Cecilia abrió la puerta de su casa. Tenía los ojos rojos. Era imposible saber si había estado llorando o durmiendo, o simplemente se le había metido jabón.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó a Chacaltana.
Esta vez, el asistente de archivo no llevaba flores. Hasta el momento, las flores no habían surtido el efecto deseado. Así que él sólo llevaba sus propios sentimientos, en una bandeja, donde ella podría sacudirlos de un manotazo si quería.
—Ya sabes lo que hago aquí. Quiero casarme contigo.
Chacaltana se preguntó si Daniel habría cumplido su parte del trato. Si habría roto con Cecilia. De no ser el caso, haría el ridículo. Por otro lado, lo bueno de estar en el día de su muerte es que esas consideraciones ya no importaban.
—Debes de estar loco —dijo ella, pero no cerró la puerta, ni se enfureció. Eso era una buena señal.
—Sí —respondió el joven—. Una locura perfectamente calculada.
Y entonces, como una flor abriéndose al sol, los labios de Cecilia sonrieron.
—¿Has venido a decirme esto un domingo por la mañana?
Él se encogió de hombros y sonrió también:
—Primero he ido a misa.
Ella se enfurruñó, un poco en serio, un poco en broma, jugueteando contra el marco de la puerta:
—¿Y qué te ha dicho Dios de mí?
—Que te bese. Mucho.
Ella cerró la puerta a sus espaldas.
Caminaron de la mano hasta el primer motel que encontraron, un edificio mal adaptado para la industria de la hostelería pero cumplidor para los fines previstos. A esa hora de la mañana de un domingo nunca llegaban clientes, así que la pareja consiguió una habitación con baño. No necesitaban más.
Hacer el amor resultó más fácil de lo que Chacaltana esperaba. Su cuerpo casi lo hizo todo solo, empezando por quitarle la ropa a su chica. La piel de Cecilia, donde no le daba el sol, era más pálida. Pero su suavidad era la misma en sus muslos, en sus pechos, en su espalda. El asistente de archivo descubrió ese cuerpo como se descubre un paisaje nuevo, un barrio nuevo, un mundo nuevo, y recorrió cada milímetro de él con las manos y los labios, hasta acoplarse a ella, como si estuviese diseñado anatómicamente para hacerlo.
Cuando terminaron, después de una larga sesión de besos, ella se acomodó en el hueco de su cuerpo y él continuó oliéndola.
—Debo volver —dijo ella—. Hoy tengo un almuerzo familiar.
—No te preocupes. Yo también tengo una cita importante.
—¿Y viniste para hacer esto antes de almorzar? No es muy romántico.
—No podía esperar más.
Ella se estiró y puso su rostro frente al de Chacaltana. Él sintió las cosquillas de sus largos cabellos negros.
—No desaparecerás ahora, ¿verdad? No habrás venido para acostarte conmigo y luego no volver.
Era una opción que no estaba en condiciones de descartar. Meditó cada palabra de su respuesta y finalmente dijo, muy cerca del oído de ella, sintiendo el aroma de su cuello:
—Tendría que estar muerto para no volver a verte.
Era la respuesta correcta, y ella la celebró con más besos. Aún hicieron el amor una vez más antes de que él, como un caballero, la acompañase a su casa.
En la puerta, al despedirse, los dos se miraron embelesadamente durante varios minutos.
—Disfruta tu «cita» —le dijo ella burlona.
Él le dio una última serie de besos, en la boca, en las mejillas, en la frente, y se despidió con unas palabras que había escuchado antes:
—Que te vaya bien. Todo saldrá bien.