Su hotel no estaba muy lejos del Tortoni. Era una torre alta al lado de la plaza de Mayo. Muy céntrico, aunque algo desvencijado. Una vieja gloria de la hostelería local, hoy descascarada pero digna.

El recepcionista volvió a preguntarle si venía para el partido, y luego lo envió a una habitación oscura, cuya única ventana daba a un patio interior. Chacaltana apenas tenía cosas para desempacar, fuera de sus útiles de aseo. Así que tuvo tiempo de subir a la azotea del hotel y contemplar esa ciudad de edificios gigantescos que terminaba abruptamente en el Río de la Plata, un río tan grande que no se veía la otra orilla, como si fuese un mar. Ahí abajo, en las veredas, los peatones parecían hormigas blanquiazules agitadas, como si hubiera caído una piedra sobre el hormiguero.

A la hora convenida, bajó al lobby. Carmona le había advertido de que nadie lo mandaría buscar a su habitación, ni recibiría llamadas telefónicas. Nadie pronunciaría su nombre tampoco. Su único distintivo sería una insignia metálica con la bandera peruana que llevaba pegada en la solapa. Mientras el ascensor descendía, Chacaltana se aseguró de que la insignia se mantenía firme en su lugar.

Una vez más, se pasó un buen rato esperando. El almirante no le había explicado con quién se iba a encontrar. «Seguirás los pasos de Joaquín», había dicho. Como si quisiera ponerlo aún más nervioso.

Como no tenía idea de a quién esperaba, Chacaltana jugó a adivinar. Apostó mentalmente por un distinguido caballero de lentes, y luego por un joven de aspecto fornido y sano, muy militar. Ésa era la gente que debía estar encargada de una misión de alcance internacional. Pero cuando al fin se acercó su contacto, él estaba mirando para otro lado. La voz le llegó de improviso, llamándolo por el nombre que mantendría durante toda la misión:

—Buenas tardes, ¿Cóndor?

Reparó en el hombre que le hablaba: un señor de mediana edad, bajito y regordete, con cara de dormido y un espeso mostacho negro cubriendo su labio superior. Jamás habría pensado que era él.

—Soy Cóndor.

—Pase por aquí.

Su anfitrión le señaló el camino hacia el exterior, y luego lo guió por la calle, pero no le dio la mano ni tuvo ninguna señal de cortesía. Tampoco le dirigió la palabra hasta que llegaron al vehículo, una camioneta con las ventanas tapiadas y una inscripción publicitaria: AUTOMOTORES ORLETTI.

—¿Es usted mecánico? —preguntó un desconcertado Chacaltana.

El otro se rio:

—¡Bue!… Algo así.

Con un gesto, invitó a Chacaltana al asiento del copiloto. Mientras se ponían en marcha, el asistente de archivo se fijó en que no había nada a sus espaldas. Tan sólo el espacio vacío de la camioneta, sin asientos ni herramientas. Volvió a pensar en la posibilidad de que lo estuviesen llevando a la muerte.

—¿Cuál… es su rango? —preguntó.

—¿Mi qué?

—Su rango. Su grado. ¿Es usted teniente? ¿Capitán?

—Yo estoy en el Grupo de Tareas 18 —dijo el otro, pronunciando «sho» en vez de «yo».

Chacaltana no quiso preguntar qué era el Grupo de Tareas 18.

El sol comenzó a ocultarse tras los edificios de la ciudad. Sin desviarse nunca, la camioneta atravesó varios parques que Chacaltana encontró muy bellos, y luego un hipódromo. Parecían dirigirse a un lugar de lujo.

—Pensé que vendría alguien mayor —dijo el conductor. Sus palabras sonaban como una protesta. Una protesta bastante desatinada, considerando que él ni siquiera tenía rango militar.

—Esto es sólo una comprobación rutinaria del procedimiento —argumentó Chacaltana, que llevaba esa respuesta preparada—. Queremos saber cada paso que dio el agente Calvo durante su visita.

—¿Y tenía que ser hoy? ¿A esta hora?

