Todavía olía a Cecilia mientras atravesaba Barrios Altos. Había ensayado ese camino una vez, para estar seguro. El callejón, los puestos de emoliente, el olor a fritanga, el ruido de la gente. En Barrios Altos, entre el laberinto de casuchas viejas, túneles y tugurios, podía sentirse seguro. No podía pasarle nada entre tanta gente, con las bocinas de los automóviles, los gritos de los vendedores ambulantes y la prisa gris de cualquier domingo al mediodía.

Pero ese domingo todo era diferente. Ese domingo, a la una de la tarde, él ya había hecho todo lo que la vida le pedía.

Dobló una esquina, subió unas escaleras y cruzó el patio interior de una vieja quinta, hasta la siguiente salida. Sólo encontró un silencio sepulcral. Le pareció que alguien lo seguía, pero en todo el patio nada más se sentía el sonido de sus propios pasos.

Sin duda, más adelante encontraría a los vecinos. En dos o tres curvas, si la memoria no lo engañaba, alcanzaría el caño de agua. Según le había dicho Don Gonzalo por teléfono, era el único caño de esa parte del barrio. Estaría lleno de familias llenando recipientes para lavar la ropa o a los niños. Madres bulliciosas y niños revueltos.

Le llegaban ruidos de dentro de las casas, en sordina. Botellas chocando. Risas. Conversaciones. A veces, de repente, un niño con el uniforme escolar gris pasaba corriendo a su lado, sin mirarlo. Cajones de cervezas vacíos yacían en las puertas. Pero afuera, ni un ruido, como una gigantesca tumba al aire libre.

¿Dónde carajo estaba ese caño? ¿En qué calle se había confundido? En ese lugar no había ni direcciones.

Oyó un sonido familiar. Un clamor en sordina. Salía de todas las puertas cerradas. Al principio era un murmullo sin forma. Un rugido lejano. «La final del Mundial», pensó. «Me había olvidado.»

Retomó la búsqueda del caño de agua. Debía estar por ahí. Los caños no se mueven.

A sus espaldas, volvió a sentir pasos. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor frío de la frente. Pensó que estaba a tiempo de huir, pero ¿adónde podría huir él? ¿A otro país? Y sobre todo: ¿sin su madre? ¿Qué le diría a su madre? ¿Y qué le ocurriría a ella?

—Conectamos en directo con el estadio Monumental de River Plate, que ya vibra en espera del partido…

Chacaltana recordó el estadio. Lo había visto días antes, en su periplo porteño. Y le había parecido enorme. Más grande que su país.

—Aún no comienzan las acciones. El equipo holandés ya está en el campo de juego, pero los argentinos no salen. Discuten si es reglamentario el yeso que lleva en la mano un jugador holandés. Enorme, masiva silbatina contra el equipo naranja, que se mira las caras en medio del campo. Evidentemente, es presión psicológica. Los argentinos tratan de ganar con mañas lo que no pueden defender en la cancha.

Golpes, gritos y canciones insultantes inundaron las calles. Esos porteños, conchasusmadres. El que no salta es argentino. Chacaltana reparó en que las calles estaban todas naranjas, llenas de banderas holandesas, sólo por contrariar al más odiado. Y sin embargo, por las ventanas entreabiertas de las casas le llegaban imágenes del partido como chispazos en blanco y negro. Al fin y al cabo, pensó, da igual que sea Argentina-Holanda o Perú-Brasil, todos los uniformes están en blanco y negro.

Ahí estaba el caño.

Y ahí estaba Don Gonzalo, y su brazo perfectamente relajado, tranquilamente posado en la cintura.

—Te has perdido, ¿verdad?

Chacaltana asintió, aunque el viejo no lo estaba mirando, y tampoco esperaba una respuesta.

—Es un buen lugar para encontrarse —añadió Don Gonzalo—. Tranquilo.

Dejaron pasar un buen rato, arrullados por los televisores. Una furiosa arenga les indicó que el partido daba comienzo. Al apagarse el barullo, Don Gonzalo preguntó:

—Al fin encontraste a Miralles, ¿no? Te lo dijo él.

