Chacaltana alzó la vista hacia el cartel del edificio:

HOSTAL TROPICAL

PARA HOMBRES DE NEGOCIOS FATIGADOS

Mientras miraba, estuvo a punto de ser atropellado por un coche negro y elegante que entraba en el lugar. Se llevó un susto de muerte, pero el vehículo ni siquiera bajó la velocidad. Lo esquivó y corrió a esconderse en uno de los garajes particulares.

El asistente de archivo había imaginado el kilómetro cinco y medio como un sórdido lupanar callejero, con prostitutas y vendedores de drogas circulando por las calles en una orgía de violencia y comportamientos antisociales. Para su sorpresa, resultó ser un lugar tranquilo, incluso elegante, considerando su localización. Los hoteles estaban pensados para la clase alta, o media alta, y los clientes trataban de pasar desapercibidos. Algunos locales, como el Tropical, tenían garajes exclusivos para cada habitación, de modo que el huésped podía pasar literalmente sin ver a nadie.

Chacaltana se acercó a una de las habitaciones con cochera. Tocó la puerta. Llegó a pensar que aún estaba a tiempo de arrepentirse. Pero no. Sus piernas no tenían fuerza suficiente para darse la vuelta. Desde el interior, una voz le dijo:

—Pasa, está sin llave.

Empujó la puerta lentamente, tratando de prever todo lo que podría encontrar en ese cuarto. Aunque a estas alturas, había perdido la esperanza de prever cosas. Siempre había un horror más grande a la vuelta de la esquina.

El almirante Carmona estaba sentado en la cama, con un vaso de whisky en la mano. La botella descansaba en la mesilla de noche.

—¿Quieres un trago? —ofreció—. Es escocés de verdad. No lo encontrarás fuera del bazar de la Marina.

Chacaltana declinó la invitación con un gesto. Buscó con la mirada un sitio donde sentarse. No había sillas. Ese lugar no estaba hecho para sentarse. Carmona se sirvió un chorro más. Iba vestido de civil, con una chaqueta de pana, sin corbata. Tenía más aspecto de profesor universitario que de militar, o espía, o lo que fuese.

—Espero que hayas venido en autobús —dijo sacudiendo el líquido de su vaso—. Los taxistas no son seguros: tienen ojos, oídos y boca.

—Es muy extraño encontrarme con usted aquí.

Carmona sonrió sin levantar la mirada de su whisky:

—Yo también preferiría venir con una morena de culo grande que contigo, Félix. Pero ¿qué vamos a hacer? Oficialmente, tú ya no trabajas con el Ministerio de Guerra. Y toda la operación es clasificada.

—Claro. Supongo que así fue con Joaquín también, ¿verdad? Trabajó siempre fuera de la estructura militar. Emprendió misiones clasificadas. Y cuando ya no servía para nada más, le dieron vuelta. Un agente desechable.

Chacaltana se había planteado actuar con frialdad profesional. Decir lo que tenía que decir y cerrar ese encuentro rápido. Pero una emoción desconocida lo embargaba, alteraba su tono de voz y le nublaba la lógica: era rabia.

—Este trabajo tiene riesgos, Félix. No cualquiera puede hacerlo.

—Sólo alguien casi sin familia, que pueda desaparecer sin levantar demasiadas quejas. Como Joaquín… O como yo.

—No te menosprecies, Félix. También tomo en cuenta la inteligencia. Hacemos operativos de Inteligencia, pero es una virtud difícil de encontrar.

Era difícil encontrar una posición para conversar. El almirante estaba sentado de perfil sobre la colcha de colores pastel, mirando hacia la ventana. Chacaltana, de pie, se sentía incómodo y nervioso. Pero su voz sonó firme cuando preguntó:

—¿Por qué no me lo dijo?

—¿Qué?

—Lo que iba a encontrar en Buenos Aires. Ese lugar horrible en la Escuela de Mecánica. Esas mujeres…

Visualizó a las dos embarazadas de la escuela con tanta claridad que casi podía tocarlas. Luego recordó al hombre del bigote, conduciendo entre la euforia porteña y hablando de ellas. «A ésas sí las van a ir a buscar. Pero no sus familiares.»