El peruano comprendió a qué se refería. El partido estaba a punto de comenzar. Podía notarlo porque la camioneta avanzaba cada vez más lenta, atrancada entre una multitud que se exasperaba por llegar a tiempo a sus casas, bares o clubes. A un lado, Chacaltana reconoció por las fotos de la prensa el estadio Monumental de River Plate, que se elevaba como el templo más grande del mundo. Súbitamente, a Chacaltana le pareció que su insignia patria se reducía hasta desaparecer, devorada por las banderas, gorras y bufandas que atestaban la calle.

—Por eso es el momento perfecto para venir —respondió Chacaltana, tratando de repetir el tono profesional del almirante—. Hoy, aquí, nadie se fijará en nadie que no lleve pantalón corto.

El conductor sólo le devolvió un gruñido, y abandonó la avenida principal alejándose del estadio, en busca de una ruta menos congestionada. Volvió a ella minutos después, tras dar varias vueltas. Ahora circulaban entre edificios iguales entre sí, no tan antiguos como los del centro, pero sin duda caros. Residencias de gente adinerada. Llevaban ya un buen rato en el coche, y Chacaltana se preguntó si lo estaban llevando a algún lugar apartado, donde deshacerse de él y de su cadáver.

—¿Está lejos? —preguntó, más que nada por distraerse de sus pensamientos.

—Ya casi estamos. ¿Quiere que ponga la radio?

El peruano asintió. Al menos la radio le haría más compañía que el amargado del mostacho. La voz que salió del aparato le sonó familiar y a la vez nueva. Exactamente igual a las narraciones de los cronistas peruanos, pero cantada en argentino:

—Salen a la cancha los dos equipos. ¡Vamos, Argentina! Esta noche todo es posible. Se confirma la alineación del equipo peruano. El arquero del equipo andino, después de tantas dudas, será Ramón Quiroga.

Bajo el mostacho del conductor se dibujó una sonrisa de satisfacción:

—¿Usted sabe que ese Quiroga es argentino? —preguntó con aire satisfecho.

Chacaltana se encogió de hombros. Pero se sintió más tranquilo. Difícilmente lo estarían llevando al paredón mientras discutían de fútbol, ¿no? ¿O quizá sí?

—Tres a uno le ha dado Brasil a Polonia —continuó el conductor, ahora más animado—. Tenemos que meterles cuatro a ustedes. ¿Usted qué cree? ¿Llegamos? Sí llegamos. Argentina es grande. Y a lo mejor su portero nos echa una manita. ¿Usted qué cree?

El peruano no respondió. El narrador en la radio decía:

—Perú sale a la cancha con la casaquilla suplente roja. Pero hoy todo este estadio rosarino está atiborrado de banderas y papeles blancos, el color de la esperanza, el color de la Argentina.

—Qué bonito, carajo —celebró el argentino—. Éstas son las cosas que lo hinchan de orgullo a uno. Hay otras que te hinchan las pelotas. Pero éstas te hinchan de orgullo.

Al llegar a un recinto fortificado, la camioneta bajó la velocidad. A un lado, se elevaban los edificios del barrio próspero. Al otro, el recinto era un circuito de construcciones bajas con columnas neoclásicas, como una universidad. Mientras el conductor se identificaba en la entrada, Chacaltana pudo leer el frontis del edificio principal: «Escuela de Mecánica de la Armada». Esculpido sobre las letras aparecía el escudo argentino.

Por lo menos, estaba en una institución militar. Eso ya le daba algo de formalidad a la extraña situación de encontrarse en la camioneta de un taller automotriz con un señor sin nombre ni rango. Chacaltana se amodorró en el asiento y escuchó la radio. Los cánticos de los hinchas atronaban los altavoces. A veces hasta cubrían la voz del narrador:

—¡Comienza el partido! Luque para Kempes, que busca atrás a Olguín. Argentina ordena su medio campo. Larrosa. Olguín de nuevo en busca de una salida. Argentina obligada a golear y lista para el triunfo…

La camioneta avanzó entre los edificios y pasó al lado de una torreta de vigilancia. A su derecha, Chacaltana descubrió un campo de entrenamientos con pasamanos y cuerdas. Al fondo había dos cañones, probablemente inutilizados. El tipo de adornos que también ponían en el jardín del Ministerio de Guerra del Perú.

