—Cubillas se mete por el centro. Atención que está haciendo diabluras. Pase para La Rosa, que está sitiado de polacos. La Rosa busca una salida. Retrasa la pelota hacia Cueto, que espera en el centro fuera del área. Pero la pierde. Polonia está muy cerrada atrás y es rápida con el contragolpe. ¡Vamos, Perú, rumbo a la final del Mundial!

El almirante Carmona le había dado la mano, pero luego había permanecido en silencio, atento a la jugada que narraba la radio. A pesar de dirigir un departamento militar importante, no llevaba escolta y conducía el coche él mismo. Por la calle soplaba la brisa de la calma chicha, como en todos los días de partido. La tensión contenida.

—¿Le gusta el fútbol, Félix?

Chacaltana no quería mentir pero tampoco sonar demasiado raro. Su desinterés por el fútbol lo hacía sentir como un extraterrestre.

—No, señor. Sí, señor.

El almirante rio:

—A todo el mundo le gusta el fútbol. El Jurado Nacional de Elecciones ha autorizado a los miembros de las mesas a poner la televisión durante la jornada electoral. Si no, no se habría presentado nadie.

—Bien pensado, señor.

Por primera vez, el almirante apartó la vista del frente y le dirigió a Chacaltana una de sus miradas suspicaces.

—Por lo menos —anunció— tendremos unas elecciones tranquilas, ¿verdad?

Chacaltana asintió. El narrador siguió contando el partido:

—Fíjense en este hombre, Lato, que es como un equipo él solo. Rápida combinación con Szarmach para salir al ataque. Ahora Iwan la devuelve de taco para Lato. Qué velocidad, señores. Pero Lato cae y el árbitro decreta tiro libre favorable a Polonia.

El almirante detuvo el auto frente a un colegio. Antes de bajar, esperó a que Lato patease el tiro libre. Contuvo la respiración. El tiro fue alto, a un rincón del arco, pero el portero Quiroga lo atajó con un salto de araña. Carmona soltó un suspiro de alivio.

—Espéreme aquí.

El almirante iba vestido de civil, con una chaqueta de tweed, una corbata azul y un pantalón negro. Pero algunos oficiales lo reconocían y se cuadraban frente a él. Chacaltana lo vio hablando con ellos por el espejo retrovisor, mientras la gente abandonaba el centro de votación con los dedos morados de tinta. Después de unos minutos, regresó al automóvil y se puso en marcha.

—Bien, Félix —dijo sin preámbulos—: ¿Qué ha averiguado? Infórmeme.

Chacaltana rememoró los últimos días. Como sabía que el almirante era un hombre muy ocupado, trató de seleccionar lo más importante y decirlo del modo más breve y conciso:

—Tengo un nombre: Mendoza.

El almirante conducía con la mirada en la pista y el oído en la radio. Chacaltana se preguntó si lo habría escuchado. Al no recibir ninguna orden, optó por continuar:

—Es algo así como el jefe del grupo. Se ocupa de sacar a los subversivos de Argentina y traerlos acá. Mi informante admite que sospechaba de Joaquín.

—¿Sospechaba? —al fin dio señales de vida el almirante.

—Sospechaba que Joaquín trabajaba para nosotros. No quería darle demasiada responsabilidad. No confiaba en él.

—Entiendo —dijo secamente el almirante. Por un momento, pareció tratar de ubicarse entre las calles. Giró hacia el Museo de Bellas Artes y entró en la Vía Expresa.

—¿Y dónde está ese hombre? —preguntó después de un rato, reconectando en la conversación.

—En Argentina.

—Fuera de nuestro alcance… O quizá no.

El almirante se sumió en sus pensamientos. En la radio, el narrador continuaba su relato:

—Nawałka por el centro, explorando el área peruana. Szarmach espera el pase pero Deyna viene por fuera, más libre. Deyna recibe y crea peligro, está en el borde del área, la devuelve para atrás hacia Nawałka, que pateeeaaaaa…, La pelota choca contra el travesaño y se va fuera del campo. Perú vuelve a salvarse de un ataque polaco envenenado…

—¿Qué pasa, carajo? —se enfadó el almirante—. Parece que no hubiera peruanos jugando.

—Hay algo más —musitó Chacaltana. Había dudado si decirlo hasta entonces, pero no veía al almirante muy impresionado con sus hallazgos. Quería llamar su atención más que el partido de fútbol de la radio.

—¿Qué cosa?

—Tengo… —se preguntó cómo llamar a Susana Aranda sin involucrarla: ¿fuente?, ¿informante?, ¿testigo?—… indicios de que ese Mendoza tenía razón. Al parecer, Joaquín era un doble agente. Posiblemente, trabajaba para Inteligencia. Pero eso, claro, lo sabrá mejor usted.

