—¿Interrumpo?
Chacaltana quiso responder que sí. Le ponía muy nervioso tener a Cecilia y a Álvarez sentados en la misma mesa. Eran dos partes de su vida que no debían estar siquiera bajo el mismo techo. Sin duda, era un pésimo agente secreto. Tomó nota de no llevar informantes a lugares que formasen parte de su vida personal. Pero ahora era tarde para eso.
—Para nada —la acogió el estudiante con una sonrisa—. Ya habíamos terminado.
Como mandan las normas de la cortesía, Chacaltana se vio obligado a hacer las presentaciones del caso. Cecilia se pidió jugo de naranja. Álvarez, otro café. El asistente de archivo no pidió nada. Pensaba deshacer esa reunión a la primera oportunidad. Pero la conversación comenzó a fluir con naturalidad. Demasiada para su gusto.
—Y ustedes son… —preguntó Álvarez, mirándolos a los dos. En vez de responder, Cecilia miró a Chacaltana. Le estaba delegando la responsabilidad de esa respuesta. El asistente de archivo balbuceó:
—A… amigos. Buenos amigos, ¿no?
Cecilia le devolvió una sonrisa pícara. Pero la respuesta pareció avivar el interés del estudiante:
—¿También trabajas en los juzgados?
—¿Tú me ves cara de juez? —dijo ella.
—No. En realidad, tienes una cara que inspira confianza.
Los dos se rieron, quizá con un entusiasmo exagerado. Chacaltana se preguntó si estaban coqueteando. No tenía mucha experiencia en el tema, pero en general, le parecía que dos personas que acababan de conocerse no debían reírse demasiado, ni por demasiadas tonterías. No era apropiado.
—¿Y tú? —preguntó ella, que de repente sólo tenía ojos para el subversivo—. ¿En qué trabajas?
Eso mismo le habría gustado saber a Chacaltana. Para su sorpresa, Álvarez contestó con la seguridad de quien ha ensayado numerosas veces:
—Soy profesor de Historia. En un colegio.
—¿Y tienes paciencia con los chicos?
—Tengo paciencia. Incluso con las chicas.
Volvieron a reír. Chacaltana tuvo la impresión de que se habían olvidado de él.
—Yo trabajo aquí cerca, en el diario El Comercio. Vendo espacios para anuncios clasificados. ¿Quieres poner un aviso?
—¡Sí, claro! —el estudiante miró fijamente a Cecilia y recitó, marcando cada palabra—: «Compro ojos negros de mujer brillantes y bonitos. Caballeros abstenerse. Cualquiera que no seas tú, abstenerse».
Ella lo miró con sus ojos negros brillantes y bonitos, y mientras se echaba a reír, sus mejillas se colorearon. Chacaltana sintió una oleada de rabia ascender desde su estómago. Él nunca había hecho reír así a Cecilia.
—Creo que deberíamos irnos —masculló. Pero la conversación de los otros dos continuó. Y a cada palabra, el asistente de archivo se hacía más invisible.
—¿Conoces Chaclacayo? —decía el estudiante.
—¡Claro que conozco Chaclacayo!
—Estoy pensando ir algún fin de semana para acampar con unos amigos. Conozco un lugar muy lindo junto al río. ¿Te gustaría venir?
Todas las alarmas de Félix Chacaltana se dispararon. Imaginó a Cecilia rodeada de comunistas y agentes subversivos sin saberlo. O peor aún, sabiéndolo y a gusto.
—¡Tenemos que irnos! —dijo, ahora en voz alta y nerviosa. Estaba perdiendo su actitud segura y contundente de momentos antes, y ya no iba a ser capaz de recuperarla.
—¿Se van juntos? —preguntó Álvarez—. Pensé que eran sólo amigos.
Ahora Chacaltana no quería responder. Sacó unos billetes y los dejó sobre la mesa sin siquiera contarlos. Los detalles de su vida personal lo exponían. Debía mantenerlos en secreto. Entendía los misterios y secretos de Joaquín Calvo, y su necesidad de mantener el silencio sobre su vida privada.
—Yo también lo pensé —dijo Cecilia en tono provocador—. ¿Adónde vamos? Aquí estamos muy bien.
—Tú ven conmigo —ordenó autoritario Chacaltana, pero se arrepintió y añadió de mejor tono—: Por favor. Quiero hablar contigo de algo.
La tomó de la mano y tiró de ella, gesto que no se le escapó a Álvarez. Chacaltana temió que Cecilia se resistiese, y todo se pusiese mucho más difícil. Afortunadamente, ella cedió. Se levantó y recogió su bolso sin chistar.
Eso sí, antes de abandonar la mesa, se detuvo un instante. Le anotó su teléfono a Álvarez en una servilleta y le dijo:
—Llámame para ir a Chaclacayo.