—Cuidado con el contragolpe de los peruanos. Ahora juegan Velásquez y Cubillas. Quezada busca el paso largo para Muñante, que se escapa por la derecha. Muñante atraviesa la defensa argentina y penetra en el área. Sale el portero Fillol a cerrarle el ángulo pero Muñante dispara a tiempooooo… ¡La pelota se estrella en el palo!

Llegaron al extremo del recinto, a un edificio que parecía albergar residencias de oficiales. Pero no pararon en la puerta. El vehículo de Automotores Orletti dio la vuelta y aparcó en la parte posterior, atrincherado entre las tres alas del inmueble. Con un gesto del mentón, el conductor le indicó a Chacaltana que podía bajar.

Al entrar, Chacaltana buscó instintivamente un ascensor. Pero su anfitrión, sin siquiera volverse, ordenó:

—Vamos por las escaleras.

En vez de subir, bajaron. Chacaltana tuvo la impresión de descender hacia una catacumba, o una gruta subterránea. Ahí abajo, no obstante, el ambiente seguía siendo perfectamente funcionarial. El suelo frío de cemento. Los despachos en línea, con todas las puertas cerradas. Lo único que delataba la presencia de vida era el sonido omnipresente del televisor:

—El peruano Cueto vuelve a sacar un pase largo. Lo espera Oblitas en el área argentina. La defensa no llega a tiempo. Atención que se enfrenta a Fillol y pateaaaa… Pero el tiro le sale desviado y se va de la cancha. Cuidado, Argentina, que esos contragolpes pueden ser mortales…

El anfitrión del mostacho se dirigió con aplomo a una de las puertas y abrió. El mobiliario del lugar era extraño: una camilla con arneses, una silla con correas, un barril plástico de agua, algunos aparatos eléctricos. Chacaltana trató de concebir qué tenían todas esas cosas en común, qué actividad podía desarrollarse en ese lugar. Recordó las historias de Daniel Álvarez sobre la cárcel de Jujuy. Pero, al menos de momento, en ese lugar sólo había dos hombres vestidos de civil viendo el partido.

—Buenas tardeeees… —saludó al entrar el hombre del mostacho, alargando las palabras para llamar la atención de esos hombres, y luego se volvió para presentar a Chacaltana—. El joven ha venido de Perú. Está investigando al otro peruano, ¿se acuerdan? El de hace unas semanas.

—Ah —respondió uno de los hombres sin siquiera voltear. El otro, en cambio, sí estaba atento:

—¿Sos peruano?

—Tengo ese orgullo, efectivamente —respondió Chacaltana.

—Mirá vos. Decime, ¿trajiste vaselina? Porque les vamos a tener que romper el culo.

Los argentinos se rieron. Chacaltana no encontró la gracia de la broma. Pero en ese momento, un nuevo arrebato del narrador devolvió su interés a la pantalla:

—Kempes para Passarella, que le devuelve la pelota al centro. Increíble Kempes, puede salir desde cualquier lado. Ahora corre hacia la portería, deja sembrada a la defensa, que muerde el polvo. Sale el portero Quiroga, pelota cruzada al palo izquierdo yyy… ¡Goooooooool! ¡Gol argentino! ¡Mario Kempes abre el marcador!

Como un volcán en erupción, los tres argentinos saltaron y se abrazaron. Se dieron sonoras palmadas en la espalda. Degustaron la repetición del gol en blanco y negro.

—¡Tres más, peruano! —dijo uno cuando recordó que Chacaltana estaba en la habitación—. Tres más y adiós, Perú. Lo siento. No es nada personal, ¿viste? Somos hermanos latinoamericanos.

Los otros se echaron a reír ante esas palabras. Chacaltana quiso salir de ahí.

Como si hubiera leído sus pensamientos, pasados unos minutos de chacota, el conductor lo sacó de ese lugar. Al cerrar la puerta a sus espaldas, el asistente de archivo sintió que respiraba mejor.