—¿A quién?

—Tú lo llamas Mendoza. Pero es el cabrón de Miralles. Pensé que lo matarían en Argentina. Pensé que nunca irías a Argentina.

El viejo no parecía bebido. Al contrario, su porte castrense era el de quien ha pasado sobrio toda la vida.

—Argentina vino a mí —aclaró Chacaltana—. Pero Mendoza no era necesario. Sólo confirmó lo que yo ya tenía claro. Usted me aconsejó buscar al almirante Carmona. Nadie más sabía que él estaría ahí. Si incluso le mostré a usted la tarjeta del Tropical. Soy un imbécil.

Don Gonzalo pareció genuinamente contrariado. O quizá era un gesto irónico:

—No eres imbécil, Félix. Sólo eres parte de los malos. Me llevaste hasta Carmona. Pero en el camino, te convertiste en uno de ellos.

Sus palabras indignaron al joven:

—¿Por eso nos visitaba? ¿En busca de información para matar a Carmona? ¿Por eso cortejaba a mi madre? Es mi madre. ¡Es mi madre!

El rostro de Don Gonzalo perdió levemente la calma. Mantenía el control, pero no podía esconder la tristeza:

—Ana es adorable. Nunca le haría daño. De hecho, me recuerda a mi esposa. Nunca te he dicho su nombre, ¿verdad? Clarisa. Se llamaba Clarisa, que sonaba medio francés. Era un nombre transparente. ¿No te parece? Tuvimos momentos muy bellos. Pero en los últimos tiempos, Clarisa también se volvió muy religiosa. Que si Cristo, que si el Anticristo. Que si el mundo estaba condenado desde el nacimiento de nuestro hijo. Ella sólo quería proteger a Joaquín, ¿sabes? Pero no sabía cómo hacerlo. Eran tiempos duros para todos.

El asistente de archivo se apaciguó. Comprendía que las razones de Don Gonzalo habitaban en un pasado lejano. Pero había razones. Argumentos. Descargos.

—Usted… ¿nunca volvió a buscar a su mujer?

—¿Que si volví? Claro que volví. Me pasé cuarenta años deseando volver. Recordé a mi mujer cada segundo. Escribí a familiares para que la buscaran, pero nadie fue capaz de encontrarla. Al fin, hace tres años, Franco murió. En su puta cama. Pero al menos murió. Y yo decidí buscar a Clarisa. Me pasé un mes allá, volviendo a ver los viejos lugares. Mucha de la gente aún vive. Pero no vi a muchos. Y a ellos no les gusta hablar. Hice preguntas a funcionarios, revisé registros. Pedí documentos. Llevé viejas fotos de Clarisa. Encontré pistas falsas, parientes lejanos, manicomios convertidos en hoteles. La guerra se lo llevó todo. Lo borró todo. Excepto a ella.

—¿Ella vive? ¿La encontró?

El rostro viejo, sus ojeras cinceladas en la piel, sus orejas grandes de hombre mayor se retorcieron en una mueca de espanto. Dijo:

—Una mujer con su nombre y su rostro es residente en un psiquiátrico de Reus. A estas alturas, la mujer se comunica poco con el mundo exterior, ¿sabes? Y está tan deteriorada, ella, que era…

Al viejo se le quebró la voz, pero se repuso de inmediato, imponiéndose una férrea disciplina.

—… Era Clarisa. Pero Clarisa ya no seguía viviendo dentro de ese cuerpo.

—¿Pero a usted lo reconoció? ¿Le dijo algo?

—Sólo una cosa. Insistentemente: «Mi marido va a venir a buscarme». Era su Leitmotiv. Todo el tiempo se levantaba a recordárselo a las enfermeras, o a las visitas de las demás internas. Durante cuatro décadas. «Mi marido va a venir a buscarme en cualquier momento.» Sólo hablaba de eso, cada día, jugando a las cartas, en el camino del baño, o mientras hacía y deshacía la misma maleta, con los mismos tres trapos viejos que llevaba desde el año 38. «Mi marido ya viene. Podría estar entrando por ahí mismo. Ha tenido que viajar, cosas de la guerra, porque es un héroe. Pero regresa hoy. Por favor, señorita, cuando venga, díganle que estoy aquí, esperándolo. Lo reconocerá por las medallas. Es un luchador social.»

