Como todo marino, Carmona sentía atracción por el mar. O eso pensó Chacaltana. La vez anterior lo había llevado al Morro Solar, y ahora su coche enfiló hacia el malecón y bajó el acantilado hasta la Costa Verde. En todo el trayecto, ni uno ni otro abrieron la boca. El almirante ni siquiera miró a los ojos a Chacaltana para saludarlo. Se limitó a guardar un silencio solemne y misterioso.
Por su parte, mientras bordeaban las playas, el asistente de archivo se preguntó por qué la playa de Lima recibía el nombre de Costa Verde. A fin de cuentas, el acantilado era completamente marrón y el agua gris. Pero no expresó sus dudas en voz alta.
El automóvil negro se detuvo en una playa de piedras haciendo sonar los neumáticos contra los guijarros. Chacaltana esperó que el almirante diese alguna señal de vida, pero éste se quedó un buen rato aferrado al volante, mirando al océano Pacífico estrellarse violentamente en los rompeolas. Sólo pasados varios minutos, el militar se apeó del coche, siempre sin mirar a su copiloto, y caminó hacia la orilla.
Chacaltana lo siguió. Un par de pasos antes de alcanzarlo, al fin oyó la voz del militar, entre una ola y otra:
—Ella te lo dijo, ¿verdad?
—¿Señor?
Por primera vez, el almirante se dignó mirar al asistente de archivo. Fue una mirada rápida, de reojo, pero punzante.
—Susana te dijo que Joaquín trabajaba para mí. Ella lo sabía.
En vida de Susana Aranda, Chacaltana había guardado todos sus secretos. Ahora que estaba muerta, pensó, ya no tenía sentido. Aun así, había cosas que no podía contar. Decidió que esperaría a escuchar al almirante y se limitaría a confirmar lo que él ya supiese:
—Ella… conoció a Joaquín gracias a usted. Eso me dijo.
—Pero no sólo lo conoció, ¿verdad? No sólo hablaban. ¿Sabes a qué me refiero?
Una ola rompió frente a ellos, inesperadamente cerca. Las piedras se revolvieron, como un caleidoscopio. Chacaltana recordó las fotos de Susana Aranda en la playa y en el apartamento de Joaquín. También recordó el cuerpo de esa mujer colgando de una viga. Pensó que eran imágenes de dos mujeres diferentes. De dos épocas diferentes.
—No, señor. No sé a qué se refiere.
El almirante le dirigió una mirada de duda. No se lo creía, pero ¿qué podía hacer Chacaltana? ¿Admitir que sabía de la relación entre Susana y Joaquín y no informó sobre ella? De ninguna manera. Estaba aprendiendo a distinguir lo que podía de lo que no podía decir. Y esto, sin duda, entraba en la segunda categoría. Por suerte, Carmona continuó la conversación:
—Sólo ella podía haberte dicho que Joaquín trabajaba para mí. En cuanto me lo dijiste, supe que ella estaba en peligro. Te dejé tirado en el Morro Solar para ir a buscarla. No la encontré a tiempo.
Chacaltana se preguntó si el almirante esperaba una respuesta. Pero el militar no estaba interrogándolo. En las últimas palabras de su frase se le quebró la voz, y antes de continuar hablando, le dio la espalda. Ahora, su voz sonaba temblorosa:
—Yo quería hacerla feliz, Félix. Eso era lo que quería. No sé cómo logré que todo se fuese a la mierda.
El asistente de archivo creyó percibir que el almirante lloraba. Jamás habría creído que vería llorar a ese hombre. Pero no podía confirmarlo. Carmona seguía de espaldas. Y el viento y las olas ocultaban sus sollozos, si los había. Chacaltana decidió mantener la conversación en un tono profesional. Tenía información nueva. Era el momento de transmitirla:
—He averiguado qué trajo Joaquín de Argentina, en su último día vivo.
—¿Ah, sí?
La pregunta del almirante sonó casual y descuidada, como si le sorprendiese hablar de ese tema. Pero ése era el tema. El único posible.
