Golpeó la puerta con los nudillos. Luego, con el puño. Y finalmente, con los dos puños, desesperado.

¿Qué había hecho Joaquín Calvo al volver de la Argentina, justo antes de ser asesinado?

Joaquín se había asegurado de que alguien conociera su historia. Había dejado su denuncia en el despacho de Chacaltana para ponerlo sobre la pista. Había firmado, aunque fuese en clave, una confesión de secuestro. Así tendría una oportunidad. En el peor de los casos, su muerte alertaría a los demás sobre lo que estaba ocurriendo en Argentina, lo que estaban haciendo los peruanos, lo que era él mismo y la razón de su desaparición.

Chacaltana había decidido hacer lo mismo. Y sólo se lo podía decir a una persona.

—¡Abra! ¡Abra la puerta! —gritó.

A sus espaldas sintió bisbiseos. Eran los dos chinos del vecindario, que lo miraban desde su puerta con los ojos como dos platos. La madre llevaba al bebé en brazos, y hasta ese pequeño parecía mirar a Chacaltana con los ojos redondos de estupor.

—¿Dónde está Don Gonzalo? —preguntó, o quizá gritó Chacaltana. De repente, cayó en la cuenta de que su aspecto no debía de ser muy confiable. No había dormido en toda la noche, tenía los ojos rojos y llevaba la misma ropa del día anterior. Sobre todo, estaba del mismo color que el cadáver de Joaquín Calvo—. Por favor —bajó la voz y rebajó el tono—, estoy buscando a Don Gonzalo. ¿Lo han visto? ¿No lo han visto?

El bebé se echó a llorar.

La mujer le dijo algo en chino a su marido, que respondió en el mismo idioma. Cuchicheaban. Cuchicheaban sobre ese visitante que siempre parecía perturbado y a veces hacía cosas raras.

—¿Dónde está Don Gonzalo? —ahora sí gritó el asistente de archivo, tratando se sobreponerse a los llantos del niño.

—Aquí estoy, Félix —sonó la voz de Don Gonzalo, tranquilizadora—. ¿Se puede saber qué te pasa?

A pesar de que las escaleras crujían y rechinaban, el viejo había conseguido subirlas sin hacer ruido. Y ahora estaba en el último escalón, con una bolsa de compras, haciendo un gesto para calmar a sus vecinos y sonriéndoles exageradamente, como si Chacaltana fuese el primo loco que toda familia tiene, ese tan pesado que hay que soportar por cariño. Sin dejar de decirse cosas en susurros, los chinos cerraron su puerta. Los llantos del bebé aún se oyeron unos segundos más.

—Joder, Félix, si gritas así, me meterás en un problema con la gente del edificio —lo regañó Don Gonzalo, pero luego reparó en su mal aspecto, tan extraño para el pulcro Félix, que siempre llevaba peine y pañuelo en los bolsillos, y cambió de actitud:

—Bueno, pasa. Pasa y cálmate.

El apartamento de Don Gonzalo era pequeño y estrecho, y parecía aún más pequeño porque todas las paredes estaban llenas de fotos y papeles. La mayoría eran imágenes de Joaquín: antiguas fotografías de niñez y otras de no tan niño, de su graduación, o de algún plan familiar. También había recortes de diarios amarillentos. Algunos de ellos mostraban imágenes de ejércitos combatiendo por las calles. Otros tenían fotos de jóvenes llevando un uniforme de tipo militar y empuñando un fusil, o de una mujer sacando a sus dos hijos de los escombros de una casa bombardeada. Otras fotos, tan antiguas como los recortes, mostraban a Don Gonzalo y a la que sin duda había sido su esposa, de corbata él y de novia ella. Eran imágenes de estudio, y tras ellos colgaba un fondo de tela que representaba castillitos europeos.

Chacaltana sintió que viajaba en el tiempo al entrar en ese apartamento. Y comprendió que Don Gonzalo vivía de hecho en ese otro tiempo, en su pasado, encerrado en un mundo que ya no existía, y que quizá había sido incluso peor que el presente.

—¿Quieres una copa? —ofreció el viejo.

Era una pregunta retórica. Don Gonzalo daba por sentado que Chacaltana sí querría un pisco, y ya había sacado la botella. Pero el brazo le temblaba más que nunca, y Chacaltana, que temblaba pero menos, tuvo que servir dos vasitos. Se bebió el suyo de un trago. Una aguda quemazón le recorrió desde la garganta hasta el estómago, pero al menos, ahora su cuerpo respondía mejor.

—También puedes beber sentado —invitó Don Gonzalo mientras le ofrecía otro trago con un gesto del rostro. Esta vez, Chacaltana se dejó caer en una incómoda butaca y bebió un poco más lento: tardó dos tragos en terminar.

—¿Estás mejor, chaval? Me tienes en ascuas.

El asistente de archivo no sabía por dónde empezar. Hundió el rostro entre sus manos y se echó a gemir. Trató de dar orden a su relato. Quiso armar una explicación sencilla y convincente. Pero cuando al fin se echó a hablar, las palabras se escaparon de su boca como un caballo arisco fuera de control.

Le contó a Don Gonzalo lo que había visto en Argentina. Le contó que Joaquín, sí, Joaquín, había secuestrado a hijos de prisioneros argentinos —al menos un hijo— para meterlos en el Perú. Y que lo había hecho por orden del almirante Carmona. Joaquín no era un idealista, dijo. Ni siquiera era un agente cínico e indiferente. Era un monstruo, como su jefe, como su país, como al menos dos países. Había engañado a su amante, a su padre, a sus amigos, y había llevado una vida de mafioso encubierto. Quienquiera que lo hubiese asesinado, había hecho lo correcto. De haberlo sabido, y de haber sido capaz de hacer daño, el propio Chacaltana lo habría hecho.

—Si usted hubiera visto ese lugar, Don Gonzalo… —sollozó el asistente de archivo mientras bebía una tercera copa, y una cuarta.

—He visto lugares horribles, hijo —respondió el viejo, y señalando a su alrededor, a los recortes que había pegados en las paredes, añadió—: Los veo todos los días. Aunque me aleje de ellos. Los llevo dentro.

—Es posible que ahora me maten a mí. Como mataron a Joaquín.

—Te lo dije, Félix. O traté de decírtelo. Apártate del pasado. No te dejes llevar por los muertos, o serás uno de ellos.

—¿Y ahora qué?

A cada minuto, la voz del asistente de archivo sonaba más infantil, más desvalida, más ansiosa por que alguien más, como un padre, tomase las riendas de su vida y asumiese sus riesgos. Era un síntoma de angustia, no una petición concreta. No iba dirigida a nadie. Pero cuando hizo esa última pregunta, Don Gonzalo tenía una respuesta, una respuesta de una sensatez y un aplomo tan evidentes que se diría que había vivido miles de veces esa situación:

—Y ahora, yo te diré qué coño debes hacer: te vas donde tu superior, le informas de lo que le tengas que informar y abandonas toda esta mierda. Renuncias. Te apartas. Y en el futuro, te encierras en el sótano de los cojones donde trabajas y te esfuerzas por no mirar nunca atrás.

Sonaba a consejo infalible, como algo que el viejo hubiese hecho ya muchas veces. Pero a juzgar por sus paredes empapeladas de memoria, era un trabajo imposible.