Le costó varios segundos reconocer a Daniel Álvarez en una de las mesas del fondo. El estudiante se había afeitado, llevaba el pelo teñido de rubio e iba elegantemente vestido, con corbata y chaleco. Fue él quien levantó la mano para llamar la atención de un Chacaltana que dudaba en la puerta del restaurante.

—Debo de estar bien disfrazado —sonrió Álvarez mientras se sentaban—, porque no me has reconocido ni tú.

—¿Está huyendo de alguien otra vez?

—Todavía no estamos seguros. Nunca hay que reducir las precauciones.

—¿Y de qué se ha disfrazado usted exactamente?

—De gente decente. Ya sabes lo que piensan los militares: «Un rubio con corbata no puede ser un comunista».

Álvarez le regaló una sonrisa cómplice mientras pedía un seco de cordero. El asistente de archivo no tenía hambre, pero se obligó a sí mismo a pedir un arroz chaufa.

—¿Sus amigos han regresado a salvo? —preguntó Chacaltana mientras comían. El otro devoraba con entusiasmo, y respondió con buen humor:

—¿A salvo? Como príncipes. Las autoridades los llevaron a Ezeiza y los metieron en vuelos de Air France: Suecia, París… Un par de ellos viajaron en primera clase. A Ramiro lo mandaron a México, y ahí mismo, unos compañeros reunieron dinero para devolverlo. Ayer presencié su encuentro con su madre. Un momento muy emocionante. Ella me ha mandado a darte las gracias. Eres un pequeño héroe. Nuestro héroe.

Chacaltana quiso sacar a Álvarez de su error. Decirle que era un agente infiltrado. Que le había mentido. Que no tenía nada que ver con la liberación de sus amigos, y sólo estuvo involucrado en la suya para sacarle información, lo que consiguió. Pero calló. Quiso convencerse de que callar no es mentir. Aunque de todos modos, la verdad, en su opinión de ese momento, andaba muy devaluada.

—¿Qué pasó con la chica argentina, Mariana? —preguntó Chacaltana, tratando de evitar el recuerdo de las capuchas tiradas en el suelo.

—No sabemos nada de ella. Pero la soltarán, ¿verdad? Han salido todos los nuestros. Ella saldrá…, ¿verdad?

Una nube cruzó el rostro de Álvarez. Ahora no parecía demasiado seguro.

Chacaltana pensó que, al fin y al cabo, todas las ciudades están pobladas de fantasmas. Personas que ya están muertas recorren las calles de Lima o Buenos Aires, dejando pedacitos de su recuerdo colgados de las esquinas, dejando memorias que se van descascarando, como las fachadas, hasta terminar de desaparecer. Pero respondió:

—Seguro que sí.

Y volvió a ahuyentar el recuerdo de aquel lugar oscuro, y de aquellos lamentos con las caras cubiertas.

Por suerte, Álvarez no sacó el tema de nuevo. Y eso que habló durante todo el almuerzo. Estaba eufórico. Hacía grandes planes para el regreso de la democracia. Creía que todo iba a cambiar. Durante su conversación, Chacaltana notó que el hombre de la mesa de al lado no dejaba de mirarlos. Se preguntó si era un nuevo agente, un nuevo Joaquín, quizá incluso un Chacaltana. O sólo un producto de su propia paranoia.

—Tengo una propuesta que hacerte —dijo Álvarez, ya con el café—. Quiero que te unas a nosotros.

A Chacaltana le resultaba ofensiva la sola invitación:

—¿Quiere usted que haga la revolución?

—Para empezar, quiero que me tutees.

—Si eso es lo único que me pedirá usted, se lo concederé.

Álvarez hizo un mohín de frustración. Luego rio:

—No te estoy reclutando para un Ejército Popular. Los compañeros lo hemos discutido mucho. Ése no es nuestro camino. Si el proceso político sigue con normalidad, nos inscribiremos en el registro electoral. Participaremos en elecciones. Necesitamos gente para eso: candidatos, asesores, militantes. No hablo de un grupo clandestino. Hablo de un partido político.

