—Mario Kempes recibe la pelota. Atención que este hombre siempre trae peligro. Se quita de encima a un defensa, a otro, el portero sale, el rebote queda en el área, Kempes se la gana a dos holandeses más y remataaaaaaa… ¡Gol! ¡Gooooooooool de Argentina! Y Kempes se convierte en máximo goleador del Mundial de 1978.

Al oír la puerta, la señora bajó el volumen del televisor. Segundos después, su hijo apareció junto a ella, algo golpeado, arrugado y pálido.

—¡Félix Chacaltana Saldívar! ¡Qué pinta tan horrible! Seguro que has estado viendo el fútbol con unos amigotes, bebiendo por ahí.

—Algo así, Mamacha —se desplomó sobre un sillón.

Ella dejó a un lado sus palos de tejer y la chompa de punto a medias que estaba haciendo frente al televisor.

—Supongo que no te lo puedo reprochar. Hasta yo lo estoy viendo. Tenía la esperanza de que los argentinos perdiesen. Pero ya se han puesto por delante.

—Tengo entendido que son muy luchadores.

Madre e hijo se acomodaron en silencio en sus asientos. Félix reparó en la foto de su padre uniformado. Su madre la había sacado de la sala, y ahora la tenía junto a ella, en su mesita de tejer. La señaló con la mano, sin decir nada, con la interrogación en el rostro.

—Me hace compañía —respondió la mujer—. He tenido a tu padre un poco abandonado últimamente, y creo que es hora de devolverle el lugar que se merece en esta casa. ¿No te parece?

Félix asintió. Le pareció que su padre le dedicaba una sonrisa cómplice desde el marco de su foto. O quizá era una risa burlona.

Rápidamente, el partido volvió a reclamar su atención:

—Kempes otra vez, el hombre de la melena imparable, atravesando la defensa como si fuese mantequilla, el rebote para Bertoni que tira yyy… ¡Goooool! Y la suerte está echada. Cinco minutos para el final de la prórroga y no parece ya que nadie les quite el título mundial a los sudamericanos…

—¿Sabes, Félix? Un día tendríamos que ir a la iglesia a prender una vela por el santo reposo de tu padre. No podemos olvidarnos de los muertos así como así, ¿verdad?

—No, Mamacita, no podemos.

—Le compraremos uno de esos cirios blancos, que tardan días en consumirse. Y a lo mejor le pedimos al cura que lo mencione en sus oraciones de la misa.

—Claro, Mamacita.

—También debemos ir reservando la misa del año por el aniversario de su muerte.

—Sin duda.

Permanecieron un rato más frente al televisor. Contemplaron el pitazo final, y la lluvia de papeles blancos con que los hinchas celebraban su triunfo. Acompañaron en silencio el festejo de los argentinos. Ahí, en la pantalla, sus vecinos del sur le resultaron a Chacaltana amables y felices. Casi se alegró al oír las palabras de un periodista argentino, entrevistado para la ocasión a pie del campo:

—Éste es un triunfo histórico de América Latina. Y una lección para toda la gente que habla mal de la Argentina sin conocer a sus gentes, su hospitalidad y su vocación de paz.

Madre e hijo siguieron toda la retransmisión, hasta que se recuperó la programación habitual. Sólo entonces, Chacaltana dio por sentado que no moriría ese día. Y por lo tanto, se atrevió a hacerlo oficial:

—¿Mamacita?

—Dime, Félix.

—Voy a casarme. Quiero que seas la primera en saberlo.