Chacaltana recordó las fotos en sus paredes. Los rescoldos cenicientos de la vida de ese viejo, cuando aún era un hombre y aún tenía una vida. En los televisores, el partido finalmente comenzó:

—Tiro libre. Parece que será Passarella el elegido para chutar. ¡Corre y tiraaaaaa…! La pelota termina en las manos del portero de Holanda.

Un suspiro de alivio emergió de las casas, como si el portero de Holanda fuese peruano, un defensor de la dignidad perdida. Chacaltana quiso que Don Gonzalo volviese a su relato:

—¿Dejó usted ahí a la madre de Joaquín?

—¿Y qué más podía hacer? Ella ni siquiera habría aceptado salir del hospital conmigo. Ella esperaba a su marido. A su héroe. No al cobarde que no había vuelto a buscarla nunca, el perdedor que llegó cuarenta años tarde. Yo volví a mi ratonera, al puto Barrio Chino de un país en el culo del mundo, donde los exiliados españoles no asomarían ni la nariz. Volví a sepultarme en mi propio olvido. Ella ya tenía el suyo.

—Y no le contó nada a Joaquín.

—No. Él siempre creyó la versión de la muerte en el parto. Y yo no quería lastimarlo. No le dije nada —el viejo suspiró hondamente y concluyó—: Se lo dijo Miralles. Le dijo que yo abandoné a su madre durante la guerra y no volví a buscarla nunca. Debí haberle metido un tiro a ese bastardo mientras podía.

Por primera vez, la voz de Don Gonzalo traslucía la rabia contenida, el odio de medio siglo fermentado en un corazón de roble. Chacaltana sacó una conclusión en voz alta:

—Y en vez de dispararle a él, usted le disparó a su propio hijo.

El viejo se tomó su tiempo para responder. Parecía ordenar su memoria, un archivo más retorcido y oscuro que el del sótano del Palacio de Justicia. Al fin, rompió el silencio:

—Dicen que el máximo dolor que puede sufrir un hombre es ver morir a un hijo. Es mentira. La pena máxima es tener que matar a tu propio hijo.

—¿«Tener»? Usted no tenía que hacerlo.

Don Gonzalo bajó la cabeza y chasqueó la lengua. Ahora sí, sin duda, era un gesto de ironía.

—¿Sabes cómo se llamaba la legión aérea que bombardeó Barcelona? —preguntó—. «Cóndor», como la operación de Carmona y sus amigos. Como la operación en que se metió el gilipollas de Joaquín. Las mismas cosas vuelven a ocurrir, los nombres se repiten. El tiempo gira sobre sí mismo. No puedes huir del pasado, Félix. No puedes huir del mundo.

—Joaquín era un buen hombre.

—¡No! —alzó la voz el viejo—. Joaquín era uno de ellos. Te lo he dicho mil veces: toda mi vida ha transcurrido en la misma guerra. Unos hijos de puta me robaron a mi familia. Y mi hijo terminó trabajando para ellos, robando otros niños, rompiendo otras familias.

—No diga eso…

—¿Que no? Cuando Joaquín supo lo que yo había hecho con su madre, estuvo a punto de tirarme por las escaleras. Me dijo de todo. Miserable. Basura. Monstruo. Dijo que ningún ser humano le quitaría a una madre su hijo. Eso dijo. Unas semanas después, estaba de vuelta en casa, con un bebé robado, rogándome que se lo cuidase. «Sólo serán dos horas», dijo, «puedes pedirles ayuda a los chinos de enfrente». ¡Puedes pedir ayuda a los chinos de enfrente! —se escandalizó Don Gonzalo—. ¿Quién era el monstruo ahora, Félix? ¿Quién robaba niños a sus padres para entregárselos a asesinos? No era yo, Félix. Era Joaquín, que pudría todo lo que tocaba.

