Mendoza era un hombre de más de sesenta años, con una calva que le llegaba hasta la nuca y una doble papada. Pero no era especialmente gordo. La madre de Chacaltana lo habría considerado «rellenito». Un informe forense lo habría clasificado como «de complexión gruesa».
—Así que usted es el señor Mendoza. Don…
—Sólo Mendoza —dijo el hombre—. Hace ya unos meses que me llamo así.
En cuanto se sentó frente al asistente de archivo, Álvarez murmuró una excusa y los dejó solos. Durante un minuto se hizo el silencio, mientras el recién llegado encendía un pestilente cigarrillo negro. Finalmente, Chacaltana asumió que tendría que comenzar la conversación él, y así lo hizo:
—Me quedé esperándolo en el café Tortoni de Buenos Aires, señor Mendoza.
—Perdone, Chacaltana —rio el otro con cierta malicia—. Pero como usted comprenderá, tal como están las cosas, no puedo ir tomando cafecitos en el centro de Buenos Aires. Su sola llamada demostraba que no se hacía usted cargo de la gravedad de la situación.
—Y usted decidió dejarme en ridículo con un sombrero y una bufanda de tanguero.
Una sonrisa se abrió paso entre los labios de Mendoza. Tenía los dientes manchados de tabaco, pero una dentadura fuerte y grande.
—Fue una bromita, Chacaltana. No tengo muchas ocasiones de practicar el sentido del humor.
Su acento era básicamente argentino, pero tenía un fondo diferente, como una milonga tocada a ritmo de pasodoble.
—¿Usted es español?
—Lo era. Ese país me expulsó hace cuarenta años. Pasé muchos de ellos en el Uruguay. Ahora estoy en la Argentina. Y según parece, en adelante pasaré una temporada en el Perú.
—Aquí estará más seguro —trató de animarlo Chacaltana, pero el otro le respondió con una mueca de sarcasmo.
—Es una broma, ¿verdad? Usted ya ha visto que nuestros perros guardianes también cuidan los jardines de los vecinos.
Chacaltana no supo qué decir. Al menos, pensó, había una ventaja en la muerte del almirante Carmona. Gracias a eso, el asistente de archivo había dejado de ser un perro guardián. Ya no tenía que mentir.
—Trataré de seguir hasta México —informó el viejo—. O hasta Cuba. Depende de cómo salgan las cosas. Pero supongo que usted no quería verme para comentar mis planes de futuro.
De repente, las razones para ver a Mendoza parecían viejas, caducas, como si se hubieran quedado atrás, perdidas en un siglo lejano. Pero Joaquín Calvo no era una razón vieja. Él seguía presente en la vida de Chacaltana, inmortal.
—Quería hablar con usted sobre un amigo…, Joaquín Calvo. Sé que lo conoció.
—Brevemente.
Mendoza encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior. Tras de sí, en su mesa original, había dejado un cenicero repleto de colillas, y ahora se afanaba en llenar otro.
—Joaquín… —siguió un Chacaltana vacilante—… colaboraba con ustedes. Ya sabe: guardaba documentos comprometedores, a veces refugiaba a gente… Pero usted no confiaba en él.
—¿Ah, no?
—Daniel dijo…
—Daniel no sabe una mierda.
Repentinamente, el hombre se veía incómodo, como si Chacaltana hubiese dicho algo inapropiado. El joven volvió a la carga:
—Según él, usted dio orden de no recurrir a Joaquín demasiado.
—¿Y?
Ahora, el hombre miraba a Chacaltana desafiante, quizá como habría mirado a un interrogador policial.
—Y Joaquín trabajaba para… —Chacaltana estuvo a punto de decir «nosotros», pero reprimió a tiempo la palabra—… Inteligencia Militar. Era un doble agente. Usted era el único de su organización que lo sabía. Y ustedes son un grupo armado. Eso lo convierte a usted en sospechoso de su asesinato.
Aunque el rostro de Mendoza se mantenía impasible, Chacaltana pudo sentir las alarmas saltando en su interior. Sus ojos recorrieron rápidamente el local, en busca de policías de paisano. Su cuerpo se tensó, preparado para saltar y defenderse. Sus labios sorbieron el cigarrillo casi hasta el final.
—¿Me estás interrogando, muchacho?
