—Tristísimo.
—Sí, señor.
—Deprimente.
—Sin duda.
—Indignante.
—Lo que usted diga, señor.
El director del archivo temblaba de rabia. Cada cierto tiempo, emergía de su despacho y exigía algún papel del todo inútil, o reprochaba a Chacaltana alguna diligencia que el asistente sí había realizado. Pero era sólo una excusa. Lo que en realidad quería era despotricar contra el equipo peruano.
—La sombra de sí mismos, hijito. Una vergüenza. Es imposible que hayan jugado tan mal.
—A lo mejor estaban cansados. Ha sido una campaña larga.
—¿Cansados? —se ofendió el jefe—. ¿Cansados? Yo trabajo todos los días. ¿Me canso yo?
Chacaltana estuvo a punto de señalar las repetidas ausencias al trabajo de su interlocutor, pero no le pareció correcto. El director dio por ganado el argumento y continuó con sus protestas:
—Además, son futbolistas, ¿no? Se supone que están en buen estado físico. Hasta yo habría defendido mejor. Al menos, no le habría regalado la pelota a ese polaco calvo.
El asistente de archivo contempló a su director, que aunque lo disimulase, también era calvo. Repasó mentalmente la forma hinchada de su barriga y el arco de sus piernas, como dos paréntesis. Trató de imaginarlo jugando fútbol, pero estaba demasiado triste para concebir esa imagen.
—Claro que sí, señor.
—¿Tú sabes cuál es el problema con este país?
—No lo sé.
—Que la gente no persevera. Se dan por vencidos muy rápido. Dicen: «Si ya pasé a cuartos de final, ¿para qué lograr más?». Les falta ambición.
—Eso debe ser.
—Les falta creer en el triunfo.
—Claro.
Y Chacaltana volvía a concentrarse en la redacción del libro de estilo del Poder Judicial, un aporte propio para la unificación de las normas ortográficas que, además, le permitía dejar de pensar en Susana Aranda.
Una vez más, era un alivio volver a su posición de asistente de archivo. Ahí, podría enterrar la cabeza en su bandeja de pendientes y tratar de olvidar las pasadas dos semanas. Volver a ser quien siempre fue, y para siempre. Y sin embargo, las últimas palabras de Susana Aranda resonaban en su memoria. «Ha sido por el niño. Todo por el niño».
Algo le decían esas palabras. Algo que tenía que ver con él.
—¿Y sabes qué es lo peor? —volvió a salir de su despacho el director, ahora con su botellita de ron en la mano, en clara violación de las normas de comportamiento de la Judicatura, y de las buenas prácticas de digestión del desayuno.
—¿Qué es lo peor, señor?
—Que aún nos falta un partido. Y es con Argentina.
—Ya. Eso es lo peor.
El asistente intentó sumergirse de nuevo en su trabajo. Quizá era un buen momento para abandonar su escritorio y explorar las sendas ignotas del pasillo de Atentados contra la Moral y las Buenas Costumbres. Nunca había terminado de poner orden en esa sección del archivo. Pero mientras se decidía, Chacaltana notó que el director lo miraba fija y seriamente, como a un oráculo. O a un extraterrestre.
—Felixito… Tú no sabrás nada, ¿no?
En ese momento, Félix Chacaltana Saldívar sólo sabía dos cosas: que la denuncia con errores de forma por irregularidad administrativa migratoria menor aún no había sido corregida por ninguna instancia pertinente. Y que el dolor por la pérdida de Susana Aranda era como un pozo sin fondo.
—No, señor —dijo, seguro de que la pregunta del director no tenía nada que ver con sus conocimientos.
El director se acercó a su escritorio, arrastrando su habitual microclima:
—¿No se lo has preguntado a tu jefe?
—Usted es mi jefe, señor.
—Me refiero al almirante Carmona, pues, Felixito. Tú eres bien lento, ¿no?
—Mi trabajo para el almirante fue puntual. No creo que continúe haciéndolo. Yo pertenezco al archivo judicial.
Trató de sonar orgulloso, pero un matiz lastimero se coló en sus palabras. Afortunadamente, el director del archivo no era especialmente hábil reconociendo matices, y tampoco escuchaba cuando no quería.
