—Señores pasajeros, por favor, abróchense los cinturones. Atravesamos una zona de turbulencias.

La voz sonó por toda la cabina, sin origen preciso, como la voz de Dios. Tembloroso, con las manos sudando, el asistente de archivo Félix Chacaltana se abrochó el cinturón, colocó recto el respaldo de su asiento y se aferró con desesperación a la bolsa para los mareos.

En el cielo, los aviones siempre le habían parecido muy grandes y poderosos. Pero ahora que él mismo estaba dentro de uno, le resultaba demasiado angosto, claustrofóbico, una lata de sardinas siempre a punto de caer al suelo.

En un esfuerzo por distraerse, se asomó por la ventanilla: ahí abajo se extendían montañas marrones cubiertas de nieve. Seis años antes, en esa misma cordillera, se había estrellado un avión uruguayo. Los sobrevivientes habían pasado dos meses y medio en la nieve, y para resistir al hambre se habían comido los cuerpos de sus compañeros. Al recordar esa noticia, Chacaltana tuvo que contener una arcada.

—¿Está bien usted?

Chacaltana levantó la cabeza. Le estaba hablando una aeromoza rubia, alta y con el mismo acento argentino que llevaba días escuchando.

—No mucho, la verdad.

—Ya veo. Relájese, ¿ok? Le he traído algo que lo ayudará.

Le ofreció un vaso con ron y hielo. Chacaltana temió que el alcohol le hiciese vomitar directamente. Pero obedeció. Mientras la bebida se expandía por sus venas, percibió con alivio que la tensión disminuía.

El problema no era sólo el vuelo. También era el secreto. Había dicho en casa que pasaría un par de noches en Huachipa para una convención sobre derecho mercantil, y no le gustaba mentir. Como si fuera poco, volaba de incógnito, con un pasaporte falso a nombre de un tal Óliver Malca. Si su cuerpo acababa tendido en un nevado andino, nadie podría reconocerlo.

Y en realidad, podía acabar tendido en muchos lugares.

Durante las horas de espera en el aeropuerto, y luego en el vuelo, una posibilidad había cobrado forma en su mente: ¿y si el asesino era el propio almirante Héctor Carmona?

Tenía todo el sentido: Carmona habría matado a su esposa infiel y al amante. Y ahora, para eliminar al único testigo, lo mandaba con un nombre falso donde sus amigos argentinos, que se caracterizaban por eliminar limpiamente a la gente inconveniente. Daniel Álvarez le había dicho una vez que los argentinos arrojaban a los presos desde aviones en vuelo. Quizá el suelo nevado que veía por la ventanilla estaba sembrado de cuerpos. Y el suyo podía unírseles en cualquier momento.

O quizá no.

La luz de los cinturones se apagó. El fuselaje dejó de temblar. Chacaltana se levantó para ir al baño. Trabajosamente, pasó frente a las rodillas de su vecino de asiento, y luego avanzó por el pasillo, a través de la zona de fumadores. La peste de tabaco lo mareó más. Entró en el baño, cuya luz se encendió automáticamente, como la de un refrigerador.

Como un congelador para cadáveres.

Se mojó la cara frotándose con esmero, como para limpiarse la expresión de angustia. Se apoyó en la pared y respiró hondo. Trató de despejar de su cabeza los pensamientos atemorizantes. Se esmeró en convencerse de su error. Por instantes, los cuerpos de Joaquín y Susana encendían flashes en su memoria.

Alguien tocó la puerta del baño. Chacaltana calculó que llevaba ahí más de quince minutos. Era hora de volver a su asiento. Antes de salir, vomitó en el wáter.

Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Ezeiza, Chacaltana estaba un poco más delgado y mucho más verde que al abordar. El aire fresco y el contacto con tierra firme le devolvieron un poco los colores. Pero en la cola de migración, su tez recuperó la palidez. Y al entregar su pasaporte a un policía del aeropuerto, apenas podía contener el temblor de la mano.

—Señor Óliver Malca —dijo el policía hojeando su documento—. ¿Su primer viaje a la Argentina?

