El almirante Héctor Carmona ya se lo había dicho:
—No vayas a buscarlos. Deja que ellos vengan a ti.
Y había acertado. Aquí estaba Daniel Álvarez, el esquivo enemigo del Estado, el terrorista, caminando junto al asistente de archivo por el centro de Lima, contemplando los balcones coloniales, admirando la iglesia de los franciscanos y doblando a la izquierda, en busca del bar Cordano. Como dos viejos amigos paseando por el barrio.
—¿Té? —preguntó Chacaltana mientras se sentaba en su mesa habitual. Álvarez parecía incómodo y miraba a todas partes.
—Café.
Aguardaron en silencio que les trajesen las bebidas. Por las puertas del bar se veía el Palacio de Gobierno a un lado. Y al otro, la antigua estación ferroviaria de Desamparados, cuyo nombre Chacaltana encontraba hermoso y triste a la vez.
—No se me ocurrió que me traerías a un bar —dijo Álvarez—. Pensé que no querrías que te vieran conmigo. Por eso me escondí en el archivo.
«Por eso o quizá para husmear o espiar o algo peor», pensó Chacaltana. Pero sólo dijo:
—Siempre venía aquí con Joaquín. Y él siempre pedía un juguito.
—Era un hombre de costumbres.
—Un caballero.
El asistente de archivo se sentía confiado y dueño de la situación. Desde su primer encuentro con el estudiante en la universidad, y luego en el refugio subversivo de Barranco, sus papeles se habían invertido. Y después de tramitar su liberación y rescatarlo en el aeropuerto, Álvarez le debía una. Podía notarlo en su actitud sumisa y huidiza. Había perdido la altivez.
—Yo… —comenzó Álvarez, y después de dudar cómo continuar, encontró las palabras—: No te agradecí lo que hiciste por mí. Supongo que me salvaste la vida. Al menos me arrancaste de las garras de los argentinos. Tú y yo entendemos muchas cosas de manera diferente, pero creo que eres honesto. Y valiente. Quiero darte las gracias.
Bajó la mirada. Evidentemente, estaba acostumbrado a dar discursos grandilocuentes sobre la situación del mundo. La humildad se le hacía una actitud nueva y difícil de manejar. Chacaltana dio un sorbito de su té y se quemó el labio, pero trató de disimularlo. No quería mostrar debilidad. Reunió aplomo y dijo:
—Usted no ha venido por eso, joven. Ustedes no van por ahí dando las gracias.
El joven sonrió levemente:
—Entre gitanos no nos vamos a leer las manos, ¿verdad?
—No sé a qué se refiere. Yo no soy gitano.
Álvarez volvió a sonreír, pero borró la sonrisa de su rostro. Se puso serio. Quizá comprendió que, por poco sentido del humor que él tuviese, sin duda Chacaltana era capaz de tener menos.
—Ha desaparecido otro de los nuestros —dijo—. Pensé que podrías…, bueno, ya sabes. Ayudarlo.
Dejó sobre la mesa una foto con un nombre detrás, como las que guardaba Joaquín en su cajón secreto. De hecho, Chacaltana la reconoció como una de las fotos del cajón secreto. Un joven trigueño de ojos grandes con el nombre de Roberto Vergara Napurí. Otra copia de la misma foto carné. Los subversivos debían de tener varias, para confeccionar pasaportes falsos. El asistente de archivo la examinó, como si lo hiciese por primera vez, y preguntó con aire profesional:
—¿Hay testigos de su detención?
—No.
—Entonces podría haber sido un accidente.
—Nosotros no tenemos «accidentes» —el estudiante enfatizó la última palabra con tono de sarcasmo.
—¿Dónde desapareció?
—Durante una manifestación de protesta, aquí en el centro. Los compañeros estaban pidiendo elecciones limpias y garantías para los presos políticos. La policía cargó contra ellos y los dispersó. Cuando mis compañeros se encontraron en el punto de reunión, Roberto ya no estaba. Llevamos dos días sin saber de él.