—¿Habrías ido, Félix? ¿Habrías ido si te lo hubiese dicho?

—No.

—Joaquín tampoco.

A Chacaltana se le levantaron los pelos del brazo al oír nombrar a su amigo. Se estremeció al rememorar que él había ido caminando sobre las huellas de Joaquín. Y esas huellas conducían a un cadáver en el cauce de un río.

—Era un buen agente. Me mantenía informado. Sabía distinguir los datos relevantes de los chismes sin importancia. Sólo eso ya lo volvía valioso. Y era organizado. Contrastaba toda la información. Pero sólo hacía eso: información. Datos que iban y venían. Nombres, movimientos, fechas. Sabía hasta dónde podía llegar. De haber sabido adónde iba, no habría aceptado la misión.

Afuera, las nubes se abrieron. Un rayo de luz fue a parar directamente al rostro del almirante, que cerró los ojos con suavidad y no dijo más, como si ya hubiese dado todas las explicaciones necesarias. Pero Chacaltana necesitaba más explicaciones:

—¿Entonces por qué lo mandó?

El almirante abrió los ojos de nuevo, como si de repente hubiese recordado un detalle importante. Dijo:

—Cuando comenzaron las desapariciones, Joaquín se puso muy nervioso. Conocía personalmente a esos chicos. Aunque fuese un traidor, no era un hijo de puta. No le importaban los arrestos, o alguna paliza ocasional. Pero no quería cargar con muertes o torturas en su conciencia. Y no estaba previsto que surgiesen. Pero ya te lo he dicho, Félix, estos argentinos son unos animales.

Chacaltana recordó a los encapuchados tirados por el suelo en filas, y la habitación del sótano de la escuela militar, donde había un barril de agua y una camilla. Luego pensó en todos esos soldados saltando de alegría con el partido de fútbol, como macacos azuzados.

—La Operación Cóndor se salió de control. En teoría, debía ser más discreta —continuó el almirante—. Los argentinos venían a buscar a sus terroristas, los localizaban y se los llevaban. En agradecimiento, sacaban del país a algunos de los nuestros durante las elecciones. Nada del otro mundo. Pero los argentinos no aceptaban órdenes de nuestra gente. Ni siquiera estoy seguro de que esas bestias fuesen militares. Actuaban más como matones de barra brava. Perseguían gente a tiros por la calle. Secuestraban a sus objetivos a plena luz del día en un centro comercial. Joaquín no quiso seguir colaborando. Así que me anunció que lo dejaba. Quería abandonar sus actividades.

Chacaltana recordó su primera entrevista con Susana Aranda. Ella lo había dicho: «Íbamos a quedarnos juntos. Yo iba a dejar a mi marido. Ya lo habíamos conversado. Joaquín iba a hacer un pequeño viaje, muy cortito. Apenas un par de días. Y a su regreso, nos mudaríamos juntos». Imaginó a su amigo, concibiendo el plan de fuga, listo para emprender una vida diferente, acaso feliz. Interrumpió el relato del almirante:

—Pero usted sabía que Joaquín pensaba huir con Susana. Y lo mandó ejecutar.

Al almirante, esas palabras parecieron atontarlo. Sus movimientos se hicieron aún más lentos. Se sirvió otro whisky, y dedicó un gesto distraído a Chacaltana, por si había cambiado de opinión respecto a la bebida. El joven mantuvo su abstención. Y el almirante escanció un vaso generoso antes de contestar:

—Yo ni siquiera sabía que pensaba huir con Susana. ¿Ves, Félix? Eres un buen investigador. Un digno heredero de tu amigo.

—No me mienta, almirante. No me diga que el jefe de Inteligencia no sabía que su mujer le ponía los cuernos y…

—¿Es necesario usar esa expresión? Félix, siempre te has expresado de un modo más elegante. Por lo menos, no tan malhablado.