El asistente de archivo se lo preguntó a sí mismo. ¿Lo estaba interrogando? ¿Y qué iba a hacer con sus respuestas? ¿A quién se las iba a contar? ¿Cómo iba a llevarlo a testificar a un proceso penal? Además, él ya sabía quién era el asesino. Sólo buscaba una confirmación.
—No, señor. Tengo un amigo muerto. Y lo echo de menos. Eso es todo.
El viejo apagó su cigarrillo con tanta firmeza que parecía querer perforar la mesa. Miró a Chacaltana a los ojos y le soltó:
—Dice Daniel que eres un buen tío.
—Mis amigos dicen que no le haría daño a nadie.
—¿En serio? Entre mis amigos, eso no se considera una virtud.
Chacaltana se encogió de hombros. El otro respiró hondo y luego, como decepcionado de haber aspirado insípido aire puro, extrajo un cigarrillo más del paquete.
—Es verdad —admitió al fin, con cara de que le costaba un gran esfuerzo—: Di orden de apartar a Joaquín de nuestras actividades. Pero no sabía que era un traidor. De haberlo sabido, habría ordenado medidas más… drásticas.
Soltó una larga bocanada apestosa, que se impregnó en la bufanda de Chacaltana. Después de toser un poco, el asistente de archivo preguntó:
—¿Y por qué quería apartar a Joaquín?
—Por su padre, Gonzalo Calvo.
Chacaltana tosió de nuevo. Pero ahora no fue por el humo. Pidió un té, y el viejo aprovechó para ordenar un café.
—Pero échele a mi café un chorro de pisco —ordenó con un gruñido de voz.
El camarero partió. Chacaltana no preguntó más. No hacía falta. Mendoza comenzó a hablar por voluntad propia:
—Todo esto lo puedo contar, porque es una historia muy vieja, y no afecta a mi seguridad ni a la de mi gente. Sólo a un montón de muertos. Muertos viejos.
Intercaló en sus palabras una nube de tabaco que pareció inundar el local entero, y que le permitió pararse a recordar. Y continuó:
—Gonzalo Calvo y yo peleamos juntos, hace mucho, mucho tiempo, en Barcelona. Éramos anarquistas. Bueno, sobre todo, éramos unos jodidos muertos de hambre. Pero también éramos anarquistas.
—Gonzalo me ha hablado de eso. Me ha dicho que se metió a pelear por hambre. Y por frío.
Al viejo se le escapó una risa desganada.
—Eso dirá ahora.
—¿Cómo?
—Gonzalo era un fanático. Yo estuve con él en el frente. Era capaz de lanzarse él solo gritando hacia las líneas enemigas, con dos cojones. Corría y corría, y los demás no teníamos más remedio que correr tras él. Y cuando llegaba frente a las trincheras, ¿sabes qué hacía? Se agarraba a balazos a pecho descubierto. Ni siquiera con un fusil. Con su pistola.
—Una Luger P08.
—Ésa. Y el tío de pie ahí. Disparando y gritando «cerdos fascistas». Y no le daban. Si lo hubieras visto, era el diablo en persona. A mí me alcanzaron en una pierna una vez por su culpa. Joder, lo raro es que no lo alcanzaran nunca a él.
Al igual que Don Gonzalo, conforme hablaba del pasado, se le colaban palabras españolas, como si su memoria estuviese escrita en otro idioma. Se detuvo un instante a recibir su café, y luego continuó:
—Además, no tenía piedad. Una vez, en una escaramuza, perdimos a cuatro compañeros. Gonzalo volvió a la retaguardia, se encaminó hacia la cárcel, seleccionó a cuatro fascistas al azar y les metió una bala a cada uno. Entre los ojos. Estaban en el patio dando vueltas, a lo mejor ni eran tan fascistas. Podían ser funcionarios o cocineros o algo así, pero a él le bastaba con que fueran nacionales. Entró en esa cárcel, apuntó desde la puerta y no falló ni uno. Cuatro tiros. Cuatro muertos. Luego se dio vuelta y se fue. Nadie se atrevió a contenerlo. Tampoco es que nadie lamentase demasiado la muerte de esos hijos de puta.
Chacaltana sintió hervir la sangre en su interior. Estaba acostumbrándose al homicidio, pero jamás toleraría la informalidad:
—¿Y no lo metieron preso a él? Eso fue una grave insubordinación, aunque hubiese matado enemigos.