—En estos despachos es donde recogemos la información —dijo el conductor al descuido mientras regresaban a las escaleras.

—¿Qué información?

—Toda. Simplemente bajamos a los comunistas ahí y apretamos. Son unos cobardes. Quince minutos ahí y lo largan todo. Y con lo que largan, operamos nosotros. Mierda de gente. Les metes electricidad en las pelotas y te venden a su madre.

Chacaltana creyó oír un alarido proveniente de algún lugar en el fondo del pasillo. Como su anfitrión no se inmutó, trató de olvidarlo. Quizá era una celebración del gol. O un sonido del televisor. Por más que se esforzó en repetirse esas opciones, el grito, o lo que fuese, lo siguió hacia arriba por todas las escaleras.

—Se viene el centro para Argentina, Tarantini le da un cabezazo, rebota en el suelo. ¡Gol! ¡Goooooool argentino! Y parece que nos vamos a ir al descanso con medio sueño cumplido. Si repetimos esto en la segunda parte, Argentina estará en la final del Mundial…

El gol fue recibido con una ovación. Ahora estaban en un piso de dormitorios, como el ala de un hotel. Aunque la mayoría de los militares se habían reunido a ver el partido en el salón de actos, quedaban suficientes en sus cuartos, vestidos con las camisetas de entrenamiento o con casaquillas del equipo argentino. Uno de ellos salió danzando de su dormitorio y les plantó sendos besos a Chacaltana y al hombre del bigote, antes de seguir con su baile por el pasillo. Chacaltana se ofuscó, pero su anfitrión se rio:

—Hoy no es su día, ¿verdad? —le dijo.

El peruano no estaba pensando en el partido:

—Ustedes —trató de articular—… recogen la información en el sótano… ¿y duermen aquí arriba?

—Yo no duermo aquí. Pero sí. No pasa nada. No se escucha. Está insonorizado lo de abajo.

El asistente de archivo sintió un vahído. Pero el otro le hablaba como si el tema fuese la arquitectura de interiores. Chacaltana intentó disimular su impresión lo mejor que pudo y seguir a su guía, que se cruzaba constantemente con conocidos y se detenía a comentar el partido con ellos.

—¿Qué haces, boludo? —le decían—. ¿Trabajando ahora?

Y el anfitrión se encogía de hombros y sonreía. Alguna vez, contestó:

—De guía turístico.

Y le guiñó un ojo a Chacaltana.

Ya había empezado el segundo tiempo cuando llegaron al último piso. El peruano avanzaba mecánicamente, como un robot, mientras en su cabeza se mezclaban las frases y los momentos del partido que iba oyendo por el camino. Antes de subir las últimas escaleras, tuvieron que identificarse frente a un guardia. Por supuesto, el guardia tenía una radio de transistores. Y estaba escuchando el fútbol.

—La cancha está inundada de papelitos blancos que la hinchada tira para animar a su equipo. Y su equipo está animado. Argentina se lanza a atacar. Bertoni entra por la derecha y cae. El árbitro cobra una infracción que va a ejecutar Olguín. La pelota va al centro del área. Cuidado con Kempes. Fallo de la defensa que deja solo al delantero argentino… La pelota al palo derecho de Quiroga. ¡Goooooolllllllll argentino! ¡Gol de Kempes! ¡Argentina 3-Perú 0! ¡Y ahora sí! ¡Todo es posible para Argentina! ¡Un gol más! ¡Un gol más para alcanzar un sueño!

El guardia y el hombre del bigote celebraron de nuevo. Pero ahora sus frases, sus abrazos, sus risitas apenas llegaban a los oídos de Chacaltana. Los últimos escalones ya no los subió como un robot, sino como un zombi.

Antes de dar el último paso, su anfitrión le explicó:

—Esto que viene ya es capucha.

Las palabras le sonaron ininteligibles a Chacaltana, pero una vez dentro, entendió a la perfección su significado. Y su horror.