El almirante dio un frenazo. Por suerte, la Vía Expresa se encontraba bastante despejada. Pero aun así, un Volkswagen escarabajo hizo sonar una furiosa bocina a sus espaldas. El almirante pareció reponerse. Miró a Chacaltana con una llamarada en las pupilas y reemprendió el camino, ahora más rápido que antes.

—¿De dónde ha sacado usted eso?

—Es… sólo… una especulación.

—¿No especula demasiado, Félix?

—Mi trabajo es verificar todos los detalles, señor.

El auto aceleró aún más. Si estaban haciendo una ronda por centros de votación, el siguiente debía de estar muy muy lejos. Quizá era una buena idea cambiar de tema mientras llegaban.

—Señor, ¿por qué no lleva escolta?

—¿Sabes para qué sirven las escoltas? Para que tus enemigos sepan adónde disparar.

Chacaltana pensó que también servían para mirar. Cayó en la cuenta de que nadie lo había visto a él con el almirante. Oculto tras los cristales oscuros, era invisible. Si algo le pasaba, sólo el almirante podría dar fe de ello.

Salieron de la Vía Expresa y se pegaron a la autopista de la costa. Las casas ahora tenían banderitas peruanas en las ventanas. Pronto, las casas desaparecieron, reemplazadas por chozas de esteras y construcciones inacabadas de ladrillo sin revocar. Pero las banderitas peruanas aún colgaban de todas ellas. En la radio, el narrador seguía hablando, y su voz ponía a Chacaltana cada vez más tenso:

—Perú desesperado. Trata de armar juego pero no lo consigue. Lato presiona en la salida y ahora irrumpe Nawałka para cortar el pase. Bloqueo espectacular de los polacos y ya están de vuelta en el área. La pelota vuelve a Lato, que está en buena posición para pateaaaaaar… Pero el árbitro anula la jugada. Posición adelantada de Polonia. Perú vuelve a respirar.

Entraron en un túnel. La conducción del almirante resultaba cada vez más temeraria. Sin embargo, Chacaltana no pensaba sugerir que el militar, su superior, redujese la velocidad. Esperaría a que hablase. Y el almirante, sin dejar de acelerar, habló:

—Formamos parte de una operación conjunta con varios gobiernos de la región. Se llama Cóndor.

Cóndor. Chacaltana recordó su visita al aeropuerto militar. Al bajar del avión, los custodios de Daniel Álvarez le habían preguntado si él era de Cóndor. Él había dicho que sí, o había aceptado en silencio que lo era, y al parecer no se había equivocado. El almirante añadió:

—El mandato de Cóndor es colaborar en la lucha contrasubversiva. Los terroristas se mueven constantemente para escapar a las autoridades. De Argentina a Chile. De Chile a Perú. De Perú a Bolivia. Cóndor es una red sin escape.

Tomaron la autopista que llevaba al Morro Solar y empezaron a subir hacia la cúspide de la montaña. Por lo menos habían salido del túnel. Chacaltana se aferró al asiento, pero aun así sintió un mareo.

—¿Por eso había agentes argentinos operando en Lima? ¿Por eso enviaban a los detenidos peruanos a Argentina?

—Todos necesitamos calma, Félix. Ellos tienen un Mundial de fútbol, y nosotros las elecciones. Nos ayudamos mutuamente.

La voz del almirante sonaba más metálica e inexpresiva que nunca. Era difícil decidir si estaba furioso o simplemente enunciaba hechos, uno tras otro, como si pasase lista a la tropa.

Pero el ascenso continuaba. A la izquierda del coche apareció la pequeña playa de La Herradura. Y a la derecha, la Costa Verde, con su verdadero color gris, diluyéndose en el horizonte. Chacaltana comprendió que todo lo que se cayese de esa montaña se perdería irremediablemente. Una costa, un pasado o un cadáver.

El coche entró demasiado rápido en el Morro y abandonó el camino. Al fondo se veía el planetario, el único edificio del lugar. El suelo árido y pedregoso sonaba bajo las ruedas como una licuadora de rocas.

—¿Y qué va a pasar con los detenidos que se han llevado a Argentina? —preguntó Chacaltana.

Durante unos instantes, el auto pareció acelerar. Pero era sólo el ruido de las piedras en las llantas. Al contrario, frenó en seco. Muy cerca del acantilado. Muy lejos de la ciudad. Carmona le dio vuelta a la llave, y sus ojos azules volvieron a horadar el rostro del asistente de archivo.

—Nada —dijo.

—¿Nada?

