El domingo 25 de junio de 1978, Félix Chacaltana abrió los ojos a las seis de la mañana y pensó: «Hoy voy a morir».
Se levantó, se bañó y fue a comprar pan francés, tamales y jamón del país, que su madre disfrutaba tanto. De vuelta en casa, preparó el desayuno justo antes de que ella despertase. Y se lo llevó a la cama.
—No tenías que molestarte, Félix. Te habría hecho el desayuno yo, como siempre.
—No, Mamacita. Tú te mereces eso y más.
Ella lo bendijo y siguió comiendo. Los dos guardaron silencio. Quizá ella imaginaba que algo estaba mal, pero no lo dijo.
A las ocho de la mañana, los dos estaban ya en misa. Durante la ceremonia, Félix Chacaltana pensó en la madre de Joaquín, o más bien en su ausencia. Joaquín había tenido mala suerte. Había crecido sólo con un padre. Pero Chacaltana había disfrutado del mejor regalo de Dios, y lo agradeció en sus oraciones.
A veces, se colaba en sus recuerdos la imagen de su propio padre golpeándolo y pateándolo cuando él era niño. Pero en esos momentos, miraba a su madre y se calmaba. Varias veces durante la misa, la tomó de la mano.
Mientras volvían a casa, la señora elogió al nuevo cura de la parroquia, que daba esos sermones tan elocuentes. Chacaltana esperó a que callase. Se aclaró la garganta y comenzó a decir:
—Mamacita, tengo que contarte algo… Algo malo.
Su madre trató de no mostrar ninguna reacción en especial, pero él notó que ella se aferraba a su rosario, casi hasta hacerse sangrar los dedos. Continuó:
—Es sobre… Don Gonzalo. Y es… pues… es una mala noticia.
—¿Está enfermo?
—No, no es eso. Es sólo que… quizá… no regrese. ¿Comprendes?
El rosario crujió, pero la respuesta de ella sonó firme, apacible, casi rutinaria:
—No debes preocuparte por eso, Félix. Yo misma pensaba que no es correcto tener una relación con un caballero. A mi edad, y siendo una mujer casada…
—Mamá, tú no estás casada.
—Félix, cuando una se casa, es para siempre.
Y con esas palabras, cerró la discusión. Minutos después, al despedirse, Félix Chacaltana detectó en los ojos de su madre la sombra ineludible del dolor. Pero como en muchas cosas últimamente, no habría podido distinguirlo con claridad de la presbicia o las cataratas.
De todos modos, la abrazó más fuerte de lo normal. Y ella correspondió, con el rigor de una despedida.