Todo se había organizado con la mayor eficiencia. Como si quisiesen deshacerse de Susana Aranda. Por tratarse de la esposa de un militar, la policía había ocupado el apartamento rápida y discretamente. La autopsia había dictaminado muerte por asfixia, acaso suicidio, quizá no. Y esa mañana, los periódicos guardaban luto por la derrota del equipo peruano, así que ninguno dedicó una reseña a la inoportuna muerte de una desconocida.

El 19 de junio por la mañana, el cuerpo de Susana Aranda ingresaba en el cementerio Baquíjano y Carrillo en un ataúd cargado por tres grumetes de la Armada Nacional y su esposo, el almirante Héctor Carmona. Todos llevaban su uniforme de gala blanco con un brazalete negro para marcar el duelo. Los ojos de Carmona, habitualmente penetrantes, ahora parecían invadidos por una neblina gris, como el espeso cielo de la capital.

A diferencia del entierro de Joaquín Calvo, éste se realizó con una decena de invitados, y en una zona más próspera del camposanto, sembrada de columnas e imágenes de mártires. En el camino al sepulcro, Chacaltana reconoció algunas de las estatuas de mármol por donde él mismo había paseado con Susana Aranda apenas un par de días antes. Cada vez que se cruzaba con una estatua conocida, como ante un mal presagio, se hacía la señal de la cruz.

El servicio fúnebre fue breve. El sacerdote había conocido a Susana, y recordó algunas de sus cualidades, como la caridad o su abnegación como esposa. Cuando mencionó esta última característica, se oyeron sollozos entre los asistentes. Pero ninguno era de Carmona, que mantenía la actitud serena y la mirada fija en algún punto entre los mausoleos.

Dos entierros en dos semanas.

Dos nuevos inquilinos del Baquíjano y Carrillo.

Alguna vez, Chacaltana se había visto a sí mismo como Joaquín Calvo, como si repitiese cada movimiento y cada suceso de su vida. Pero él no era Joaquín. Era más bien su sepulturero.

El asistente de archivo atendió a la ceremonia un paso más atrás que el resto de asistentes. Recordó cada segundo en compañía de Susana, evitando los momentos de calentura por respeto a su memoria. Y al terminar, trató de acercarse a darle el pésame al esposo.

—Almirante… —dijo quedamente junto al militar, que recibía el abrazo de un hombre joven, acaso un sobrino o un primo.

Carmona levantó sus ojos azules hacia Chacaltana. Se iluminó el fondo de sus pupilas. Pero su rostro y su voz no respondieron. Volvió a bajar la mirada, y luego la desvió hacia otros parientes llorosos. Segundos después, ya estaba con ellos, alejándose de Chacaltana.