Chacaltana tardó un instante de más en responder a ese nombre. Aún no se había acostumbrado a llevarlo y se le hacía incómodo, ajeno, como un pantalón amarillo o un sombrero de charro mexicano.

—Sí, señor.

—De hecho, es su primer viaje. Su pasaporte no tiene sellos. ¿Viene para el partido?

Chacaltana recordó el partido Argentina-Perú que se jugaría esa misma tarde. El almirante Carmona le había dicho: «Es el momento perfecto para ir. Nadie se fijará en ti. Nadie se fijará en nadie que no lleve pantalón corto».

—Sss… sí.

El asistente de archivo miraba al suelo, como un niño regañado por su madre. El oficial le sonrió:

—No le deseo suerte. ¡Yo quiero que gane la Argentina!

Y estampó un sonoro sello de entrada en su pasaporte.

—Claro. Que tenga suerte usted. Gracias.

—Bienvenido —dijo el policía, pero Chacaltana, temiendo una nueva arcada, ya se había apartado del mostrador.

Hacía frío en Ezeiza. Pero a Chacaltana no le importó. Al salir al aparcamiento, respiró hondo y exhaló una nube de vapor. Contó hasta cien. Recuperó la compostura. No podría cumplir su misión si su estómago seguía jugándole malas pasadas.

En el exterior lo esperaba una tormenta de patriotismo argentino. Los autos y autocares estaban literalmente forrados en banderas. Las barras azules y blancas atravesaban cada parabrisas disponible. Y al igual que en Perú, el fútbol era el tema recurrente en las conversaciones de los taxistas que fumaban junto a sus vehículos.

Chacaltana caminó entre esos vehículos negros y amarillos hasta encontrar un chofer que leía el diario en silencio. Subió y pidió:

—Lléveme al café Tortoni, por favor.

Su primera cita de ese día debía producirse antes de registrarse en el hotel. Ésas eran sus instrucciones. Aunque instrucciones quizá no fuese la palabra. Uno recibe instrucciones de sus superiores. Y técnicamente, éstas habían sido dictadas por un enemigo.

El día anterior, Chacaltana había llamado al teléfono argentino que le había dado Daniel Álvarez. Después de muchos timbrazos, alguien había descolgado el auricular, pero ninguna voz había sonado.

—¿Aló? —preguntó Chacaltana.

Nadie le respondió, pero se oía una pesada respiración en la línea. El asistente de archivo intentó explicarse:

—El joven Daniel Álvarez me dio este número. Trabajo en el Palacio de Justicia del Perú y colaboré con la liberación de Daniel tras el reciente arresto del que fue víctima. Él me informó de que en este número podrían ayudarme con mi investigación sobre Joaquín Calvo.

—Creo que se ha equivocado —respondió una voz cascada y seca, de hombre mayor.

—No, escuche… —trató de retenerlo—. Pasaré por Buenos Aires mañana por la tarde. Quisiera verlo. Apenas necesito media hora. Iré solo. No grabaré nada. Pregúntele por mí a Daniel Álvarez. Él sabe que yo sólo quiero ayudarlos.

Del otro lado, continuó el sonido regular del aire en movimiento. Chacaltana sospechó que no era una respiración, sino que su interlocutor fumaba pesadamente.

—No sé de qué me habla, señor.

—Le hablo de un muerto que era mi amigo —se apresuró Chacaltana a responder—. Si usted también tiene amigos muertos, sabe de qué le hablo.

El asistente de archivo no calculaba sus palabras. Simplemente decía la verdad. Del otro lado se suspendió todo sonido, incluso el del tabaco. Chacaltana temió que le hubiesen colgado. Pero tras unos segundos que parecieron horas, escuchó con alivio la respuesta:

—Mañana. Cuatro de la tarde. Café Tortoni. Lleve un sombrero negro y una bufanda blanca.

Y colgó.

Ahora, en el taxi, mientras recordaba cada instante de la conversación, Chacaltana se caló el sombrero y sacó su bufanda de la maleta. La voz de ese hombre no sonaba enteramente argentina, aunque no era capaz de distinguir su origen en tan pocas palabras. Quizá fuese paraguayo o uruguayo, sobre todo porque el asistente de archivo jamás había escuchado el acento de ninguno de esos dos países.