Al asistente de archivo le empezó a dar vueltas la cabeza. «Sólo serán dos horas», había dicho Joaquín. Recordó a su amigo Joaquín despidiéndose de él, el último viernes de su vida, y abandonando la denuncia en su escritorio del archivo. Dos horas. Quizá una. Joaquín había dejado al niño en casa de su padre mientras iba a buscar a Chacaltana, para dejar la pista que permitiese seguir sus pasos. Porque sabía que podía morir, y que el asistente de archivo sería el único dispuesto a saber por qué.

Llorando, Chacaltana elevó la voz:

—Joaquín iba a retirarse. Ésa era su última operación. Y ni siquiera sabía que se trataba de un niño. Carmona lo envió a ciegas, a traerle un hijo para su matrimonio.

—Por eso maté también a Carmona. Mi idea era matarlos juntos, a los dos ladrones, cuando se produjese la entrega. Pero Carmona no había pensado en el fútbol. La ciudad estaba en paz ese día, como hoy. Jugaba Perú con Escocia, y todo esto estaba vacío y sombrío. Carmona debió de haberse acobardado. No se presentó. No supe que él era el responsable hasta que me lo dijiste tú.

Chacaltana siguió llorando, pero ahora no con lágrimas de impotencia, sino de rabia:

—¿Y por qué mató al niño?

Por primera vez, Don Gonzalo volvió la mirada lentamente hacia su interlocutor. Parecía sorprendido:

—¿Quién dice que maté al niño? ¿Cómo puedes creerme capaz de algo así? El niño está seguro, mucho más seguro de lo que habría estado en cualquier otro caso, con unos padres que lo quieren. Yo mismo me aseguro de eso todos los días. Porque lo veo todos los días, Félix, en mi propio edificio. Y cada día confirmo que hice lo correcto.

En su propio edificio. El asistente de archivo pensó en los vecinos chinos de Don Gonzalo. En sus esfuerzos infructuosos por ser padres, según le había dicho el viejo una vez.

—No soy un monstruo, Félix —repitió el viejo—. Sólo hago justicia.

—Dígaselo a Susana Aranda —masculló Chacaltana.

Esta vez, el viejo pareció sorprendido, incluso divertido.

—Yo no maté a esa mujer. Ella se ahorcó al descubrir de qué se trataba todo.

«He descubierto algo horrible… horrible.»

—Aunque también, Félix —continuó el viejo—, es posible que la hayas matado tú, con tu investigación y tus ganas de saber la verdad. Tanto rebuscar, tanto escarbar en el pasado… Ella, claro, no pudo soportarlo.

«Ha sido por el niño… Todo por el niño.»

—A veces es mejor no saber la verdad, Félix. Es más seguro.

«Es… algo salido del infierno.»

A Chacaltana se le encogió el corazón. El estómago se le pegó a la espalda. Se le detuvo el pulso. Aun así, tomó todas las fuerzas que pudo de ese aire polvoriento, y pronunció las palabras que había ido a decir, tratando de que no le temblase la voz. Las sabía de memoria:

—Señor Gonzalo Calvo: como funcionario judicial, es mi obligación sentar denuncia contra usted, por el asesinato de Joaquín Calvo y Héctor Carmona, y por secuestro de un menor. No está en mi poder practicar detenciones, pero tenga la bondad de acompañarme de grado a la comisaría o penitenciaría más cercana, donde procederemos a…

Un murmullo indescifrable surgió de los labios de Don Gonzalo. Chacaltana tardó en entender que era una risa:

—Eso no va a pasar —añadió el viejo.

En los televisores, el narrador se aceleraba cada vez más:

—Ardiles se la lleva entre dos, busca el pase adelante por la izquierda…

—¿Y entonces qué va a pasar? —preguntó Chacaltana.

—Pelota para Luque, que tiene desmarcado a Kempes en el centro…

—Te voy a matar, Félix —anunció el viejo con naturalidad, como si ofreciese un café—. Tú también eres uno de ellos.

