Durante la madrugada del 17 al 18 de junio, Félix Chacaltana soñó que dormía en la celda de una cárcel oscura y gigantesca. Apenas podía mirar al exterior de sus barrotes, hasta que súbitamente, la luz de una linterna se acercó por el pasillo. El asistente de archivo contuvo la respiración mientras la linterna se aproximaba, pero no podía ver a su dueño. Sólo al llegar frente a la celda, la luz se detuvo. Y empezó a girar hacia atrás. Poco a poco, desde los pies, se fue iluminando el cuerpo desnudo de una mujer. Sus muslos, sus caderas, su pecho, su cuello. Rematando el conjunto, lucía el rostro de Susana Aranda. El asistente de archivo sacó la mano entre los barrotes y la acercó al rostro femenino. Pero cuando sus dedos llegaron a tocarla, ella se había convertido en Cecilia. Entonces, la linterna se apagó. En la oscuridad, Chacaltana oyó abrirse la puerta de la celda. Sintió un cuerpo desplazándose hacia el interior. Era un cuerpo caliente y silencioso. El asistente de archivo se sentó en la cama, esperando que se acercase el cuerpo. La linterna se volvió a encender. Pero esta vez, frente a Chacaltana sólo apareció un enorme perro rabioso, con unos enormes ojos rojos e hileras de babeantes dientes. Antes de que Chacaltana pudiese reaccionar, el perro saltó sobre él y se dispuso a despedazarlo a dentelladas. Sus rugidos, sus feroces ladridos se confundieron con un sonido hiriente. Debía ser la alarma de la prisión, pero cada vez sonaba más fuerte e insistente. Mientras trataba de defenderse de los mordiscos, Chacaltana comprendió que se trataba del teléfono.
—¿Mamá? ¿Mamacita?
Tardó varios segundos en darse cuenta de que el sueño había terminado, y que estaba sudando. Miró el despertador. Eran las siete. Su madre debía de estar en misa. Desde la partida intempestiva de Don Gonzalo, había retomado las mortificaciones religiosas, como despertarse al alba o ayunar para ofrecer ese sacrificio a Dios Nuestro Señor.
El teléfono seguía sonando.
El asistente de archivo se levantó y se colocó las pantuflas de lana que le había tejido su madre, para no andar descalzo sobre las losetas frías. Mientras recorría el pasillo, se animó pensando en el intenso día que le esperaba: al fin llegaban las elecciones, debía reunirse para informar al almirante Carmona, Perú jugaba su supervivencia en el Mundial y, sobre todo, esa noche era su cita con Cecilia en el hostal del kilómetro cinco y medio. Casi todo lo fundamental en su vida, y en la del país, se resolvería en menos de veinticuatro horas.
—¿Aló?
—Félix…
Aunque sonase cascada y llorosa, la voz de Susana Aranda era inconfundible. Chacaltana quería decirle que había soñado con ella, pero de repente, sus preocupaciones personales desaparecieron. El día estaba comenzando a una velocidad inesperada.
—Susana, ¿está usted bien?
—Félix, he descubierto algo horrible…, horrible…
La voz se deshizo en llantos y lamentos, hasta ahogarse en el auricular. Chacaltana deseó animarla, confortarla, tomarla de la mano.
—Susana, intente calmarse. Yo la ayudaré en lo que haga falta.
—Ha sido por el niño, Félix, todo por el niño… Es espantoso…
—Susana, creo que no la entiendo.
—No se puede entender… Es… algo salido del infierno.
—Susana… Susana, escúcheme. Tómese un agua de azahar. Beba un té. Relájese. Nos encontramos en una hora donde usted diga. Y me explica todo eso del niño.
—No. Ahora no… Es un día complicado. Más tarde.
Quedaron en verse después del partido de Perú en el apartamento de Joaquín. Ella tenía la llave y estaría esperándolo. Cecilia lo esperaría a las nueve en el Cordano para ir al hostal a pasar la noche. Tendría tiempo de sobra.
