De regreso en su sótano, el asistente de archivo Félix Chacaltana pasó a visitar a su jefe. Llevaba dos días sin verlo. Y la última vez, lo había notado preocupado por la citación al Ministerio de Guerra. Debía reportarse, aunque sólo fuese para dejar claro que seguía vivo.
Encontró al director en su despacho, dormido en su butaca, con los pies sobre el escritorio. Roncaba de modo entrecortado, como si se estuviera ahogando, y la lengüeta de pelo se le había desplazado hacia atrás. De no haber sido impropio de un subordinado, Chacaltana le habría sugerido comprar un bisoñé.
—¿Señor?
No hubo respuesta, y Chacaltana alzó la voz.
—¿SEÑOR?
El director del archivo despertó tosiendo y sacudiéndose como un coche viejo. Después de recuperar la compostura, reparó en su asistente.
—¡Hijito! Dichosos los ojos.
—Lamento mi ausencia, señor. He tratado de no causar inconvenientes debido a…
—No te preocupes, no te preocupes —insistió el jefe—. Ya sé que andas muy amiguito con el almirante Carmona. Picas alto, hijito. Y yo que quería contactarte con los del tercer piso. Es como tratar de contactar al goleador de un equipo con el sindicato de aguateros, ¿verdad?
Emitió un sonido que pareció un nuevo ataque de tos, aunque por su actitud es posible que fuese una risa. Chacaltana continuó su disculpa:
—Espero que en mi ausencia no haya ocurrido ningún percance…
—Felixito, ya sabes cómo es esto —bajó los pies de la mesa el director—. Aquí nunca ocurre nada. Y además —bostezó—, si el almirante te hace alguna encomienda, yo no pienso interferir.
Por primera vez, el director no le hablaba como si fuera un niño tonto. Le hablaba como si fuera un niño, pero uno poderoso y tiránico. Un infante real o un príncipe.
—Gracias, señor.
—Por cierto, toma —le alcanzó un pedazo de cartón. Chacaltana pensó que se habría mandado a hacer tarjetas de presentación nuevas, pero ésta era de color fucsia, y tenía a una chica vestida provocativamente. Sobre ese fondo brillaba el nombre del hostal Tropical y un lema: «Discreción garantizada».
—¿Señor?
—Es un hostal en el kilómetro cinco y medio de la carretera central. ¿Te acuerdas que te dije que te buscaras una chica?
El asistente asintió, aunque no veía la relación entre aquella conversación y nada que tuviese que ver con su vida. El director le regaló una de sus espantosas sonrisas:
—Tigre, ha llegado tu momento. Nada atrae más a las mujeres que el poder, campeón. Ahora que trabajas con el almirante, será mejor que te compres condones. Y no me lo agradezcas: hoy por ti, mañana por mí, ¿verdad?
El asistente comprendió que resultaría muy difícil mantener en secreto sus actividades. Pero aun así, los hostales no eran su principal preocupación en ese momento. Se guardó la tarjeta tratando de mostrar interés e intentó cambiar de tema:
—¿Hay algo que pueda hacer por usted? Pienso pasar la tarde aquí.
Lo dijo como si cumplir su horario laboral fuese un favor a su jefe. Pero al jefe no le importó. Tenía otras cosas en mente:
—¿Sabes qué podrías hacer, Felixito? Si quieres hacerme feliz, digo. ¿Te interesa?
El director siempre usaba los términos menos profesionales disponibles para describir las cosas. Pero con el tiempo, Chacaltana había desarrollado un diccionario personal para ir traduciéndolos: «hacerme feliz» significaba «cumplir tus deberes de manera seria y responsable», o al menos así quería interpretarlo él.
—Me encantaría, señor.
—¿Por qué no organizas una reunioncita para ver el partido del domingo? El almirante, tú y yo. Brasil nos ha dado vuelta. Pero a Polonia le ganamos seguro. ¿Quién chucha es Polonia? ¿Qué han jugado hasta ahora? Es más, si el almirante quiere, yo puedo sugerirle cómo apostar.