Estaban en el ático del edificio, una zona en principio no habitable, donde los techos de tejas inclinados y las vigas cruzadas hacían difícil andar de pie. No entraba luz natural en el lugar. Aunque había ventanas casi a ras del suelo, estaban tapadas o cubiertas o pintadas de negro. Del techo colgaban algunos focos desnudos. Al entender el macabro uso de esa planta, Chacaltana deseó que esos focos se apagasen.

A ambos lados del pasillo, separados por biombos, había cuerpos humanos echados en el suelo. Chacaltana pensó que eran cadáveres, pero el murmullo de sus voces, sus respiraciones, sus toses probaban que había vida en ellos. O algo así.

Cada uno de los prisioneros llevaba una capucha cerrada, con un par de agujeros para permitir la entrada de aire. Y respiraban. Pero estaban amarrados a su sitio por las extremidades. Los únicos movimientos que hacían eran suaves balanceos para tratar de acomodarse. Y entre ellos, como un zumbido ensordecedor, otra radio transmitía el partido, llena de interrupciones e interferencias.

Al oírlos entrar, una de las prisioneras rogó:

—¡Agua! ¿Hay alguien ahí? Jefe, ¿me puede dar agua, por favor?

Chacaltana creyó reconocer la voz de Mariana. Pero no podía confirmarlo. La voz no tenía cara. Sin duda podía ser una alucinación, una trampa de la memoria y el miedo. O simplemente un fantasma, el fantasma de Mariana penando por la tétrica penumbra del cuartel.

El hombre del bigote —Cóndor, Chacaltana recordó de repente que debía llamarlo Cóndor, como el hombre lo llamaba a él— se acercó a la mujer:

—¿Qué creés, boluda? ¿Que esto es el Ritz? Deberías dar gracias que te hemos puesto el partido, hija de puta. Y ahora escuchá, que vamos ganando.

En efecto, la pésima señal de la radio continuó dando buenas noticias:

—Atención, que Argentina está imparable. Tarantini… Kempes… Por la izquierda para Ortiz, que lanza el centro para Larrosa. La pelota regresa para Leopoldo Luque. ¡Gol! ¡Gooooooooool! Y este cabezazo de Luque nos deja de momento a las puertas de la gloria…

El guía hizo un gesto de festejo. Miró a su alrededor, como buscando a quién abrazar, y sólo encontró a prisioneros encapuchados y a un peruano.

—Che —dijo burlón—. Me van a empezar a caer bien ustedes.

—Quiero irme —dijo secamente Chacaltana. A su alrededor sonaron murmullos, aunque alguno de los encapuchados sí que gritó el gol. Un grito rápido y corto. El hombre del bigote le puso la mano en el hombro a Chacaltana, con más afecto del que él habría querido:

—¿Usted quería mirar o no? Esto es lo que hay que mirar. Pero no se inquiete. Ya sólo falta una maternidad.

Maternidad. Una palabra que Chacaltana no esperaba oír.

El asistente de archivo no quería mirar ninguna otra habitación. Pero no podía dar marcha atrás. Tuvo que aferrarse a uno de los biombos para contrarrestar un mareo. Procuró mantener la calma, aunque sus pulsaciones se estaban disparando. Cuando vio que su guía avanzaba hacia el final del pasillo, obligó a sus piernas a seguirlo. Había una puerta ahí. Y mientras se acercaban a ella, Chacaltana deseó que no se abriera.

Pero se abrió. La abrió el guía. Y entró en la última habitación saludando alegremente:

—¿Cómo están, chicas?

Tras él, entró Chacaltana, con los ojos entrecerrados, como para acostumbrarse a lo que iba a ver. Ahí adentro, las ventanas no llevaban persianas. Durante el día, la luz entraba libremente por cuatro tragaluces a ras del suelo. Pero de noche, la iluminación era la misma que ya había visto: dos focos desnudos de cincuenta vatios colgando del techo.

Lo que sí cambiaba era el tipo de prisioneros. En ese cuarto sólo había dos mujeres. Y ambas estaban embarazadas.

—Bienvenido a la Maternidad, peruano —dijo el guía, sin una pizca de ironía.

