El albañil colocó el último ladrillo en el nicho de Gonzalo Calvo y pasó la paleta con la capa de cemento. A sus espaldas, el cura del camposanto conversaba con el joven Félix Chacaltana.
—Estuvimos a punto de arrojar al señor a la fosa común. Fue una suerte que usted reconociese el cuerpo.
—Don Gonzalo llevaba varios días desaparecido —dijo Félix—. Y yo soy como su hijo. Era muy amigo de su hijo. Así que busqué su cuerpo hasta dar con él.
—Es increíble la cantidad de gente que muere sin que nadie la busque. Igual que este señor. Lo asaltan en un barrio peligroso, le quitan la vida y tiran el cadáver por ahí. Si la víctima no tiene familiares, o sus familiares no saben dónde buscar, nunca se hace justicia.
Chacaltana dejó escapar un suspiro de resignación:
—Me temo que tampoco se hará justicia con este hombre. Ya sabe usted cómo es la burocracia del Poder Judicial. Seguro que el caso de Don Gonzalo acabará perdido en algún archivo del sótano. Nunca sabremos quién lo mató.
—Que Dios se apiade de su alma, entonces.
El sacerdote bajó la cabeza en un rezo, y los dos guardaron silencio.
Antes de cerrar el nicho para siempre, una pareja con un bebé se acercó a él. Eran dos chinos, y aunque no hablaban castellano, saludaron a Félix Chacaltana con un gesto de cabeza. Luego, miraron al nicho y sacudieron las cabezas. Parecían hondamente afectados.
La mujer tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Llevaba una corona de flores, que depositó frente al sepulcro. Mientras lo hacía, el bebé pareció mirar a espaldas de ella, hacia Félix Chacaltana. El asistente de archivo notó que el niño tenía el pelo rubio, y recordó unas palabras que había escuchado recientemente:
«En el Perú, los niños rubios nunca son huérfanos.»
Se acercó al bebé y le acarició la cabeza. Les dijo a sus padres:
—Me comentó Don Gonzalo que les costó mucho concebir un hijo. Me alegra que ya lo tengan. El pequeño recibirá el alma de Don Gonzalo, ahora que él ya no está con nosotros.
Los padres se miraron entre sí y se encogieron de hombros. Él le dijo a Chacaltana:
—No… español… no.
—Lo sé. No se preocupen.
Les estrechó la mano con fuerza, una fuerza que los sorprendió, y luego volvió atrás, donde el cura:
—Bonito niño, ¿verdad? —comentó el sacerdote, mientras los chinos decían cosas ininteligibles frente a la tumba—. ¡Son tan rubios cuando nacen! Luego se le oscurecerá el pelo, como a sus padres.
Chacaltana asintió.
—La gente siempre cambia. Lo único que no cambia es el pasado. Pero lo bueno de los niños es que no tienen pasado, ¿verdad?
—Quién como ellos.
El albañil terminó su trabajo y el cura dio por acabado el suyo. Félix Chacaltana los acompañó hacia la salida. Tenía pensado dar un último paseo entre las estatuas y las filas de sepulcros. Pero antes de doblar la esquina, echó un vistazo final hacia el pequeño. El bebé aún seguía en brazos de sus padres, frente al nicho. Pero a Chacaltana le pareció que miraba hacia él. Y sonreía.