—Hoy son las elecciones. Mañana los pasan a Buenos Aires, a la Policía Federal. Luego los sueltan.

Chacaltana pensó en aviones.

—¿Dónde los sueltan?

—Generalmente, en terceros países. Por nosotros, los prisioneros pueden quedarse en Argentina a ver el Mundial. Ya no son un problema.

—¿Y mientras tanto los torturan?

—Ninguno de los nuestros será torturado. Los argentinos tienen orden de no tocarlos. Además, un escándalo les arruinaría el Mundial. Aunque a veces esos idiotas se pasan de la raya. Están muy locos.

Carmona bajó del auto. Chacaltana se sintió obligado a bajar también. Las manos le sudaban, y se le atrancaron en la puerta. Cuando logró abrirla, el almirante estaba casi a su lado. De su cinturón y su chaqueta emergía el borde de la cacha de un revólver. Chacaltana afirmó, con la voz casi inaudible:

—Álvarez dice que los tiran de aviones. Que los secuestran de las cárceles.

La respuesta del Almirante pareció tardar siglos en llegar, pero como todo su discurso, no delataba sentimiento alguno:

—No sé lo que hacen. Y no quiero saberlo.

—¡Usted es su cómplice! —se exaltó de repente Chacaltana, pero se corrigió, o más bien comprendió, con miedo de sí mismo—. Nosotros… somos sus cómplices…

Lo era él, sin duda, y lo había sido Joaquín Calvo. Él era en cierto modo Joaquín Calvo, su reemplazo, su reencarnación. No podía acusar a nadie por sus propias culpas.

Salió del coche y se puso de pie frente al almirante. Si iba a recibir una bala, lo haría de frente. Sintió el viento del Pacífico golpeándole el rostro, sacudiéndole el pelo.

El almirante no había apagado la radio, y el cronista seguía con su narración:

—Masztaler por el lado. Saca el centro y ahí está Boniek solo. Ha aparecido como un fantasma frente al área peruana. Pateaaaaa…, ¡El portero Quiroga, una vez más, salvando del colapso a un equipo que está contra las cuerdas! ¡Vamos, Perú! ¡Arriba ese ánimo! ¡Tenemos que reponernos y atacar!

Chacaltana preguntó:

—¿Y ahora qué va a pasar?

El almirante arqueó ligeramente las comisuras de los labios. Quizá fuese una sonrisa. Quizá no:

—Si se refiere a este país, no va a pasar nada. Estas elecciones las ganará la izquierda, o el APRA, que es lo mismo. Después vendrá un gobierno civil. Y ya está. No se preocupe mucho por los comunistas que hemos mandado a Jujuy. En dos años, uno de ellos podría ser presidente. Esto no es Argentina, Félix. Y nosotros no somos esos salvajes.

El asistente de archivo temía la pregunta que estaba a punto de formular. Pero era lo único que podía preguntar:

—¿Y conmigo? ¿Qué va a pasar conmigo?

—El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas le agradece su colaboración con la Operación Cóndor. Ha sido usted de gran ayuda. Pero ahora ha llegado demasiado lejos. A partir de aquí, sólo queda información clasificada. Y Mendoza, como usted dijo, está en Argentina. Usted no puede hacer más. Su continuidad nos expondría a todos. Que alguien nos viese juntos podría complicar la operación.

Chacaltana no estaba seguro de cómo interpretar esa respuesta. Se levantó un golpe de viento y la arena le entró en los ojos. Tuvo que cerrarlos. A sus espaldas escuchó la radio:

—Navarro recupera pelota por el lateral izquierdo. ¡Échala, Navarro, échala afuera! Navarro se enreda y le regala la pelota a Lato. Terrible error de la defensa peruana. Lato no pierde el tiempo. Saca el centro. El gigante Szarmach está solo en el área, cabecea yyyyy…, ¡Gol! Goooooooool de Polonia. Szarmach, con el número 17 en la espalda, fusila al portero Quiroga y complica seriamente las aspiraciones de un Perú que no da una en este partido…

El verbo fusilar hizo estremecer al asistente de archivo. Sin abrir los ojos, esperó lo que tuviese que llegar. Pensó en su madre. Y en Don Gonzalo. Y en Cecilia. Lo único que lamentaba era que esto no hubiese ocurrido un día después. Lo peor de todo era morir sin haber sentido a Cecilia entre las sábanas del hostal Tropical.

Apretó los párpados. Y los dientes. Incluso los esfínteres. Y luego escuchó la puerta del coche al cerrarse, y el motor al encenderse. El auto negro se alejó de regreso a la ciudad, y pronto el sonido del motor ya no se distinguía del viento marino del Morro Solar.