Sabía quién era. Bien mirado, sólo había una posibilidad.
Quedaban cabos sueltos, pero a Chacaltana no le cabía duda de la identidad del asesino.
Otra cosa es que él pudiese hacer algo al respecto.
Su cabeza zumbaba como un panal de avispas, sacando conclusiones, atando cabos, reinterpretando detalles. Para la Policía, el primer sospechoso sería él mismo. Había estado presente en la escena de la muerte de Susana y también en la de su esposo, ambas en lugares dudosos de por sí. Y en este último caso, se había escabullido antes de la llegada de los agentes.
Cualquier testigo lo reconocería. No podía negar que estuvo ahí. Sólo podía esperar la llegada de la Policía, la siguiente soga en el cuello o quizá la siguiente bala en la cabeza, en su cabeza.
—¿Felixito?
Chacaltana dio un respingo. Estaba hecho un manojo de nervios. Intentó disimular frente a su jefe, pero sólo consiguió ponerse más tenso y tumbar una resma de papeles de su escritorio. El director del archivo lo miró suspicaz:
—¿Estás bien, hijito?
—Perfectamente, señor —mintió el asistente.
Su jefe se dejó caer como un saco de papas sobre la silla de enfrente. Se veía cansado, y más casposo que nunca. Había envejecido veinte años en un par de días, pero Chacaltana también.
—Siento lo de tu almirante, Felixito —resopló—. Ha sido una sorpresa. Tenía fama de ser un tipo muy recto.
Chacaltana recordó su última discusión con el almirante. El bebé secuestrado. Los torturadores. Los argentinos.
—Recto. Sí.
—¿Te puedo ayudar en algo?
El asistente de archivo respondió por instinto:
—Supongo que debemos abrir diligencias para aperturar un expediente de investigación por asesinato…
Cuando no sabía qué decir, su temperamento legalista se apoderaba de él. Era una forma de llenar el vacío. Pensaba continuar describiendo el procedimiento, sólo por la tranquilidad que le brindaba hacerlo, pero el director negó con la cabeza:
—Felixito, sé cómo te sientes. Pero no te esfuerces. Si quieres abrir un procedimiento, tendrás que archivarlo cinco minutos después.
—¿Señor?
El director recuperó su mirada de compasión, la que le dedicaba a su asistente cuando éste parecía venir de otro planeta. Al menos en eso, las cosas no habían cambiado en las últimas semanas.
—La esposa de un almirante se ahorca en casa de un subversivo, sin duda su amante. Dolido, el marido cornudo se entrega a una orgía de alcohol y sexo en un barrio de putas, y termina muerto de un tiro en medio de la calle. No es muy edificante, Felixito. Créeme. Nadie tiene muchas ganas de investigar eso. No puede deparar ningún descubrimiento agradable. Y nadie recibirá una medalla por hacerlo.
En eso, al menos, tenía razón. Y por una vez, Chacaltana no sentía ganas de discutirlo. En este caso, incluso él estaba dispuesto a refrenar sus ansias por llenar los formularios oficiales. Sí. Sin duda, había envejecido últimamente. Quizá eso era la madurez.
—Además —continuó el director—, tú tendrás responsabilidades más importantes que atender.
—No lo capto, señor.
El director suspiró. O quizá eructó disimuladamente. Dijo:
—Me jubilo, Felixito —señaló a su alrededor y anunció con irónico tono pomposo—: Pronto, todo esto será tuyo.
Chacaltana siguió el dedo de su jefe señalando a los pasillos, los libros, los archivadores y el polvo de las estanterías. Si no fuese precisamente ese día, se habría alegrado.
—¿Seré el director del archivo?
—Bueno, a menos que la cagues demasiado. Quizá ni así. Si la cagas, te degradan. Pero debajo de nosotros ya no hay nada.
Al decir esto, el director dio con el pie sobre el suelo. Estaban en el sótano. Literalmente, no se podía caer más bajo.
A pesar de su estado de ánimo, Chacaltana intentó decir algo institucional:
—Sepa usted, señor director, que el archivo recordará siempre la sabia mano con que usted supo imprimir una dirección a las actividades de…
—No digas cojudeces, Felixito —se desperezó el jefe—. Hace años que sólo aparezco por aquí porque en la carceleta hay un televisor para ver el fútbol. Pero lo del partido con Argentina… ¿Cómo te explico?… Me ha vaciado de esperanza.
El partido. El país podía incendiarse a su alrededor, su mujer podía abandonarlo, la tierra podía abrirse, pero el director del archivo guiaría sus decisiones vitales por el resultado del fútbol.
—Seis a cero, Felixito.
—Soy consciente, señor.
—Nos han robado el partido.
—Señor, a veces se pierde…
—Ésta no es una de esas veces —se exaltó el director—. ¿Por qué pusieron a Quiroga en la portería?
—Yo…
—¿Y por qué jugamos con la casaquilla suplente? ¿Sabes lo que significa eso?
—¿Que la titular estaba en la lavandería?
El director alzó un dedo, como para sentar una lección vital:
—Presión psicológica. Fue para asustar a los jugadores.
—¿La casaquilla suplente?
—Todo, Felixito —ahora, el jefe hablaba como si describiese una gran conspiración—. El portero, la casaquilla… ¿Sabías que Videla y Kissinger bajaron al camerino a saludar a los jugadores de Perú? ¿Por qué bajaron? ¿Qué hacían ahí? ¿Qué trato oscuro sellaron esos miserables?
—Claro, señor —dijo Chacaltana para aplacar a su interlocutor. Pero su interlocutor, por el contrario, iba montando en furia conforme hablaba.
—¡Argentinos de mierda! ¡Peruanos de mierda! Nuestros jugadores se han vendido.
—Es una acusación muy grave, señor…
—¿Sabes lo que te digo, Félix? Que este país no tiene solución. Y yo estoy demasiado cansado.
Al decir eso se acercó tanto a Chacaltana que el asistente pudo sentir la abigarrada mezcla de su aliento. Luego, se levantó y se fue a encerrar en su despacho. Selló la puerta de un portazo. Y ahí se quedó. En el sótano, el silencio se volvió sepulcral.
Chacaltana se preguntó si su jefe tenía razón. No podía descartarlo. Cosas más raras había visto él en el último mes. En cualquier caso, no era su principal preocupación de momento. Le habría gustado poder pensar en fútbol. Pero lo único que volvía a su cabeza una y otra vez era el asesino de Joaquín, de Susana y del almirante.
Porque era el mismo, claro.
Y Chacaltana sabía quién.