—Cuidado con Kempes, que es un artillero, ahí sale el pase…

—¿Por qué no lo ha hecho ya? —gritó Chacaltana, tragándose las lágrimas, atorándose con su propia saliva, paralizándose con ella—. ¿Para contarme su maldita historia? ¿Para que yo sepa lo enfermo que está? ¡Hágalo! ¡Dispare!

Tranquila pero rápida, la mano de Don Gonzalo se movió en su cintura. Frente a los ojos de Chacaltana se materializó la Luger, empuñada por una mano firme, apuntando al rostro del asistente de archivo. Detrás de la pistola, oyó la voz del viejo:

—Sólo estoy esperando el gol.

—Luque engancha para Kempes, peligro por el centro… ¡Gol! ¡Goooooooooool de Argentina!

Si hubiese sido un tanto de Holanda, la reacción habría sido un grito unánime de júbilo en toda la ciudad, un rugido capaz de apagar el disparo de una pistola, o de un cañón. Pero el gol de Argentina fue recibido con un lamento irregular, algunos golpes y, para mala fortuna de Don Gonzalo, un borracho que salió de su casa a ventilar su mal humor. La puerta abierta y las palabrotas ebrias distrajeron la atención del viejo justo el tiempo suficiente para desviar el disparo, que descerrajó el caño produciendo un agudo campanazo.

Chacaltana tuvo un instante para escabullirse por el callejón más cercano.

—Argentina se pone por delante en el marcador —anunciaban los televisores—, y si es capaz de mantener este resultado, será campeona del mundo.

Los callejones pronto se convirtieron en túneles. Antes de que se apagase por completo el bullicio del gol, Chacaltana sintió otra bala silbando junto a su oreja. Y tras él, ya en el silencio del partido reiniciado, le llegó la voz de Don Gonzalo:

—He recorrido estas calles durante cuarenta años, Félix. En ellas encontré a Joaquín. Y te encontraré a ti. Sólo estás retrasando lo inevitable.

Chacaltana subió unas escaleras herrumbrosas, que hicieron chirriar sus escalones oxidados. Atraído por sus pasos, otro proyectil dio contra la escalera, a pocos centímetros de su espalda. Chacaltana aceleró la marcha. A veces, sonaba a sus espaldas un fogonazo. Y entre las explosiones, la voz del viejo:

—¿Sabes, Félix? Aquí aparecen cadáveres todo el tiempo. Se los llevan al río, como se llevaron el de Joaquín. Un muerto más, un muerto menos. Lo mejor es que la Policía ni se acerca a preguntar. Ni siquiera los militares quieren acercarse a preguntar. Joaquín, Susana, Carmona, tú… Son sólo fantasmas. Nadie los ve.

La voz de Don Gonzalo le permitía a Chacaltana calcular su posición. Pero no sabía cómo escapar del laberinto. Sólo giraba en círculos. Se internó entre los tugurios y atravesó varios patios interiores. A veces, la voz se ubicaba a sus espaldas, pero cuando creía haber escapado, la oía delante de él. Como si hubiera miles de Don Gonzalos agazapados en las esquinas y los recovecos.

Salió a una encrucijada de túneles. Pero entre todos ellos, al oír la voz del viejo, no pudo distinguir de dónde salía:

—¿Sabes? Hasta hoy mismo, yo pensaba que tú y yo y tu madre podíamos ser una familia. El buen padre que nunca fui. El buen padre que nunca tuviste. El buen marido que tu madre merece. Aún podríamos serlo, si tú no fueses tan terco. Te dije que olvidases esa historia. ¡Te advertí que dejases el pasado en su lugar!

Chacaltana se persignó y tomó un callejón al azar, que lo llevó a un nuevo caño. Era una salida de agua muy parecida a la anterior, con una sola diferencia: éste no tenía salida. El único túnel que conducía a ella estaba detrás de Chacaltana. Y del otro extremo, le llegó la voz que más temía:

—¡Sal de ahí, cabrón! ¡Sal y da la cara!