Al fin y al cabo, Susana Aranda no esperaba quedarse demasiado tiempo con él. ¿O sí? Es decir, había sido una llamada relacionada con su investigación, no porque ella quisiera… Sí, lo había besado en la calle. Y lo había abrazado aquella vez en el cementerio. Pero nada de eso significaba que…
Seguro que no, se repitió Chacaltana mientras se lavaba los dientes furiosamente frente al espejo. Su chica era Cecilia. Y le sería fiel.
Ya iba a salir cuando su madre volvió de misa. Iba toda de negro, y parecía haberse reducido de tamaño en un par de días. Además, cargaba bajo los ojos un par de surcos que ni siquiera las numerosas capas de maquillaje eran capaces de ocultar.
—Buenos días, Mamacita. ¿Has desayunado? ¿Quieres que te haga un tamal?
Pero la mujer pasó a su lado como un espectro, y al llegar al fondo del pasillo desapareció en el interior de su dormitorio. Félix Chacaltana decidió no presionarla. Había hecho todo lo posible para traer a Don Gonzalo de vuelta. Sólo le quedaba esperar.
A la hora en que abrían los centros electorales, Chacaltana ya se encontraba frente al suyo, un colegio público cerca de la Vía Expresa. Mientras entraba, un camión del Ejército se detuvo a descargar a los custodios del orden. Casi por reflejo, Chacaltana se llevó la mano a la frente en un saludo castrense. Los soldados lo miraron raro.
La mesa de votación de Chacaltana estaba en un aula del segundo piso. Chacaltana era consciente de que los primeros votantes serían reclutados para cubrir las eventuales ausencias de miembros de las mesas, pero al revés que la mayoría de los ciudadanos, eso no le importaba. Al contrario, Félix Chacaltana entendía cualquier trabajo público como un honor.
Sin embargo, todos los miembros de la mesa habían llegado. No hacía falta reemplazarlos. Chacaltana formó su cola, entregó su cédula de identidad, recogió su cartilla de votación y se encerró en la cabina destinada a tal efecto. Por supuesto, marcó la casilla del Partido Popular Cristiano, porque era casi el único que ponía «Cristiano» en lugar de «Comunista», «Revolucionario» o «Campesino». Chacaltana no tenía nada contra los campesinos, pero de momento no le parecía que estuviesen preparados para liderar un país.
Al salir, depositó la cartilla en una urna y mojó su dedo en un frasco de tinta indeleble morada. Después, con toda la mañana libre por delante, se encaminó al archivo a poner papeles en orden.
No encontró en el camino manifestaciones políticas, pero sí los preparativos para el partido de la tarde. Los coches llevaban banderas peruanas, y tocaban melodías de estadio con sus cláxones. Regía la Ley Seca por imperativo legal, aunque los bares y restaurantes del centro descargaban cajones de cerveza extra para afrontar un largo día alcohólico.
El asistente de archivo pasó la mañana en su despacho. Para él, el mejor día para trabajar era el domingo. No resultaba muy católico, porque debía ser el día dedicado a Dios. Y para colmo, pensaba terminarlo fornicando con Cecilia en un hotel. Así que antes de almorzar, fue a misa en la iglesia de San Pedro, como una manera de disculparse antes de cometer la falta.
Mientras oraba, recordó las palabras de Susana Aranda:
«Es algo salido del infierno.»
Y oró por ella, tratando de que en su oración no se colase ninguna imagen pecaminosa de esa mujer.
Almorzó un rápido cebiche y volvió al Palacio de Justicia. Confiaba en la puntualidad de Héctor Carmona. Y no se equivocó. No llevaba ni dos minutos en la puerta cuando un auto enorme de fabricación soviética, negro como un ataúd y con los cristales tintados, aparcó frente a los leones de las escalinatas. A bordo iba el almirante, que realizaba su ronda por centros de votación. En cierto modo, el día de Chacaltana estaba a punto de empezar.