—Quiero que le preguntes por lo que dicen, hijito.
Sin duda, la aventura de trabajar para el almirante había estimulado el amor propio de Chacaltana, de modo que ahora se sentía capaz de solicitarle a su jefe que lo dejase trabajar en paz. Aun así, por una cuestión de cortesía elemental, optó por preguntar:
—¿Y qué es lo que dicen?
El director miró a todos lados, como si algún espía estuviese pendiente de su conversación sobre fútbol. Se sentó en la silla frente al escritorio de Chacaltana y la empujó hacia delante, hasta poner su aliento demasiado cerca de su asistente.
—En la carceleta y en el tercer piso todos hablan…
—¿Sí?
El director dio un trago más de su botella y encendió un cigarrillo. Se veía estresado:
—Dicen que nos vamos a echar.
El asistente de archivo Félix Chacaltana hizo un gran esfuerzo por encontrar un significado a esas palabras. Sólo se le ocurrió que alguien se acostaría, pero no tenía claro quién ni por qué. Para no delatar su confusión, se limitó a responder:
—¿En serio?
Con gestos de espía que ha descubierto una prueba crucial, el director se sacó del bolsillo un recorte doblado del diario de ese día. Era una página deportiva de El Comercio. Al reconocer el diario, Chacaltana recordó a Cecilia. Tenía que ir a buscarla cuanto antes para darle explicaciones por su plantón del día anterior. He ahí otra complicación por resolver en su vida.
Pero el director no sabía nada de eso. Él quería que Chacaltana leyese el titular, que colocó frente a sus ojos, casi pegado a ellos. El diario, en letras de molde, anunciaba:
BRASILEÑOS PEDIRÍAN A FIFA
CAMBIAR HORARIO
A continuación, el director revolvió el papel, como un mago haciendo un truco, para enseñarle a Chacaltana otro titular:
RAMÓN QUIROGA CONVERTIDO EN ENEMIGO DE BRASILEÑOS
—¿Lo ves? —preguntó el director.
Chacaltana no lo veía. Ni siquiera sabía qué debía ver.
La duda debió aflorarle al rostro, porque antes de que preguntase, el director le explicó:
—Brasil juega con Polonia tres horas antes que nosotros, Felixito. O sea, que Argentina ya sabrá cuántos goles necesita para pasar a la final.
El director enfatizó estas últimas palabras, de modo que Chacaltana se sintió obligado a responder:
—Muy interesante.
—Y nuestro portero, Quiroga, ¿sabes de dónde es en realidad? ¿Sabes dónde nació?
—…
—En Argentina. Para ser precisos, en Rosario. Justo donde juega Perú, que ya está eliminado, así que cualquier resultado le da igual. ¿Entiendes?
—Supongo que… sí.
Atrás de sus gruesos lentes, los ojos del director estaban abiertos en señal de consternación. Hablaba como si estuviese descubriendo un complot internacional contra el Gobierno. Quizá creía que eso era lo que estaba haciendo.
—Felixito, quiero que hables con el almirante. Con Seguridad del Estado. Con el Ministerio del Interior y el del Exterior.
Chacaltana trató de encontrar una conexión entre todo lo que decía ese hombre. Al final se animó a preguntar:
—¿Y qué les digo, señor?
—Que no nos vendamos. ¡Que el Perú no se vende!
Machacó sus últimas palabras aplastando el cigarrillo contra la suela de su zapato para apagarlo. Chacaltana se preguntó si su jefe se había vuelto completamente chiflado.
—¿Y… usted cree, señor, que Seguridad del Estado puede… alterar el resultado de un partido de fútbol?
—Pueden cambiar a Quiroga, ¿no? ¿Qué clase de seguridad tenemos si no pueden ni cambiar al portero?
—Es que no forma parte de las competencias del…
—Entonces pueden advertirle —endureció la voz el director—. ¿No es delito la traición a la patria? ¿No se fusila a la gente por eso? Ya está. Ya tenemos el tipo penal. Si Quiroga se deja hacer goles, al paredón. Y punto. Por traidor. Y por argentino.
El asistente de archivo evaluó con rapidez numerosas respuestas posibles. La única que le pareció segura fue:
—Veré qué puedo hacer.