—Bueno, hijo, éramos anarquistas. ¿Qué quieres que te diga? Insubordinarse no nos parecía muy grave.
Chacaltana recordó las fotos en la casa de Don Gonzalo. Todos esos recuerdos amarillentos, de un mundo lejano, que el tiempo iba borrando incluso del papel. Por su parte, Mendoza se iba entusiasmando con su relato:
—Además, esa guerra era un caos, incluso para los estándares de una guerra. Eso no fue un problema. El problema fue lo de su mujer.
Su mujer. Chacaltana recordó las palabras de cariño de Don Gonzalo, pero también sus silencios. La madre de Joaquín. Esa mujer que ni siquiera tenía nombre. Recordó especialmente el remordimiento que se imprimía en el rostro del viejo al hablar sobre ella. Mendoza no debió percibir nada de eso, porque seguía hablando y fumando, ahora animado por el alcohol y la cafeína:
—Gonzalo no paraba de hablar del hijo que esperaba. Decía que haría de él un hombre libre y todas esas chorradas que nos repetíamos entre nosotros. Estaba orgulloso por anticipado. Pero cuando regresamos a Barcelona, las cosas habían cambiado. Ahora, los nuestros se nos habían puesto en contra. Las tropas republicanas se habían unificado y querían quitar de en medio a los milicianos como nosotros. Y mientras tanto, los fascistas bombardeaban la ciudad. A veces estábamos en una barricada, en pleno intercambio de disparos, cuando sonaban las alarmas antiaéreas. Interrumpíamos el tiroteo para correr a los refugios subterráneos, y escuchábamos las bombas nazis cayendo sobre la ciudad. Misiles, Félix. Aullando mientras bajaban a toda velocidad. Oíamos eso y se nos helaba la sangre. Luego salíamos y seguíamos disparándonos entre nosotros, como gilipollas.
Chacaltana pudo escuchar el escándalo de las sirenas, el fragor de los cohetes y el silbido de los aviones. Alguien se lo había contado ya. Intervino:
—Don Gonzalo me dijo que su esposa murió durante uno de esos bombardeos. Que el hospital no tenía medicinas, y que él mismo no pudo llegar a tiempo…
—Su esposa no murió.
—¿Cómo que n…?
—Y tampoco estaba en ese tipo de hospital.
—Tenía que ser una maternidad, ¿no? Estaba dando a luz a Joaquín.
—El parto de Joaquín fue normal. Yo mismo visité varias veces a la familia, en su casa, después del nacimiento del niño. Era un cuchitril en el Raval, en una calle llena de putas, pero el niño estaba bien.
—¿Y entonces qué pasó con ellos?
—No te lo ha dicho, ¿verdad?
—…
—No. No se lo ha dicho nunca a nadie. El hijo de su puta madre no lo ha dicho nunca. Vive metido en ese agujero del Barrio Chino, donde nadie le pregunta.
El viejo saboreó el momento. O quizá saboreó el hecho de que alguien quisiera oír esa historia. Debía de llevar mucho tiempo llena de polvo, pudriéndose como la madera en la humedad.
—Imagínate la guerra. Criar a un recién nacido en esas condiciones. Imagínate lo que es para una madre. Un día sí y otro también, suenan las alarmas y caen bombas del cielo. Tu esposo está perseguido y desaparece constantemente. No hay comida, ni luz eléctrica. A veces llegan militares a tu casa, patean la puerta y hacen registros, y tú ya no sabes ni siquiera de quién te debes defender. Es demasiado para cualquiera. Pero una mujer recién parida, además, es muy sensible.
—¿Y qué hizo esa mujer?
—Nada. Enloqueció.
—Don Gonzalo no…
Chacaltana se interrumpió. Mendoza no lo estaba escuchando, perdido en sus propias remembranzas, rodeado de humo gris:
—Hoy en día, lo suyo se llama «depresión posparto». Lo he leído en algún lugar. «Melancolía» se llamaba antes. O «histeria». La mujer empezó a pensar que su hijo Joaquín era el hijo del diablo, el Anticristo. Y trató de hacerle daño. Concretamente, Gonzalo tuvo que detenerla antes de que lo tirase por la ventana. Dos veces.
