Las palabras de Susana Aranda se amotinaban en su mente mientras compraba flores en la iglesia de La Merced. Un niño. Eso es lo que había traído Joaquín de Argentina. No armas ni drogas, sino un menor de edad. Pero ¿por qué? ¿De dónde había salido? ¿Adónde lo llevaba? Y sobre todo, ¿por qué había dejado una denuncia contra sí mismo en el escritorio de Chacaltana?

—¿Rosas o violetas?

El asistente de archivo abandonó su ensueño para responderle al florista.

—Rosas —dijo—. Muy rojas.

En ese momento, recordó el color de la sangre, goteando de la frente de su amigo. Rojo casi marrón. Un bermellón fundido con el color excremento del cauce del río.

—Mejor blancas —corrigió.

Mientras reemprendía el camino hacia el diario El Comercio, las preguntas seguían explotando en su cabeza. Había llamado al aeropuerto a preguntar los horarios de los vuelos. Joaquín debía haber regresado de Buenos Aires al mediodía, con el tiempo justo para dejar su carga en algún lugar y llegar al archivo antes de la hora de cerrar. Pálido y demacrado pero entero, había dejado la denuncia y había distraído a Chacaltana, que se preparaba para ir a casa. «Todo saldrá bien.» Se había asegurado de que Chacaltana no encontraría el formulario hasta el lunes por la mañana. ¿Por qué? ¿Porque sabía que iban a matarlo el fin de semana? Y si lo sabía, ¿por qué no lo evitó?

También se preguntó por qué dejarle la denuncia a él. Joaquín trabajaba para Inteligencia. Nadie podría protegerlo mejor que el almirante Carmona en persona. Pero entonces recordó las palabras de Joaquín que había citado Susana Aranda: «Félix es la única persona que conozco que no le haría daño a nadie». Joaquín lo recordaba como a un amigo. Quizá por eso confiaba en él. Aunque no le confiase sus secretos, confiaba en él.

En la puerta del edificio de El Comercio, Chacaltana tomó aire. Debía reconducir sus pensamientos hacia Cecilia. Era hora de explicarle su plantón de la noche anterior. Sin duda, ella comprendería la gravedad de todo el asunto. No podía ser indiferente a un niño ingresado ilegalmente en el país y un cadáver colgando de las vigas de un apartamento. Sí. Cecilia tenía que entenderlo. Ella siempre entendía.

Al entrar la vio, del otro lado del vestíbulo, cerrando su puesto. Optó por esperarla ahí mismo, en la reja, mientras organizaba sus pensamientos. Lentamente, ella atravesó la sala en dirección a la salida. Él trató de componer una sonrisa. Alzó las flores para que ella pudiese verlas bien. Preparó unas palabras de saludo. Ella caminó con el rostro inescrutable, pero la mirada fija en el asistente de archivo.

Y cuando llegó a su altura, le volteó la cara de una bofetada.

El golpe resonó en metros a la redonda, y llamó la atención de los que salían a almorzar a esa hora. Chacaltana trató de devolver su cerebro a su lugar antes de responder:

—Ce… cilia… Yo…

—¡No te me vuelvas a acercar, imbécil!

Ella habló con una voz cargada de rabia pero en volumen bajo, para no llamar la atención de todo el mundo, y sonó aún más venenosa que si hubiera gritado.

—Lo siento, Cecilia…

—Lo hubieras sentido ayer, cuando me dejaste tirada en el Cordano. Y por suerte no quedamos directamente en el hostal. ¿Cómo te atreves a venir ahora, idiota, poco hombre, desagraciado?

No pudo contenerse y le soltó otra bofetada, que esta vez él bloqueó con el ramo de rosas. Una lluvia de pétalos blancos se esparció a su alrededor.

—Déjame explicártelo, Cecilia, no te imaginas lo que pasó.

—Ni quiero imaginármelo, estúpido. Ya no quiero saber nada de ti. Es la última vez que me plantas o me desprecias.

—No te he despreciado…

—Cállate.