El rostro del director del archivo se distendió. Al parecer, estaba seguro de tener un aliado en el Cielo. Presa de un arranque de felicidad, besó en la mejilla a Chacaltana, impregnándolo con su peste a vicio.
—¡Gracias, Felixito! ¡Gracias! Y ya sabes. Cuenta conmigo. Lo que quieras. Cuando quieras. Te debo una, ¿ah? El país te debe una.
Antes de que el asistente pudiese defenderse, el director aplastó un beso contra su otra mejilla y se levantó. Parecía relajado, aliviado, como si todos los problemas del equipo peruano acabasen de resolverse. Incluso su piel había recuperado su color habitual: pálido, pero no demasiado verdoso.
—¿Sabes qué, Felixito? De repente me siento mejor, esperanzado. Voy a salir un ratito, ¿ya? Si llama alguien, ya sabes: me fui al Ministerio de Justicia.
Antes de escuchar la respuesta, el director se había marchado.
El asistente de archivo se alegró. La ausencia de su jefe le permitiría trabajar tranquilo. Pasó revista a las solicitudes de información de archivo y otras menudencias. Y después de despachar la parte urgente, volvió a su vieja obsesión sin resolver, a su bestia negra de las últimas semanas: la denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor.
Desde el comienzo de sus pesquisas, nadie le había dado razón. Nadie se había hecho responsable de esa denuncia. Nadie sabía siquiera de su existencia. Otras veces, el culpable de los errores de forma había remoloneado, se había hecho el tonto, pero ante la presión de Chacaltana, había terminado por admitir su falta de seriedad. Esta vez, la denuncia parecía haber surgido de la nada.
Chacaltana rememoró su origen. La denuncia llevaba en su escritorio dos semanas. Lo recordaba bien porque la había encontrado el mismo lunes de la desaparición de Joaquín. Pero nadie había podido dejar ese papel en su escritorio en fin de semana. La única posibilidad era que hubiese llegado el viernes anterior. Ese día, al final de la tarde, Chacaltana se había levantado de su escritorio unos minutos para recibir precisamente a Joaquín. De hecho, era la última vez que lo había visto, cuando Joaquín había dicho esas palabras, «que te vaya bien», con el aspecto de que a él le iba mal. Su amigo se había mostrado extraño, ansioso, había tomado del brazo a Chacaltana y se había despedido sin más trámite.
Y al hacerlo, había forzado a Chacaltana a dar la espalda a su escritorio. El momento perfecto para dejar un papel en él.
Irregularidad administrativa migratoria menor.
Una chispa saltó en la mente de Chacaltana. Eso había sido un viernes. El día en que Joaquín había regresado de Argentina. Pasando por el aeropuerto, por la aduana…, por la policía de migraciones.
Chacaltana miró de nuevo el formulario, con su letra temblorosa. Se dirigió al fichero de usuarios y recogió la ficha de Joaquín. Era la misma letra. Peor escrita. Más asustada. Pero sin duda, la misma.
Volvió a mirar la denuncia, ahora con otros ojos. La razón del desorden podía ser simplemente que Joaquín no sabía llenarla. La habría escrito arriba, en la entrada del Palacio, haciendo lo que había podido. Había cumplimentado la información rápidamente, rellenando los espacios con prisas. Había salpicado errores por todo el papel. De hecho, ni siquiera había consignado bien el objeto de la denuncia. Sus palabras se cruzaban entre espacios diferentes, saltando de uno a otro, en una mezcla letal de nerviosismo e ignorancia.
Chacaltana volvió a mirar cada casillero, y a tratar de entender qué significaba ese papel exactamente. Comprendió que una de las palabras podía interpretarse de dos maneras. Hasta ese momento, había dado por seguro que se denunciaba una irregularidad administrativa migratoria menor. Pero la última palabra cabalgaba entre dos espacios, y podía pertenecer al casillero siguiente, no a la denuncia sino al objeto.
En ese caso, debía leerse de otra manera:
Hechos a denunciar: Irregularidad administrativa migratoria.
Objeto ingresado ilegalmente en el país: Un menor.
«Ha sido por el niño. Todo por el niño.»