A continuación, le dio un beso. Chacaltana cerró los ojos para no saber dónde.
En la calle, el asistente de archivo empezó a caminar muy rápido. Cecilia iba atrás, tratando de seguirle el paso.
—Félix. ¡Félix! ¿Estás bien?
—Estoy perfectamente —respondió con sequedad.
—¿Adónde vas?
—Adonde sea. A pasear.
Le hablaba sin mirarla, dos pasos delante de ella, con un tono de voz enfadado y lacónico. Pero ¿no era él mismo el que había dicho que eran amigos? ¿Por qué estaba tan furioso? Por supuesto, Cecilia tenía la respuesta, y se la dijo, ni siquiera con enfado, más bien con una carcajada:
—Estás celoso.
—No es verdad.
—¡Estás celoso!
Chacaltana entró en el patio de la iglesia de San Francisco. Frente a la fachada barroca, varios viejos les tiraban migas de pan a las palomas, que se abalanzaban en tromba sobre ellas. Una bandada cayó justo frente a Chacaltana, cerrándole el paso.
—No es lo que tú crees —dijo él.
—¿Entonces qué es?
—No debes hablar con ese tipo.
—¿Y tú sí?
—No lo entiendes.
—Sí lo entiendo. Tú ya sales con la vieja que besabas el otro día. Pero yo tengo que quedarme a vestir santos. ¡Eres un machista! Y un egoísta.
La mención a Susana Aranda sacudió a Chacaltana. Recordó el beso aquel, en medio de la calle, y el abrazo al salir del cementerio, ése sí espontáneo, incluso cariñoso. Pero por mucho que estuviese fascinado con esa mujer, era la esposa de su jefe, y había sido la amante de Joaquín. Pertenecía a otro mundo, uno que Chacaltana no habitaría jamás. No podía ser más que una fantasía.
Y a la vez, la visión de Cecilia divirtiéndose con otro hombre lo había irritado y sacado de sus casillas. No. No se debía sólo a lo que Álvarez era. No lo admitiría frente a Cecilia, pero la sentía como algo suyo, algo que nadie más debía reclamar.
Volteó hacia esa mujer, que le sostuvo una mirada desafiante y furiosa. A la espalda de Cecilia, una bandada de palomas emprendió el vuelo para posarse en los campanarios, en los portales, en la reja de la iglesia. Chacaltana se le acercó, y con la voz más firme que había tenido desde su aparición, le dijo:
—¿Quieres ir al cine?
—¿Qué?
—Querías ver una película, ¿no? La de Trivelli.
—Se llama Travolta. Y la película se llama Grease.
—Podemos ir ahora.
—Ok.
En esta película, John Travolta no usaba esas camisas chillonas, sino una camiseta negra y un peinado engominado, como la cresta de un gallo moreno. En Fiebre de sábado por la noche había bailado sin cesar. En Grease, además, cantaba. Cecilia lo miraba arrobada, y Chacaltana pensó que ser una estrella de cine era una actividad agotadora.
En cierto momento, cuando Travolta admitía su amor por Olivia Newton-John, Chacaltana tomó de la mano a Cecilia. Ella entrelazó sus dedos con los de él. Y más adelante, durante una canción lenta, los dos se besaron. Ante Susana Aranda, Chacaltana había despreciado la belleza de esta joven. Pero ahora, mientras acariciaba su rostro en la oscuridad del cine, cada detalle de su piel le parecía perfecto para él, como si lo hubiera estado esperando toda la vida.
En el autobús, los besos aumentaron de intensidad. Y ya en la puerta de casa de Cecilia, se la habría comido a mordiscos. Siempre se había preguntado cómo actuar llegada la ocasión de un encuentro íntimo. Pero ahora comprendía que no hacía falta un curso de maestría. Su cuerpo encontraría el camino por instinto.
—No puedes pasar —dijo ella sin dejar de abrazarlo—. Está mi abuela.
—Quiero… —dudó sobre cómo continuar la frase—, quiero estar contigo. Dentro de ti.
—Pero no se puede en ninguna parte, ¿te acuerdas? —dijo ella con sarcasmo, mientras sacaba la llave—. Ni en tu casa, ni en la mía, ni en el apartamento de tu amigo…
Chacaltana chasqueó la lengua. Tenía que haber una solución. Un lugar para ellos. Con una mano le dedicó una última caricia a Cecilia, y la otra se la guardó en el bolsillo. Sus dedos toparon con la tarjeta que le había dado el director esa tarde. Chacaltana recordó su color fucsia, el nombre del hostal Tropical y el prometedor lema que llevaba escrito.
—Tengo una idea —dijo—. Creo que sé dónde podemos ir.
—Esta noche no.