De regreso a casa, Chacaltana arrastraba los pies, derrotado por la vida. Las dos semanas precedentes habían sido las más intensas de su existencia. Pero los últimos acontecimientos habían desbordado sus peores previsiones. Y sin embargo, en su sala lo esperaba una sorpresa. Pudo sentirlo mientras abría la puerta, incluso antes de oír las voces en el salón, o de notar el olor del pisco. Era una luz especial que provenía del interior.

—¡Félix! —canturreó su madre con una alegría totalmente fuera de lo normal—. Adivina quién ha vuelto.

No hacía falta adivinar.

—¡Don Gonzalo!

—¿Cómo te va, chaval? ¿Me has echado de menos?

Se abrazaron. A pesar de su brazo tembloroso, el viejo consiguió apretar al joven con una fuerza considerable. Chacaltana sintió que sí, que había echado de menos a ese hombre. Y disimuladamente, como de pasada, le dio vuelta al retrato de su padre en la mesita.

—Pensamos que había desaparecido para siempre —saludó.

—Yo nunca desaparezco —respondió el viejo—. Ni aunque los demás quieran.

La madre de Chacaltana se había metido en la cocina, y ahora salía con una bandeja de bolitas de papa y un bol de salsa huancaína.

—Justo estaba preparando un sudado de corvina. ¿Quieres, Félix?

El asistente de archivo asintió. Olfateó con gusto el olor del caldo de pescado con yuca y verduras. Y también el aroma a familia feliz.

Durante todo el almuerzo, llevaron una conversación muy agradable. Hablaron de Augusto Ferrando y su programa de televisión Trampolín a la fama, que Chacaltana consideraba soez, su madre apreciaba y Don Gonzalo no había visto en su vida. Hablaron de los valses criollos que más les gustaban. Y en algún momento, la madre de Chacaltana se rio tanto que se tuvo que santiguar, convencida de que pasarla tan bien debía ser por fuerza un pecado grave.

Por una hora, Chacaltana logró olvidar todas las cosas horribles que habían ocurrido en las últimas veinticuatro. Pero sólo por una hora.

Como de costumbre, la madre de Chacaltana les sirvió el café a los caballeros y se retiró a la cocina a lavar los platos. Don Gonzalo hizo ademán de acompañarla, pero su brazo no era de gran ayuda. Y Chacaltana sintió el impulso de lavar él, pero necesitaba pasar un rato a solas con el viejo. De ciertas cosas no podía hablar con nadie más.

—Me alegra que haya vuelto usted, Don Gonzalo.

El viejo dejó escapar una especie de gruñido alegre y se echó un chorro de pisco en el café:

—Tu visita me hizo pensar mucho, Félix.

—¿Ah, sí? ¿En qué?

—En que soy presa del pasado. Me paso la vida sufriendo por lo que ya no puedo arreglar. Y no me entero de lo que sí puedo hacer bien.

—¿Se refiere a mi madre?

—Y a ti también.

Don Gonzalo dijo eso con una sonrisa amable, el tipo de sonrisa que Chacaltana no recordaba haberle visto jamás a su verdadero padre. En el fondo, él era una oportunidad para Don Gonzalo de redimir sus errores pasados. Y viceversa.

El asistente de archivo se aclaró la garganta:

—He… averiguado nuevos datos sobre Joaquín. Han ocurrido algunas cosas también. ¿Quiere que le cuente?

—No.

La negativa sonó tan inesperada como un golpe o un escupitajo. Chacaltana se sorprendió:

—¿No? Pensé que…

—Ya te lo he dicho, Félix. No quiero vivir en el pasado. Los errores que haya cometido han quedado atrás. Me habría gustado repararlos. Pero ahora tengo que ocuparme del futuro. Tú me enseñaste eso el otro día, en nuestra conversación en el Barrio Chino. Y pienso ponerlo en práctica. Deberías hacerlo tú también.

—No es tan fácil.

—¿Me lo estás diciendo a mí?

Los interrumpió el timbre de la puerta. Pero ninguno de los dos se levantó a abrir. Oyeron a la madre de Chacaltana, que cerraba el grifo y emprendía la larga marcha hacia la entrada. Ni aun así se movieron.

—Don Gonzalo, pensé que era usted el primer interesado en saber lo que ocurrió con su hijo.

—Ya no. Me ha tomado toda mi vida comprenderlo, pero no debemos dejar que los muertos nos arrastren en su espiral. No lo hagas tú.

Chacaltana sintió que no podía apartarse de la espiral de Joaquín. Y de Susana Aranda. No tenía opción, igual que uno no decide si un huracán se lo lleva o no.

—¡Félix! —llamó su madre desde la puerta—. ¡Es para ti!

Pero él no respondió. O no a su madre. Le respondió a Don Gonzalo:

—¿Y el culpable? ¿Vamos a dejar que el culpable se largue sin pagar lo que hizo?

Don Gonzalo replicó:

—De lo contrario, sólo acabarás pagando tú. Libérate, Félix. Déjalo.

—¡Félix! —volvió a llamar la madre, acercándose por el pasillo—. ¡Te buscan!

—¿Quién es? Nadie viene a buscarme a casa nunca. ¡Di que no estoy!

Ahora, la cabeza de su madre asomó al saloncito. Se veía preocupada:

—No me parece correcto, Félix. Es un militar. Ha dicho que se llama «almirante Carmona».