—Y por eso ingresó a su mujer en un hospital… Pero no un hospital para dar a luz…
—Psiquiátrico, hospicio, manicomio… Los nombres de esas cosas son confusos. El caso es que ella quedó encerrada. Y él tuvo que encargarse del niño. Las bombas seguían cayendo, los republicanos nos seguían persiguiendo y los nacionales subían hacia el norte desde Valencia.
—Y Don Gonzalo huyó…
—… dejándola a ella ingresada. Cogió al niño y subió a Francia. De ahí se embarcó para Chile en un buque lleno de refugiados. Por lo que sé, permaneció en Santiago hasta que el Estado chileno cambió de opinión y decidió devolver a los refugiados de una patada. Entonces, Gonzalo escapó al Perú.
—¿No volvió a buscar a su mujer?
—¿Cómo hacerlo? No podía regresar a España. Y luego vino la Guerra Mundial. Muchos creíamos que después de Alemania los aliados atacarían España para defenestrar cualquier rastro de extrema derecha. Pero los aliados se cagaron en España, cosa que habían hecho todo el tiempo, por lo demás. Y Franco tardó en morirse cuarenta años.
—¿Qué pasó con ella? ¿Con la mujer de Don Gonzalo?
—Ya te dije que la guerra fue un desorden. Papeles perdidos, hospitales evacuados, pacientes llevados de un lugar a otro. Ella simplemente se perdió en el sistema de salud mental. Quizá ahí siga. Si nosotros estamos vivos, ella también puede estarlo. Quizá salió y se volvió a casar. No hay manera de saberlo. Se la tragó el olvido.
La historia había terminado. El humo se había evaporado. Las tazas dormían secas y pegajosas sobre la mesa. Pero el viejo aún tenía cuerda para hablar. Dejó que el silencio consolidase sus palabras en los oídos de Chacaltana, y añadió:
—Cuando vine a Lima hace unos meses y vi a Joaquín Calvo, fue como ver a Gonzalo. Tiene su cara de buen tipo, y la misma nariz. Una nariz elegante. De estrella de cine de las de antes. Fue todo un hallazgo. Lo abracé como habría abrazado a un viejo amigo. Quise ver a su padre, mi viejo compañero. Y él me llevó a su casa.
—Don Gonzalo debe de haberlo recibido con alegría…
—Me echó de su casa —contestó secamente Mendoza, como quien agrega un detalle irrelevante—. Cuando entré, se me quedó mirando, atónito, esperando que fuese una aparición, un delirio. Alzó la mano, casi me tocó. Y entonces negó con la cabeza. Es todo lo que hizo. Negó lentamente, y un minuto después me apuntaba a la cara. Yo lo había visto disparar a la cara. Sigue teniendo la Luger. Me dijo que me largase. Y yo me largué, claro. Volví al Partido y ordené que apartasen a Joaquín de nuestras operaciones. Ni siquiera lo hice por mí. Lo hice por él. Y por su padre. Supongo que al verme, Gonzalo sintió que se repetía el pasado. Y eso le produjo pánico. Pero si quieres una razón mejor, no la tengo. Un hombre con la historia de Gonzalo es un hombre sin porqués. Sus razones son sólo suyas.
Un camarero les dejó la cuenta en un platito. Volviendo a la realidad, Chacaltana miró a su alrededor. No quedaban clientes en el restaurante. Daniel Álvarez tampoco había vuelto a aparecer, y por cierto, no había pagado su parte de la cuenta. El asistente de archivo sacó la billetera. Decidió dejar propina. Había sido un almuerzo caro pero productivo.
—¿Lo encontró muy viejo? —preguntó, por llenar el vacío, por no tener que pensar.
—¿A Gonzalo? Lo vi mejor que yo, en realidad. Su casa es una pesadilla. Pero él se ve bien.
—¿Le parece? Ni siquiera me lo puedo imaginar apuntando un arma, con el temblor de su mano.
—¿El qué?
—El temblor. Le tiemblan las manos. Como si tuviera párkinson o algo así.
Mendoza lo miró extrañado, como si hubiesen hablado todo el tiempo de personas diferentes:
—No sé a qué te refieres, chaval. A Gonzalo no le tiembla nada. Me apuntó con un arma y tenía la mano firme como una roca. Aunque ahora fuese negro y bizco, yo lo habría reconocido sólo por esa mano.
Chacaltana asintió sin decir nada.
Le sorprendió notar que no se sorprendía.