Tardó una hora y media en bajar del Morro y conseguir un autobús. Para cuando llegó a un sitio donde tomar un taxi, había oscurecido en el cielo y en el ánimo de los peruanos, eliminados sin contemplaciones del Mundial.
Era tarde incluso para encontrarse con Cecilia, como había quedado. Pero antes tenía que ver a Susana Aranda. Antes de ver a Cecilia, antes de conocer su cuerpo desnudo, debía apartar de su propia mente esa imagen perturbadora y rubia.
Mientras el taxi enfilaba por el jirón Lampa, pensó que el almirante Carmona le había hecho un favor. Chacaltana no quería saber más sobre la muerte de Joaquín Calvo, ni volver a enfrentarse a la esposa del almirante. Relevarlo de la misión era la excusa para cumplir ambos objetivos.
Al entrar en el edificio de su amigo, que en paz descanse, Chacaltana comprendió que no sería fácil. Esa mañana, en el teléfono, Susana había sonado muy preocupada. Al decir aquello del niño, «ha sido por el niño», parecía aterrorizada. Y sin embargo, el asistente de archivo sabría convencerla de acudir a las autoridades pertinentes en busca de consejo y apoyo. A fin de cuentas, ella podía acudir a su propio marido. Desde esa tarde, y por orden de ese mismo marido, Chacaltana ya no tenía ninguna relación con la investigación.
Pero sobre todo, le costaría perder la presencia de esa mujer, de su piel de albaricoque y de su luminosa cabellera. Echaría de menos hasta su olor.
Mientras subía las escaleras, ensayó mentalmente su discurso. Tenía que ser breve y preciso, ya que después debía correr a encontrar a Cecilia. Además, no podía permitirse exteriorizar sus sentimientos. Frialdad profesional, pensó. Ante todo, frialdad profesional.
Aún recordó, como un chispazo en su memoria, el beso que ella le había estampado en la calle, aquella vez, frente a Cecilia. Echaría de menos incluso ese recuerdo. Pero ya arriba, pudo olvidarlo rápido, distraído por un detalle inesperado: la puerta del apartamento de Joaquín Calvo no estaba cerrada.
En sentido estricto, tampoco estaba abierta, sino entornada. Como una invitación a husmear. Chacaltana recordó que ese apartamento siempre le había dado sorpresas espantosas. Su corazón se aceleró.
—¿Susana?
Tocó la puerta suavemente. Luego más fuerte. Al final, empujó con lentitud la hoja. Ahí estaba el desorden de siempre, o al menos parecía el de siempre. Chacaltana no creía que alguien hubiese regresado a desordenar el lugar aún más.
Mientras la puerta se abría con lentitud, fue desvelando los muebles rotos y los objetos destrozados que él ya conocía. Pero había algo nuevo ahí. Algo imprevisto. Al comienzo, sólo era una presencia. Unos centímetros más allá, se convirtió en una silla arrojada en el suelo. Sobrevolaba la silla la larga sombra de un objeto muy grande.
Era un cuerpo. Y casi alcanzaba la altura de las vigas del techo.
En fracciones de segundo, Chacaltana pensó que era demasiado alto para ser Susana Aranda. Pero ése era su pelo, y su abrigo negro, y su cuerpo. Y sus ojos, aunque estuvieran salidos de las órbitas. Y su lengua, esa lengua que lo había besado, aunque estuviese ahora toda desparramada fuera de la boca.
Ésa era Susana Aranda, la mujer que Chacaltana echaría de menos.
Y si parecía muy alta era sólo porque sus pies, esas deliciosas extremidades enfundadas en zapatos de piel, no llegaban a tocar el suelo.