—Si yo soy lo mejor que tienen, están ustedes en problemas.

—Nos interesas porque eres honesto, Félix.

Chacaltana dudaba seriamente de eso. Poco tiempo antes, lo habría podido asegurar. Poco tiempo antes, no era capaz de hacer daño a nadie. Ahora, no tenía muy claro qué era la honestidad… Ni el daño.

—¿Es eso lo que quiere usted pedirme? Porque yo también quiero pedirle algo.

El estudiante recostó el cuerpo en el respaldo, sorprendido. El hombre de la mesa de al lado sacudió su periódico. Chacaltana trató de hablar en voz más baja:

—Tiene que ver con Cecilia.

—¿Con qu…?

El asistente de archivo lo hizo callar con un gesto. Mientras lo hacía, recordó al almirante Carmona. Ese gesto de autoridad era suyo. Quizá lo mejor que Chacaltana había recibido de él.

—Quiero que dejes de salir con ella.

—¿Cómo?

Un temblor sacudió su mesa. Incluso el vecino del periódico pareció recuperar la atención. Chacaltana continuó:

—Es… posible que no me quede mucho tiempo, Daniel.

—¿Te refieres a q…?

—No te explicaré a qué me refiero. Pero si de verdad quieres agradecer lo que hice por ti, y por ustedes, quiero que dejes de ver a Cecilia. Acabas de conocerla. No estoy destruyendo el amor de tu vida.

—¿Te estoy ofreciendo una carrera política y tú sólo quieres echar un polvo?

—No. Quiero casarme con ella. Bueno, quiero pedírselo. Si me rechaza, te quedarás con ella. Pero si no, desaparecerás de nuestra vida. Para siempre.

Álvarez se veía entre divertido y petrificado. En la mesa de al lado, el hombre cerró el periódico. Chacaltana creyó percibir que ahora los miraba directamente, pero no podía estar seguro: tenía los ojos fijos en el estudiante.

—¿Y qué le voy a decir a ella? —preguntó Álvarez—. ¿Cómo se lo explico?

—Puedes decirle la verdad. No me importa. Al contrario.

El estudiante mojaba sin querer la corbata en el platito del café. Evidentemente, tenía poca costumbre de llevar ropa elegante de caballero.

—A decir verdad, Félix —confesó—, Cecilia no hace más que hablar de ti.

Chacaltana trató de aparentar tranquilidad. Terminó su café de un sorbo. Ahora sí, con el rabillo del ojo, miró al hombre de la otra mesa. Le pareció que dirigía un guiño a alguien. A lo mejor no estaba solo. En todo caso, de momento, Chacaltana estaba resolviendo otro problema. Sus siguientes palabras sonaron como una orden:

—Quiero que rompas con ella ahora mismo, nada más salir de este restaurante.

—¿Tiene que ser…?

—Ya te he dicho que no tengo mucho tiempo.

El estudiante asintió.

—Todo un amante fogoso, ¿eh, Félix? Quién lo habría dicho.

—La gente siempre nos sorprende, ¿verdad? Al final, no sabemos nada de nadie.

—En eso tienes razón. Nadie sabe nada de los demás.

Un brillo extraño asomaba a los ojos del estudiante, mientras sus palabras flotaban sobre los restos de arroz chaufa. Esperó a que Chacaltana las digiriese con calma, y luego añadió:

—Y para confirmarlo, te he traído un regalo. Es algo que no te esperas.

Lo siguiente ocurrió tan rápido que Chacaltana tuvo un mal presagio. Sin aviso, el señor de la mesa de al lado se levantó y se sentó con los dos jóvenes. Llevaba una taza de té en la mano. Álvarez lo recibió con familiaridad, y se volvió hacia Chacaltana para hacer una presentación formal:

—Félix Chacaltana, el hombre que nos salvó el pellejo. Permíteme presentarte a Mendoza, nuestro enlace en Argentina, el hombre que les ha salvado la vida a decenas de compañeros. Sé que querías hablar con él. Y aquí lo tienes.