La voz de ella ya no sonaba teñida de rabia. Ahora sólo reflejaba dolor. Era incapaz de disimularlo, ni siquiera en la puerta de su trabajo. Chacaltana quería llevarla a almorzar. Explicarle todo en algún lugar tranquilo. Pero ella no paraba de hablar:

—Llevé mi cepillo de dientes, como una cojuda —sollozó—, y una ropa interior bonita, de encaje, que compré especialmente. Lo pensé durante muchos días… Y tú ni siquiera te acordaste… No me importa qué excusa tengas, huevón. ¡Tú no me volverás a humillar así!

El asistente de archivo, con su ramo de flores desplumado en la mano, imaginó a Cecilia esperándolo en el Cordano, sola, masticando la ira mientras las horas pasaban. Se preguntó qué habría sido más cruel: abandonar a Cecilia antes de su noche de amor o abandonar el cadáver colgante que aguardaba por él en el apartamento de Joaquín Calvo. Entre una mujer viva y una muerta, ¿cuál pesaría más en su conciencia?

—Si me das una oportunidad, te invitaré a almorzar y te lo aclararé…

—¿No has entendido? ¡No quiero volver a verte! —susurró ella con aspecto de chillar en voz baja—. Tú para mí ya no existes. ¿Crees que eres mi única opción? Hay otros hombres en el mundo. Y no todos se olvidan de mí.

De un último manotazo, hizo volar el ramo ya desnudo de las manos de Chacaltana. Él habría querido explicar lo ocurrido sin mencionar el nombre de otra mujer, o por lo menos, sin mencionar el nombre de la mujer que él había besado frente a Cecilia. Pero los segundos pasaban corriendo y las palabras huían a la misma velocidad. Además, la mención a los «otros hombres» lo laceró. Comprendió que ella no estaba en esa puerta para hablarle. Ella estaba ahí esperando a alguien más. Debía tratarse del chico informal de los jeans, su competidor habitual.

—Oh, no —se lamentó—, Cecilia… ¿Sigues saliendo con el joven de la otra noche? Por favor, no sé quién sea él, pero yo…

—Tú no tienes derecho a pedirme nada. Ni a meterte en mi vida. Ya no.

Imparable, inexplicablemente, la tristeza de Chacaltana se fue convirtiendo en rabia. Él también tenía razones para enfadarse.

—¿Y cuánto te ha tomado buscarte a otro? ¿Doce horas?

—Para que lo sepas, infeliz, yo había rechazado la invitación. Esta mañana he llamado a preguntar si seguía en pie.

—¿O sea, que has estado jugando a dos manos? No puedo creer que seas tan hipócrita.

—¡Tú ya no tienes que creer nada! ¡Vete de una vez!

—No me voy a ir. De ninguna manera. Quiero que ese tipo venga aquí y te lleve en mi presencia. Quiero verle la cara cuando…

—¡Félix! ¡Qué sorpresa!

La voz que terció en su discusión le resultó a Chacaltana horrendamente familiar, desagradablemente conocida, sobre todo porque era una voz que él asociaba con lugares y situaciones muy diferentes, con casas llenas de gente armada, con aeropuertos militares y máscaras, con peligros, con desaparecidos y con fantasmas. Pero aun así sonó tan inocente, y su saludo parecía tan amistoso, que el asistente de archivo sólo atinó a voltear hacia ella y responder, presa del estupor:

—Daniel… ¿Cómo… está usted?

Cecilia recibió al estudiante con un beso esquivo en la mejilla y bajó la mirada, en espera de que la irritación se borrase de sus propios ojos.

—Hola, Daniel.

Él la miró con evidente ilusión, casi con apetito:

—¿Lista? Conozco un chifa que te va a dejar china de gusto.

—Seguro que sí —sonrió ella—. ¿Nos vamos ya?

—Ya que nos hemos encontrado, me gustaría decirle unas palabras a Félix. ¿Te importa esperar un minuto?

—No, claro. Voy al baño. De paso me retoco un poco.

Cecilia se alejó sobre una alfombra de pétalos blancos y ramas de rosal rotas. El asistente de archivo no pudo evitar fijarse en la mirada embobada del estudiante, que la contemplaba como ido. Algo así debía de ser la mirada del propio Chacaltana cuando ella sí lo quería.