—Lo pensaré, señor. Y si veo al almirante antes de esa fecha, espero tener la ocasión de comunicarle su propósito.
El director se estaba acomodando, uno tras otro, el pelo y la corbata. Mientras volvía a hacerse el nudo, deslizó hacia su asistente una mirada de duda.
—Claro, campeón. Gracias.
Veinte minutos después, seguro de que Chacaltana se quedaría en su puesto, el director abandonaba el archivo.
El asistente revisó la bandeja de pendientes, donde se acumulaban diligencias atrasadas, reclamos de información y oficios de todo tipo. En sólo dos días, se había amontonado una buena cantidad de trabajo, y Chacaltana puso manos a la obra con entusiasmo. Se relajó ante la perspectiva de redactar, firmar, sellar y enviar papeles. Las pequeñas labores rutinarias lo devolvieron a su apacible mundo habitual, un mundo que sentía lejano, como si llevase años fuera de él. Aunque el perfume fresco de Susana Aranda volvía a agarrarlo del pescuezo constantemente, distrayéndolo de sus obligaciones.
Empezaba a organizar los pendientes cuando escuchó un ruido. La caída de un archivador. O quizá un libro cerrándose. Nada fuera de lo común, salvo que el ruido había salido de los pasillos del archivo, donde se suponía que no había nadie.
—¿Quién está ahí? —preguntó el asistente de archivo.
No hubo respuesta.
Por unos instantes, Chacaltana sopesó la posibilidad de que hubiese sido una impresión suya. Pero el ruido había sonado con claridad. Alguien —o algo— lo había producido. Volvió a preguntar:
—¿Hay alguien?
Pero sólo el silencio siguió a sus palabras.
Chacaltana se internó en el pasillo de Daños contra la Propiedad Privada. El ruido debía haber salido de ahí. A lo mejor era una rata. Trabajar en un sótano —y al lado de una carceleta— no era lo más adecuado para la higiene del entorno. Pero después de dar algunos pasos por el pasillo, pudo atisbar que algo se movía entre los libros, a la altura de su cabeza. Lo que había ahí, si era un animal, era tan grande como una persona.
No dijo nada esta vez. Siguió hasta el fondo y dobló a la derecha, hacia el pasillo de Delitos contra el Honor. En ese laberinto lleno de daños, crímenes y faltas, nadie se movía con la soltura del asistente Chacaltana. Nadie había circulado por ahí tantas veces como él, ni conocía sus rincones y salidas con tanto detalle.
Un par de giros después, volvió a ver el destello de un movimiento, entre el pasillo de Atentados contra el Ornato y el de Homicidios. Por ahí se llegaba a la esquina del archivo, así que sólo había una salida. Chacaltana se acercó a ella. Quienquiera que fuese su misterioso visitante, ahora quedaría atrapado. En previsión de cualquier incidente violento, tomó con las dos manos un grueso volumen de denuncias que podía servir como arma o escudo. Como no le parecía suficiente defensa, también hizo la señal de la cruz.
Giró por última vez antes de ver la cara que se escondía entre los papeles. Dio varios pasos lentos. Aún tuvo tiempo de preguntarse si no era más prudente salir de ahí. Pero recordó que cumplía labores más peligrosas que pasear entre los libros, y se armó de valor.
Al final del pasillo de Homicidios, giró con rapidez y encaró al visitante. Trató de amenazarlo con el tomo de las denuncias, aunque su gesto pareció más bien un acto de defensa. De hecho, por reflejo, cerró los ojos. Volvió a abrirlos de inmediato. Tenía el pulso acelerado y la boca seca.
Frente a él se encontraba Daniel Álvarez Paniagua, con su barba de siempre y, por una vez, una camisa limpia de color blanco.