Otra manifestación de protesta. Chacaltana se preguntó si esta gente tenía un trabajo, o alguna ocupación que no fuese conspirar. Al menos un hobby.
—Puedo hacer unas consultas —respondió secamente, guardándose la foto en el bolsillo. El otro pareció satisfecho. Su rostro se relajó un poco, y entre los dos se estableció un silencio que ya no era incómodo, como el silencio entre dos colegas que no se sienten obligados a hablar todo el tiempo.
—¿Por qué haces esto? —preguntó el estudiante.
—¿Beber té?
—Ayudarnos. Te estás exponiendo. Es arriesgado.
—Sólo hago mi trabajo. Las detenciones ilegales son… ilegales.
—¿Y a quién le importa? Este presidente dio un golpe militar. Y el anterior también. No es que les preocupe mucho la ley.
—Ahora sí. El domingo elegiremos una asamblea constituyente, y en un par de años tendremos un gobierno civil y una democracia. Vamos recuperando el imperio de la ley. Y gracias a los militares.
Álvarez volvió a sonreír, pero ahora era una sonrisa de ironía, o quizá de lástima.
—Todo esto es una farsa, Chacaltana. Seguro que estas elecciones están amañadas.
—A lo mejor no.
—Aun así, los gobiernos cambian para que todo siga igual. Y si hay alguna posibilidad de cambiar de verdad, darán otro golpe de Estado y volveremos a empezar.
—Eso lo veremos.
—No te preocupes: claro que lo veremos. Y cuando lo veas tú, cuando lo tengas claro, te quedarás de nuestro lado, como hizo Joaquín.
Por la mente de Chacaltana pasó una sucesión de recuerdos. Las fotos del cajón secreto. Joaquín Calvo dando jaque mate con dos alfiles y un caballo. Los nudos de corbata Windsor que le había enseñado a hacer. Los banderines rojos. El apartamento destrozado.
—Es así como lo reclutaron, ¿verdad? —preguntó Chacaltana—. A Joaquín, digo. Primero les hizo un favor. Luego le pidieron otro. Y cuando él quiso darse cuenta, ya estaba hasta el cuello metido en su guerra, o su revolución o lo que sea. Eso quiere hacer usted conmigo.
Su voz se tiñó de amargura. Quizá no debía hablar en ese tono si quería cumplir su misión. Pero estas palabras le salieron sin pensarlas. Brotaron de su corazón. O de su hígado.
—Nosotros no «reclutamos» a Joaquín —Álvarez volvió a enfatizar la palabra, ahora en un tono airado que mantuvo durante el resto de su respuesta—. Él era un hombre que creía en la libertad y en el pueblo, y estaba dispuesto a cualquier sacrificio por sus ideas.
—¿Por eso lo mataron?
Ahora, los ojos del estudiante se salieron de sus órbitas.
—¿Cómo?
—Joaquín era agente de Inteligencia. Y ustedes lo sabían.
Al decir esto, Chacaltana volvió a recordar a Susana Aranda, abrazándolo preocupada en el cementerio. Pero recuperó el hilo.
—¿Que era qué? —preguntó el estudiante. Parecía genuinamente sorprendido.
—No se haga usted el tonto conmigo. De alguna manera, ustedes averiguaron que estaba infiltrado y lo quitaron de en medio. ¿Es verdad?
—No.
—Una sola bala en la frente, de una pistola antigua que ya no es reglamentaria en ningún ejército. El tipo de arma difícil de rastrear que conviene a los grupos terroristas…
—¡No!
Con poca prudencia, Álvarez había alzado la voz. Pero en ese momento entró al Cordano un grupo de turistas rubias que hablaban un idioma irreconocible. Las mujeres llevaban minifaldas bastante inusuales en Lima, y atrajeron toda la atención de los parroquianos. A diferencia de la mayoría de ellos, Chacaltana no pensó en los muslos ni en los pechos de las turistas. Pensó en la chingana del Barrio Chino donde había almorzado. Y en el azar. Un hombre y una mujer se conocen, y sus hijos nacen en un país de pelo negro y ojos rasgados. O en un país de pelo rubio y minifaldas. O en uno de Desamparados y asesinos.