—Lo siento —se encogió Chacaltana, como si los modales fuesen más importantes que el tema de discusión. Carmona siguió explicando:

—Ya te he dicho que Joaquín era muy bueno recabando información. Por eso sabía también cómo esconderla. No. Nunca lo supe. Sólo cuando mataron a Susana en su apartamento…

—Quizá no la mataron…

—¡Claro que la mataron! —perdió el control el almirante. Chacaltana notó que ya se había bebido media botella de whisky—. Y lo hicieron ahí para humillarme, para restregarme por la cara su engaño. Pero pensaba que ella y Joaquín sólo se acostaban. No sabía que pensaban huir juntos. Gracias por la información.

—Ya no es útil.

—La información siempre es útil.

El almirante dijo esto sin ganas, como una frase repetida de sus reuniones de trabajo, de sus discursos ante los agregados militares, de sus aprobaciones de presupuestos. Un eslogan comercial que se repite cada vez más y significa cada vez menos.

—Entonces, infórmeme —replicó Chacaltana—: ¿Qué tiene que ver el niño en todo esto? ¿Por qué lo trajo? ¿Para quién?

El rostro habitualmente pétreo del almirante se deformó en una mueca. Chacaltana pensó que era un gesto de superioridad, o quizá de rabia. Pero era dolor. Un sentimiento que no parecía haber pasado nunca por esas facciones, y que trataba de acomodarse en ellas.

—Para Susana —dijo. Su voz sonó apagada, casi imperceptible, pero ganó fuerza para añadir—: Ella siempre quiso un hijo. Yo sólo quería complacerla, Félix. Sólo quería que se quedase conmigo.

Otra vez, las palabras de Susana golpearon a Chacaltana en la mente: «No tengo hijos. Quizá sea ése el problema. Mi esposo y yo los buscamos durante años, pero no los conseguimos. Intentamos todo tipo de tratamientos, pero no resultó ninguno. Y esa frustración arruinó nuestro matrimonio. Nos culpábamos el uno al otro. Al final, casi ni nos hablábamos. Casi ni nos hablamos ahora».

—¿Por qué de Argentina? —interrogó el asistente de archivo a un almirante cada vez más débil, derrotado—. ¿Por qué no podía simplemente adoptar a cualquier niño peruano? Tenemos un puericultorio, ¿no? ¿Por qué no ir ahí?

El almirante miró a Chacaltana como si su pregunta fuese demasiado tonta para su nivel. Respondió:

—¿Y de dónde mierda iba yo a sacar un niño rubio? Susana era rubia. En Argentina, hasta los comunistas pueden ser rubios. Pero en el Perú, los niños rubios nunca son huérfanos.

Las piernas de Chacaltana temblaron. Necesitó un apoyo. Su espalda encontró la pared. Y estuvo a punto de derretirse por ella hasta el suelo.

«Ha sido todo por el niño. Es algo salido del infierno.»

—No me mires así —se defendió Carmona—. Yo salvé a ese niño. Nació en una cárcel. Algo peor que una cárcel. Pero yo lo salvé de esos salvajes. Iba a darle un futuro. Él ni siquiera iba a saber que era adoptado. Iba a darle una familia feliz. ¿Comprendes? Comprendes, ¿verdad?

Los ojos de Félix Chacaltana se anegaron de lágrimas. Su estómago amenazó con devolver el almuerzo. Sus piernas se negaron a quedarse quietas. Pero él tenía que salir de ahí.

Apoyándose a medias en la pared, caminó hasta la puerta y la abrió. Sintió el alivio del aire fresco, como si saliera de una mina de carbón. Oyó la voz del almirante a sus espaldas:

—¿Adónde vas? ¿Félix? ¡Félix!

El asistente de archivo siguió adelante, hasta el exterior del hotel. De nuevo, un coche estuvo a punto de atropellarlo al llegar a la carretera. Ahí, todo eran coches y edificios, ni un alma. El almirante salió tras él. Pero en lo que a Chacaltana concernía, ese hombre no tenía alma:

—¿Adónde mierda crees que vas? —gritó Carmona.

—Lejos de usted.

—No puedes.

—Déjeme en paz.

—¡No puedes!

—¿Por qué no?

—Porque has estado ahí. Ahora tú eres cómplice.