Quedaba un resquicio de muro para esconderse, justo al lado de la entrada. Chacaltana se apretó contra esa pared mugrienta llena de pintadas sobre mujeres, política y fútbol. Rezó un avemaría. Y esperó. Sentía que llevaba corriendo y escondiéndose siglos, pero no había sido siquiera una hora. Sintió el corazón tratando de explotar en su pecho. Sintió el sabor salado de las lágrimas en sus labios.

—Sé que estás ahí, Félix. Este partido ha terminado.

El joven vio la sombra alargada adelantarse por el callejón. Llevaba la Luger por delante, y el cañón del arma fue lo primero que apareció ante sus ojos.

—Faltan ocho minutos para el final —tronaban los televisores—. Argentina no ha parado de atacar, pero sus ofensivas no han dejado huella en el marcador. Ahora el equipo holandés entra por la derecha, viene el centro al área, cabezazo de Nanninga y… ¡Gol! ¡Gooooooool de Holanda!

Ahora sí, bramaron los Barrios Altos. Los hinchas dejaron salir todo su odio, su alivio y su resentimiento. Las puertas y ventanas se abrieron. Y Chacaltana, amparado en la confusión, pateó hacia arriba el brazo armado del viejo. El disparo salió hacia el cielo, y apenas se oyó su grito, atrincherado en la alegría.

—¡Hijo de puta!

Chacaltana consiguió empujar a Don Gonzalo y correr, correr, correr sin mirar atrás, perseguido por los disparos y los gritos. Si el viejo había planeado pasar desapercibido, ahora ya no le importaba. Para su suerte, tampoco le importaba a nadie más. No sólo los muertos eran fantasmas en esa ciudad. Los vivos también.

El joven sintió disparos rozarle justo al tiempo de doblar dos esquinas. Comprendió que la próxima vez no tendría tanta suerte. Al final del largo pasillo de un tugurio, encontró unas escaleras descendentes. Si no bajaba, a su izquierda quedaban dos portales y una pared. Y si tomaba las escaleras, llegaría a la calle abierta. El viejo tendría toda la comodidad para dispararle desde arriba y por la espalda. Concibió un plan. Menos que un plan: una idea desesperada. Dobló y se acurrucó en un portal. Temblaba. Descargas eléctricas corrían por la piel de su espalda.

Don Gonzalo vino detrás, embistiendo, y se detuvo en el borde de la escalera. Se veía como un jabalí calvo, olfateando el aire. Apuntó hacia abajo, estudió el horizonte. Y luego, en vez de bajar, giró la cabeza en dirección al portal.

Era la única oportunidad que tendría Chacaltana.

Como una fiera, el asistente de archivo se arrojó contra él, desde de su escondite, gritando:

—¡Aaaaaaaaaaaah!

El viejo no tuvo tiempo de reaccionar. Cuando intentó dar la vuelta, Chacaltana ya se estrellaba contra su estómago, con toda la fuerza de que era capaz, que al menos bastó para hacerle perder al viejo el equilibrio, virarlo por encima de la baranda y conseguir que cayera desde dos pisos de altura, hasta estrellarse de cabeza contra el suelo.

Cuando Don Gonzalo hizo contacto contra el asfalto, sonó un crujido. Debía ser el cuello.

Chacaltana se acurrucó contra la baranda. No tenía resuello. Temió que alguien saliese, atraído por los gritos. Pero más gritos había dentro de las casas, frente a las pantallas. También temió que Don Gonzalo saltase de repente, desde algún lugar. Sin embargo, los segundos transcurrieron sin novedad.

Cuando recuperó el aliento, levantó la cabeza un poco, para mirar al otro lado de la baranda. Desde el patio de abajo, el viejo lo miraba sin moverse, con los ojos abiertos para siempre y el rictus del odio petrificado en el rostro. El arma descansaba a dos metros de su cuerpo, y sin duda, sería la primera en desaparecer.

Antes de marcharse, el asistente de archivo rezó un padrenuestro por el alma de Don Gonzalo. Luego agradeció que Perú, después de todo, no jugase la final del Mundial. Sin duda, podría encontrar un taxi y largarse de ahí cuanto antes.