—Un niño, señor. Un menor de edad.
—Un niño —las palabras del almirante apenas se escucharon. Chacaltana no consiguió entender si formaban una pregunta o una simple aceptación del dato.
—El niño ingresó ilegalmente por el aeropuerto Jorge Chávez. Al igual que el propio Joaquín, que usaba el pasaporte falso de Nepomuceno Valdivia. Pero entonces ocurrió algo muy extraño.
—¿Algo más?
Quizá esta vez el almirante estaba siendo irónico. Pero seguía sin mirar a Chacaltana, cuyas palabras continuaban avanzando a tientas por el estado de ánimo del militar.
—Lo más extraño de todo, señor. Joaquín llegó a Lima a las tres de la tarde. Llevó al niño a algún lugar y lo dejó ahí. Quizá se lo entregó a quien lo esperaba. No lo sé. Sólo sé que después vino al archivo judicial y denunció la entrada ilegal del menor en el país. O sea, en cierto modo, se denunció a sí mismo.
Por primera vez, el almirante se giró a verlo. Pero el sol le daba de espaldas, y a contraluz era imposible saber qué expresión tenía:
—No tiene sentido. ¿Por qué alguien haría eso?
Chacaltana también se había hecho esa pregunta, y pronunció la única respuesta que le parecía posible:
—Porque sabía que lo iban a matar, almirante. Lo sabía, y quiso ponernos sobre la pista.
Ahora, el almirante era sólo una silueta oscura recortada contra el oleaje. Una sombra sin rostro. Y su voz volvía a sonar metálica, sin sentimientos, como una máquina de escribir redactando un informe:
—No se encontró un cadáver de niño junto a Joaquín. Ni en ningún otro lugar hasta la fecha.
—O sea…, que el menor está vivo.
Se había levantado viento, y ahora la silueta del almirante aparecía rodeada por un torbellino de arena. Dos olas cruzadas chocaron contra el rompeolas sacudiendo la playa. Y Chacaltana dijo lo que, sin duda, Carmona estaba pensando:
—Si encontramos a ese niño, sabremos quién mató a Joaquín.
El almirante se acercó a Chacaltana. Cuando llegó a su lado, el asistente de archivo pudo mirarle la cara. Tenía los ojos rojos, pero eso podía deberse a la arena que volaba por los aires. Fuera de eso, su mirada había recuperado su brillo azul y gélido. Y su voz también:
—Y si sabemos quién mató a Joaquín —añadió—, sabremos quién mató a Susana. Tiene que haber sido el mismo hijo de puta.
—Perdone, almirante, pero las autoridades forenses no han conseguido dictaminar si fue un asesinato o un suic…
Una mirada del almirante fulminó a Chacaltana. En el fondo del mar se acumularon nubes grises. El agua se oscureció. Las olas crecieron formando una red de espumas que chocaban entre ellas.
—No fue un suicidio —sentenció el almirante—. A Susana la mataron. La asesinaron. Y tengo que saber quién. Tú me tienes que ayudar a averiguarlo. Porque cuando agarre a ese conchasumadre, voy a freírle los huevos en una sartén.
—Si su asesino es el mismo que mató a Joaquín, podríamos rastrearlo. Tendríamos que saber de dónde salió el bebé y adónde lo llevaban. Deberíamos hablar con el tal Mendoza, el subversivo. Pero no hay manera. Haría falta buscar en Argentina. Y no tenemos jurisdicción para hacerlo.
—¿No tenemos? —preguntó Carmona—. ¿Estás seguro?
—Usted es un miembro de las Fuerzas Armadas del Perú. Y yo sólo soy un empleado de la Judicatura.
El horizonte continuó oscureciéndose. Al ponerse el sol, luces rojas, naranjas y rosadas colorearon el horizonte, como un incendio. La luz horizontal hizo brillar aún más los ojos del militar. Y esta vez, su voz sonó alta y clara, llena de autoridad, para decir:
—Te equivocas, Félix. Tú y yo somos agentes de la Operación Cóndor. Tenemos jurisdicción en toda Sudamérica.