En cuestión de instantes, el almirante había recuperado el tono inexpresivo y metálico de su voz. Ya no se lamentaba, ni pedía comprensión. Ahora sólo describía situaciones de facto.

—¿Qué está diciendo?

—Has estado haciendo «comprobaciones rutinarias» de los pasos de Joaquín en Buenos Aires. Has visto lo que hacen ahí. Ahora formas parte de ello.

—De ninguna manera. Puedo denunciarlo.

—¿A quién, Félix? ¿A la Fiscalía? ¿A algún juez? Ya sabes cómo es esto, muchacho. Acabarás preso tú solo… A menos que los argentinos se pongan nerviosos. En ese caso no acabarás preso, porque estarás muerto. Joaquín lo sabía. Sabía que sólo había una manera de abandonar esto. Y es la que consiguió.

El asistente de archivo no quería escuchar al almirante. Tan sólo deseaba salir de ahí. Caminó en círculos, en busca de una salida. En el fondo, como llevaba haciendo desde la muerte de Joaquín. Una salida de sus recuerdos, de sus descubrimientos, un túnel que lo llevase a su vida anterior. Y al no encontrarla, explotó:

—¡No! —gritó, más bien lloró—. ¡No! ¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!

—No deberías hacer este escándalo, Félix. Éste es un lugar discreto.

Chacaltana estaba arrodillado en el suelo, a pocos metros del hostal Tú y Yo. Carmona había recuperado su aplomo. Tenía la sartén por el mango, como la había tenido siempre.

—Ahora todo se ve mal, Félix. Pero ya verás cuando sigamos trabajando. Te olvidarás pronto. Yo he olvidado. O lo estoy intentando.

—¡No se me acerque!

—Eres joven, muchacho. Todos hemos hecho cosas dolorosas. Tú las harás, de un modo u otro.

Y entonces sonó el disparo.

No parecía un disparo. Sonó casi como un cohete de Navidad. Uno grande. De haberse limitado al sonido, Chacaltana apenas se habría alarmado. Pero tras la explosión, el rostro del almirante Carmona se transformó. Primero adoptó un rictus inexpresivo, como si lo hubieran vaciado de emociones. Después se tambaleó. Y la sangre empezó a brotar de su boca.

—Almirante. ¿Almirante?

Carmona no respondió. Ya no respondía. Torpemente, como un borracho, se desplomó hacia delante. Chacaltana lo contuvo. La cabeza del almirante cayó hacia el frente. Y Chacaltana vio el torrente rojo que manaba de su nuca, empapando su pelo, su cuello y su camisa.

El asistente de archivo soltó el cuerpo y echó a correr. La bala debía de haber salido desde alguna de las habitaciones circundantes. Y él estaba en medio de la calle, totalmente expuesto. Buscó refugio en el Tú y Yo, pero antes de entrar imaginó que podían estar disparando desde ahí mismo. Siguió de largo, deteniéndose a tomar aire detrás de cada poste que encontró. Ya llevaba recorridos unos cincuenta metros cuando notó que el fuego había cesado. No había sido más de un disparo, al parecer. Se obligó a respirar hondo y mirar atrás. De manera automática, como si estuviese seguro de que lo seguían, alzó las manos en señal de capitulación.

En medio de la carretera, yacía el cuerpo del almirante Carmona. No se movía. Un charco oscuro comenzaba a formarse bajo su espalda.

De los edificios a su alrededor, salieron un par de vigilantes de civil. Al ver a Carmona, los dos retrocedieron corriendo a sus hoteles. Por las ventanas asomaron rostros de hombres y de señoras, que rápidamente se escondieron detrás de las cortinas. Un sordo movimiento se extendió por el barrio.

Minutos después, decenas de coches salieron de los hostales, de los garajes y de las esquinas. En previsión del escándalo, los huéspedes abandonaban el escenario del crimen. La mayoría de los coches eran grandes y nuevos. Todos llevaban prisa. Aun así, al llegar al centro de la calle, tenían que reducir la velocidad para esquivar el cuerpo de Carmona. Y un poco más allá, tocaban las bocinas para que se quitase de en medio ese joven de corbata, posiblemente loco o retrasado mental, que se había quedado pasmado en medio de la calzada.