«Ha sido por el niño», había dicho Susana Aranda antes de morir. «Todo por el niño.»

«Es algo salido del infierno.»

Las dos chicas, ambas de veintipocos años, saludaron con un gesto a sus visitantes. No llevaban capuchas ni estaban encadenadas, y en una mesita al centro se amontonaban algunos libros, unas flores y un osito de peluche. En la misma mesa, una radio transmitía el infaltable partido, como una letanía presente en todas partes:

—Saca el lateral Kempes. Se la devuelve Tarantini. Kempes busca a Ortiz. Lo encuentra. Ortiz corre hacia la línea de meta y saca un centro corto. Houseman recibe y… ¡Goooooollllllll! ¡Argentina 5-Perú 0! Houseman confirma la calidad del mejor wing derecho de la Argentina…

Las dos chicas sonrieron. Una de ellas se acarició la barriga. Había algo irreal en su tranquilidad. Como si estuvieran en medio del infierno sin saberlo.

—El caballero viene de Perú para conocer nuestra lucha contrasubversiva —anunció el guía—. O sea, nuestra lucha contra ustedes.

Chacaltana sintió pánico ante la perspectiva de tener que hablar en ese momento, en esas condiciones. Pero las dos mujeres apenas repararon en él. Sólo tenían ojos para su anfitrión. Unos ojos ansiosos.

—Pero nosotras ya nos vamos de aquí, ¿verdad? A mí me dijo el médico que después del parto llamarían a mi familia para que me recogiera, ¿verdad? Que nos dejarían ir a casa, a mi niño y a mí.

Y como el otro no contestaba, insistió:

—¿Verdad?

El guía la observó con frialdad unos segundos, pero al hablar, cambió de actitud. Con algo parecido a la dulzura, aconsejó:

—Y… si eso te ha dicho el médico, vos confiá.

Sonó comedido, prudente, casi cariñoso. Preguntó cómo se sentían. Las dos coincidieron en que estaban mucho mejor ahí que encapuchadas en el suelo. El del mostacho quiso saber si necesitaban algo. Ellas pidieron chocolate. Él hizo una broma sobre los antojos de las embarazadas.

En ese momento, Chacaltana perdió parte de su conciencia. Su sentido de la realidad decidió declararse en huelga.

Apenas recordaría cómo salieron de esa habitación, volvieron a atravesar el pasillo de capuchas y bajaron entre los militares que celebraban eufóricos el partido. Vagamente, percibió que Argentina hacía aún un gol más en algún punto de las escaleras, y que el mundo a su alrededor se fundía en un abrazo de alegría y confeti.

—¡Gol de Luque! —decían las radios, los televisores, los hombres—. Y miren qué partido, señores. Seis a cero, pero podrían ser siete, ocho, diez a cero. ¡Argentina labra su camino hacia la final del Mundial aplastando a su último obstáculo!

«Es algo salido del infierno.»

En el camino de regreso, la camioneta apenas avanzaba, atascada en el fragor del festejo. Los porteños convirtieron las calles en un carnaval blanquiazul. El conductor tocaba la bocina para acompañar los cánticos y sacaba la cabeza por la ventana para gritar vivas a Argentina. Pero Chacaltana apenas percibía toda esa emoción. Después de lo que había visto, le resultaba imposible pensar. Tenía el cerebro aletargado a punta de silbatos, papeles blancos y banderas, más banderas, cada vez más.

—¿Te imaginás? —dijo de repente el guía, quizá para tocar un tema menos sensible en presencia de un peruano.

—¿Qué?

—Que dejamos a esos niños en manos de esas dos terroristas de la Maternidad. ¿Qué futuro los esperaría? Estaríamos permitiendo que criaran a los enemigos del país. Y entregando a un niño a la peor basura de la humanidad.

—Entonces… ¿no van a soltar a esas mujeres después del parto? Ellas dijeron que sí.

—A ésas sí las van a ir a buscar —dijo el conductor—. Claro que las van a ir a buscar. Pero no sus familiares. Sólo eso faltaba.

Y después, volvió a su bocina, y a sus cánticos, y a acompañar la fiesta callejera.