—Es linda, ¿verdad? —declaró Álvarez.

El asistente de archivo previó lo que iba a seguir. Una lucha entre dos hombres. Una competencia entre dos depredadores por la presa. Era la hora de fijar posiciones y declarar la guerra.

—¿Le gusta a usted?

Álvarez suspiró:

—Llevo una larga temporada sin tener una vida normal. Ya sabes: chicas, cervezas, cine… Las pistolas y las capuchas no son un plan muy agradable.

—¿Y sus amigos?

Álvarez sonrió ahora ampliamente. Sus ojos irradiaron una luz amable.

—Esta mañana, todas las familias han recibido llamadas. Están en la Policía Federal. Todos los de Jujuy, incluso Ramiro, saldrán de Argentina en vuelos comerciales.

—Cómo olvidarla —masculló Chacaltana, pensando que en esa lista faltaba Mariana, la argentina. Se lo guardó para sí. No quería arruinar el buen humor del joven.

—Quiero agradecértelo, Félix —dijo el joven, extendiendo su mano hacia el asistente de archivo, que la recibió confuso.

—¿Agradecerme qué?

—Si tú no hubieses metido tus narices en este asunto, estaríamos todos muertos. No me cabe duda. Pero con el Perú regresando a la democracia y un operador judicial fisgoneando…, los militares no se han atrevido. Nos has salvado el pellejo. Y te has jugado el tuyo.

Para Chacaltana, las palabras del estudiante no tenían sentido. Él esperaba hablar de amor, en realidad. O de lucha. Comprendió que a Álvarez ni se le había pasado por la cabeza que Chacaltana tuviese algo que ver con Cecilia. Quizá ese joven aventurero y valiente ni siquiera había pensado que, en temas de mujeres, le hiciese competencia un empleado público envarado y relamido. Al fin y al cabo, el asistente de archivo no era nada más.

—De… nada.

—Además, parece que las elecciones han sido limpias. El pueblo ha hablado. Los partidos progresistas han ganado. Los compañeros estamos estudiando ahora si no es momento para reingresar al sistema político. Así incluso podríamos investigar las cosas que han estado pasando. Como la muerte de Joaquín.

—Claro.

—Seguiremos apoyando a los compañeros argentinos y chilenos, que sí están sufriendo la barbarie. Pero tenemos más suerte que ellos. ¿No crees?

—Eso supongo.

Por un instante, Chacaltana deseó que Álvarez siguiese en la clandestinidad. Lejos de su ansiada vida normal. Lejos de Cecilia. Pero en ese momento, ella regresó del baño. Se había maquillado, borrando los rastros de llanto. El asistente de archivo deseó tener un maquillaje que borrase el dolor, la tristeza y el vacío de su ánimo.

—¿Nos vamos? —dijo ella, sin volverse hacia Chacaltana.

—Claro —respondió Álvarez.

Ella salió primero, sin despedirse. Antes de seguirla, el estudiante sacó una libreta y un lapicero. Garrapateó unas líneas en un papel. Lo arrancó y se lo ofreció a Chacaltana.

—Toma, Félix. Confío en ti, y he transmitido esa confianza a mis compañeros. Te has ganado esto.

Vencido sin siquiera luchar, Chacaltana recibió lo que el otro le ofrecía. Era un número de teléfono. Sin duda, un número extranjero, ya que las primeras cifras figuraban entre paréntesis. Miró a Álvarez, en espera de una explicación:

—Es el número argentino de Mendoza —dijo el estudiante—, nuestro secretario general. Ya te he hablado de él: el que desconfiaba de Joaquín. También a él le he hablado de ti. Le he contado cómo nos has ayudado. Si quieres preguntarle cualquier cosa, llámalo. Él contestará.

Antes de irse, el estudiante abrazó fuertemente a Chacaltana, raspándole la mejilla con su barba descuidada. Por encima de su hombro, el asistente de archivo atisbó por última vez a Cecilia, que se impacientaba en la vereda, ansiosa por irse a almorzar.