. Se limitó a bajar la mirada y su rostro se volvió circunspecto. Era una pose aprendida que determinados médicos manejan con destreza. Algunos consideraban que con eso ya estaba todo dicho, que no hacía falta explicar al paciente nada más para que comprendiera cuál era su nueva situación.
Y Noel la entendía, pero no la aceptaba.
No asimilaba haberse convertido en un —según su opinión— «no válido». Un lisiado. Eso era. Y no hubo forma de persuadirle de lo contrario.
Miriam, su novia, había localizado a los tíos paternos de Noel. Eran la única familia que le quedaba, ya que sus padres y su hermana habían fallecido años atrás en un accidente de automóvil. Cuando ocurrió Noel no viajaba con ellos, así que quizá por eso ahora estaba vivo.
—Vivo, pero lisiado —repetía sin cesar.
—No digas eso, Noel. Tienes suerte de estar aquí. —Su tía, la hermana de su padre, para ser más exactos, hablaba con voz suave y comprensiva, pero sus palabras de aliento no parecían aliviar a su sobrino—. Hay muchas cosas que puedes hacer con una mano.
—Es cierto, cariño —intervino Miriam—. Al menos, no has perdido la izquierda.
Noel era zurdo. Dentro de todo, tenía que dar gracias.
La joven estaba sentada a su lado, junto a la cama, pero no se atrevía a cogerle de la mano que le quedaba para reconfortarle. Lo había intentado un par de veces aquella tarde, pero Noel la había rechazado retirándola cada vez que iniciaba el acercamiento.
No había consuelo posible para Noel. Se sentía desvalido y traicionado por el destino. Ello se debía al extraño concepto que tenía sobre las minusvalías. Era algo que les pasaba a otros, a los que, ciertamente, compadecía, pero en cuyos aparcamientos reservados no dudaba en estacionar su deportivo si se terciaba.
Con semejantes ideas, ni sus tíos, ni Miriam, ni nadie podrían ayudarlo.
Cuando por fin le dieron el alta por la que suspiraba cada día, Noel entró en su casa igual que lo haría un extraño. No había pasado mucho tiempo, pero se notaba distinto, incompleto. A pesar de las comodidades de las que disfrutaba en su suntuosa vivienda, nada volvió a ser igual. La casa se le venía encima y cayó en una fuerte depresión.
Los médicos le habían dicho que tenía que transcurrir algún tiempo antes de que pudiera empezar a usar una prótesis. Las heridas debían cicatrizar.
—Es usted afortunado —el doctor se dispuso a limpiar los cristales de sus gafas, así evitaba mirarle de frente. Intuía que aquel hombre no iba a ser un paciente fácil. Entre el personal sanitario tenía fama de caprichoso y frívolo, una combinación fatal en casos como el suyo, en los que era precisa una buena dosis de calma—. Actualmente, existen prótesis muy avanzadas que permiten una gran movilidad a las personas que se encuentran en su situación.
—¿Y cuál es mi situación? Dígame —el tono de su voz resultaba irónico y cortante.
El médico optó por ignorar la pregunta.
—Gracias a su posición económica —prosiguió— podrá tener la mejor. Muchas personas no pueden.
—Mi estado económico es inmejorable, sí, pero al parecer no sirve para que me devuelvan mi mano.
—Señor Villalta, no estoy dispuesto a llevar su caso si no cambia de talante.
Pero Noel no estaba por la labor de modificar un ápice su actitud. Se sentía herido, machacado y fragmentado, y culpaba a todos cuantos le rodeaban de su desgracia.
Miriam fue una de las más afectadas. Descargaba toda la ira y el resentimiento que lo embargaban contra ella. La necesitaba más que nunca, pero, paradójicamente, la apartaba de su lado. Para colmo de males, no habían vuelto a tener contacto físico desde el accidente. No le permitía la más mínima caricia o roce y, cuando ella se dirigía a él en tono meloso, Noel se mostraba desabrido e hiriente. Había logrado construir un muro, mejor aún, una atalaya desde la cual otear a todos con desprecio y rencor. Se había vuelto un maestro del cinismo, pero su mayor logro consistía en hacer que otros se sintieran culpables sin haber cometido falta alguna.
Al menos así era de puertas hacia fuera, porque lo que de verdad bullía en su interior eran sentimientos de miedo y desamparo atroces, no nuevos —ya los había conocido cuando perdió a sus padres y su hermana—, pero sí descorazonadores.
¿Qué habría hecho su padre en su situación? ¿Y su madre? ¿Se habría comportado su hermana de manera tan irascible?, se preguntaba a veces.
Los días en que no le daba por machacar a las personas que tenía a su lado solían desembocar en tristeza, llanto, y bebida. Cuando estaba así, prefería no ver a nadie. Impedía el paso a su casa a todos cuantos, sin duda, podrían haberle ayudado.
—Sé que quieres apartarme de ti —la voz de Miriam tembló al pronunciar estas palabras, pero no quiso que lo notara, por eso descorrió las cortinas de la habitación con energía—, pero no vas a lograrlo. Por muchos desprecios que me hagas, sé que tú no eres así. No eras así. Tienes que asumir tu situación. ¿Sabes?, el mundo no se hunde porque hayas perdido una mano, hay gente que sufre infinitamente más que tú. No puedes abandonarte.
—Ahórrate los sermones, por favor, no estoy de humor.
Noel estaba tirado en la cama. Tenía la cabeza tapada con la almohada y una fuerte resaca.
—Hablo en serio. Existen remedios para lo tuyo, me he estado informando.
—¿Quieres dejar las cortinas como estaban? Me molesta la luz.
—No me estás escuchando.
—Es la primera cosa sensata que dices —la interrumpió—. Y ahora, por favor, déjame en paz.
Noel se levantó de la cama. Tenía un aspecto deplorable. Se puso las zapatillas y, arrastrando los pies, se dirigió al baño que había dentro del espacioso dormitorio.
—¿Crees que estás mal? ¿Lo crees de verdad? Pues las cosas aún pueden empeorar. Tus tíos están hartos de tus desprecios. Te aguantan sólo porque te quieren, igual que yo, pero si continúas así te quedarás completamente solo.
Miriam había seguido a Noel hasta el baño y éste fingía indiferencia mientras orinaba.
—Me estás dando dolor de cabeza. ¿Has visto por ahí las aspirinas?
—A veces eres insufrible.
—¿Has dicho insufrible o inservible? No te he oído bien.
—Será mejor que me vaya. Está claro que hoy no tienes un buen día —fue su respuesta. Después se dirigió hacia la puerta y bajó las escaleras corriendo en dirección a la salida.
Si esperaba que Noel saliera detrás de ella, se equivocó, ni siquiera se inmutó. Tampoco oyó el portazo, la casa era demasiado grande.