El resto del camino, Chacaltana miró por la ventana. Estaba sorprendido por el tamaño de las cosas en esa ciudad. Todo parecía mucho más grande que en Lima: los edificios, las avenidas, los monumentos. La capital argentina era una larga serie de edificios y tiendas, como él sólo había visto en películas. Y al igual que los coches de Ezeiza, las casas estaban decoradas con banderas blanquiazules. La gente llevaba bufandas del mismo color. Y todos parecían enormemente excitados. La radio del taxi iba encendida, y alguien decía:

—Esa paz que todos deseamos, para todo el mundo y para todos los hombres del mundo. Esa paz dentro de cuyo marco el hombre pueda realizarse plenamente, como persona, con dignidad y en libertad…

Chacaltana encontró esas palabras tranquilizadoras, como un bálsamo para su espíritu atormentado. Le preguntó al taxista quién hablaba.

—El presidente Videla, pibe —respondió el taxista, un hombre viejo con una gorra de visera negra—. El presidente va a todos los partidos del Mundial. Le gusta el fútbol.

—Ya.

—¿Vos de dónde sos?

—Peruano.

—¿En serio? —repentinamente, el taxista se emocionó—. ¿Viniste a ver el partido?

—No, en realidad.

—Yo si pudiera me iba al estadio. Pero lo veré en la tele, en blanco y negro. Nos hemos gastado una guita impresionante para transmitir el Mundial en color, y todos aquí tenemos tele en blanco y negro. ¡Increíble! Pero lo importante es cómo juegan los chicos. Son bárbaros. ¿Tú has visto jugar a Kempes, pibe?

A partir de entonces, el taxista no paró de hablar. Durante el resto del trayecto enumeró las cualidades de su equipo nacional, y aunque reconoció el olfato de gol de Cubillas, dejó claro que no tenían ninguna oportunidad ante la aplanadora argentina. A todo ello accedió Chacaltana, en espera de llegar a su destino cuanto antes.

No tardaron demasiado. A pesar de las calles atestadas de banderas y transeúntes con camisetas de fútbol, la circulación todavía era fluida. Avanzaron por una enorme avenida de catorce carriles con un obelisco en el centro, y doblaron en la avenida de Mayo hasta el café Tortoni. Al despedirse, el taxista le dijo:

—Que te vaya bien en Buenos Aires. Y que gane el mejor.

Por alguna razón, sus palabras pusieron aún más nervioso a Chacaltana.

El café Tortoni tenía cierto aire al bar Cordano. O a un pariente rico del bar Cordano. El asistente de archivo avanzó entre lámparas colgantes, mesas de mármol, espejos y maderas relucientes, y tomó asiento al final del pasillo, en lo que consideró un rincón discreto. Aunque era una falta de educación, mantuvo su bufanda y su sombrero para ser reconocido.

Sin venir a cuento, recordó las palabras que le había dicho Don Gonzalo en su última conversación:

«No debemos dejar que los muertos nos arrastren en su espiral.»

«Acabarás pagando tú. Libérate. Déjalo.»

A Chacaltana, un escalofrío le recorrió la espalda.

Esperó un buen rato por el tal Mendoza, el hombre que quizá podría contarle la verdadera historia de Joaquín. Escudriñó a cada parroquiano que entraba en el café tratando de adivinar cómo sería su rostro. Cruzó miradas con un par de señores mayores que leían la prensa frente a sus cafés.

A los diez minutos, observó una foto de la pared: un bailarín de tango que llevaba un sombrero negro y una bufanda blanca, como él mismo. Le pareció una coincidencia graciosa.

A los veinte minutos, se fijó en la concurrencia: aparte de los hinchas de fútbol omnipresentes, muchos extranjeros: alemanes, holandeses, italianos, hablando entre ellos en idiomas raros. Chacaltana comprendió que estaba disfrazado de turista en un lugar para turistas.

A la media hora, comenzó a sospechar que nadie acudiría a su cita.

A los cincuenta minutos, se marchó. De lo contrario, no llegaría a tiempo a su siguiente compromiso.