—Bueno —masculló Álvarez, ahora en una voz casi inaudible—, no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe?
—No lo sé. Eso tendrías que hablarlo con Mendoza.
—¿Y ése quién es?
Ahora, los ojos del estudiante habían enrojecido, y su mirada había perdido seguridad. Había terminado su café y jugueteaba nerviosamente a hacer pedazos una servilleta con los dedos.
—Mendoza es un apoyo de los montoneros allá en Argentina. Él coordina la salida de los argentinos que nosotros recibimos en nuestras casas. Es como el jefe, aunque no tengamos una estructura vertical de poder… Somos un grupo antiautoritario y asambleario que…
Comprendió que se estaba yendo por las ramas, y antes de que Chacaltana se impacientase, volvió al tema:
—El caso es que todo iba bien hasta que Mendoza vino a Lima para reunirse con nosotros. Eso fue hace un par de meses. Decía que los militares argentinos aprovecharían el Mundial de fútbol para distraer a la población y hacer una razia generalizada. Se llevarían por delante a todos los izquierdistas, a todos los opositores al régimen, y los harían desaparecer. Mendoza quería sacar de Argentina a toda la gente que pudiese. Nos pidió ayuda. Y por supuesto, se la ofrecimos.
—¿Qué tiene que ver Joaquín con eso?
—Joaquín estaba en la reunión. Y Mendoza desconfiaba de él. No me preguntes por qué. No me dio razones. Pero en los días siguientes, hizo muchas preguntas sobre Joaquín, y nos sugirió que no dependiésemos de él.
—¿Les dio orden de seguirlo? ¿O de ejecutarlo?
—¡Claro que no! Joaquín y Mendoza se quedaron hablando en privado después de la reunión. Y al salir, Mendoza me pidió que no confiase demasiado en Joaquín. Sus palabras exactas fueron, si mal no recuerdo: «Recurran a él lo menos posible».
—No suena muy terrible.
—Pero sembró la sospecha. Y más adelante, notamos que los compañeros que caían siempre tenían contacto con Joaquín. A lo mejor no significaba nada. Pero el primer arrestado era el autor de los documentos que él guardaba. Otro que desapareció después fue el enlace de Joaquín. Luego vinimos Ramiro y yo, sus estudiantes. Y el último, Roberto, es el responsable de propaganda que recogía el material de su apartamento.
—¿Habló usted de todo esto con sus compañeros?
—Nunca. Nadie lo mencionó. Ni siquiera sé si alguien más lo notó o albergó sospechas. Y cuando murió, dimos por sentado que era una víctima de la represión.
—¿Dónde está ese Mendoza?
—En Argentina, claro, donde vive. Si lo que dices es verdad, el único que puede saberlo es él.
El almirante Héctor Carmona había tenido razón: «Deja que ellos vengan a ti. Si lo haces bien, ellos solitos te contarán todo». Estaría orgulloso de Chacaltana cuando le llevase toda la información que estaba recogiendo. Y el asistente de archivo pensaba continuar con sus preguntas, pero en ese momento alguien desde atrás le tapó los ojos. Ni siquiera tuvo una rendija para ver qué cara ponía el estudiante.
A Chacaltana se le aceleró el pulso. Recordó al propio Álvarez bajando del avión encapuchado. Rememoró sus palabras: «Cuando los militares te meten a un avión es para llevarte a alguna tierra de nadie y matarte». Temió por un segundo que le esperase el mismo destino. Todo eso ocurrió en instantes, hasta que oyó una voz conocida, dulce y reconfortantemente femenina. La voz de Cecilia:
—Ya sabía que te iba a encontrar acá. ¿Ves que te conozco bien?