El camino por el Barrio Chino le era familiar. La portada, los restaurantes, el olor a fritanga agridulce. Incluso el edificio en que entró le resultó conocido. Él había subido esas escaleras antes. Sin embargo, tardó en notarlo. El abrazo de Susana Aranda le había dejado un poco de su perfume para el camino, y de momento Chacaltana no era capaz de pensar en nada más.
En el cuarto piso, tocó el timbre de la izquierda y pegó la oreja a la puerta. Creyó escuchar movimiento tras ésta, como si alguien arrastrase los pies hasta la mirilla, y luego tardase horas en decidir si abrirle o no. Aprovechó la espera para preguntarse, por enésima vez, qué había significado el abrazo de Susana Aranda. ¿Se trataba de una invitación erótica? ¿O sólo una muestra de preocupación maternal? Era en esos momentos cuando el asistente de archivo necesitaba más a su experimentado amigo Joaquín.
Chacaltana volvió a tocar el timbre. No había anunciado su visita. De hecho, había sacado esa dirección de la guía telefónica. Y se preguntó si había hecho lo correcto. Pero tras unos segundos de duda, la puerta se abrió y el rostro de Don Gonzalo asomó tras la cadena.
—¿Qué quieres, Félix?
Su voz sonaba inestable, siempre a punto de desafinar. Tenía la nariz hinchada, roja. Y de su boca emanaba un hiriente olor a pisco. No parecía ni el remedo del galante caballero que cortejaba a su madre.
—Venía a visitarlo, Don Gonzalo.
El viejo lo escudriñó un buen rato, como tratando de leer sus intenciones en su rostro. Luego dijo:
—¿Has almorzado? Podemos bajar a comer algo, supongo.
Sin esperar respuesta, cerró la puerta. Volvió a abrirla un par de minutos después, y durante unos instantes Chacaltana pudo espiar una sala desordenada y un grupo de botellas amontonadas sobre la mesa. El viejo se había peinado un poco, y lucía una chompa de lana no muy remendada. Pero aún olía a alcohol, y las bolsas bajo sus ojos estaban moradas. Además, su brazo temblaba más que nunca.
Al salir, se encontraron en el recibidor con una mujer china. Don Gonzalo la saludó efusivamente, como a una vieja amiga. Le preguntó por su familia.
Chacaltana recordó entonces cuándo había estado ahí. Y mientras caminaban por la calle, preguntó:
—Los señores chinos que ha saludado usted. Viven en el edificio, ¿verdad?
—Justo enfrente de mi casa. Llevan años ahí, y son una pareja muy amable, aunque apenas hablan español. Siempre me llevan té y me regalan cositas de su tienda. Tienen una tienda, como todos los chinos del mundo.
—¿Viven ahí hace mucho?
—Años. Aunque quizá se muden. Pasaron mucho tiempo tratando de concebir un hijo sin éxito. Y ahora que al fin tienen uno, el apartamento les queda pequeño. Están reuniendo dinero para mudarse a algún edificio con ascensor. Subir cuatro pisos con un niño es una tortura.
—Es curioso. En su ficha del archivo, Joaquín anotó la dirección de ellos.
—¿Ah, sí? Bueno, supongo que quería poner la mía y se equivocó. Joaquín vivía de alquiler y cambiaba mucho de domicilio. Cuando tenía que dejar una dirección estable, ponía la mía.
El asistente de archivo tomó nota mental: el apartamento de Joaquín era de alquiler. En algún momento, un propietario dejaría de recibir la renta y vendría a reclamarla. Desaparecerían las banderas rojas, y los documentos, y todos los rastros de su amigo. Sólo quedaría su nombre, y una foto de él sonriente pegada en un nicho.
Chacaltana y el viejo avanzaron por una calle atestada entre carretillas y mercachifles. Algunos de los vendedores llevaban gallinas o cuyes. Y todos llevaban prisa.
Al llegar a una puerta muy pequeña, el viejo entró sin llamar y Chacaltana lo siguió. El interior era un cubículo minúsculo y sin ventanas cargado de olor a fritanga. En la única mesa del lugar, cuatro chinos se apretujaban sorbiendo ruidosamente cuencos de sopa. Apenas quedaba espacio libre, pero Don Gonzalo se acomodó en un rincón, y Chacaltana se sentó frente a él.
En cuestión de instantes, sendos cuencos de la misma sopa habían aparecido delante de ellos. Don Gonzalo tomó un par de palitos y comenzó a comer. A pesar de su problema en el brazo, lo hacía mucho mejor que Chacaltana. El asistente de archivo trató de montar cualquier cosa sólida sobre sus palitos, sin éxito. También buscó una cuchara para la sopa, pero en esa mesa no había nada por el estilo.
—¿Qué novedades, Félix? Es una visita sorpresa.
—Espero no molestar. Verá, Don Gonzalo, el otro día salió usted de mi casa con mucha prisa. Y no llamó luego, ni hemos vuelto a saber de usted. Mi madre se ha quedado preocupada. Quiere saber si se ha enfadado usted con ella.
El viejo rio, o eso parecía, porque el cuenco le tapaba media cara. Chacaltana comprendió que debía acercárselo a la boca, aunque seguía sin entender varias reglas básicas de esa sopa. Don Gonzalo devolvió el cuenco a la mesa y respondió:
—Nadie podría enfadarse con tu madre, Félix.
—Bueno, ella está confundida.
Habría debido usar otra palabra. Habría podido contarle a Don Gonzalo que llevaba dos noches oyendo llorar a su madre. Y que la había encontrado lamentándose frente a la foto de su padre, disculpándose ante él, como si le hubiese sido infiel al señor de la foto, y ahora tuviese que darle explicaciones a ese hombre que llevaba más de diez años muerto. Como si su tristeza fuese un castigo de Dios, o del alma en pena de su esposo. Pero Chacaltana no podía contar eso, por respeto a la dignidad de su señora madre.
Don Gonzalo debió entender a qué se refería el joven, porque dejó de comer y mostró una expresión compungida.
—Siento oír eso, Félix.
—¿Por qué se fue? ¿Por qué no llamó?
—Quedé muy afectado por nuestra conversación. Lo siento.
A su lado, un chino eructó. Los demás ni siquiera se rieron. No era una broma. Era parte del almuerzo.
—No sé qué le ha afectado tanto —retomó la conversación Chacaltana.
Don Gonzalo revolvió su sopa, como si buscase dentro del cuenco la razón de su amargura. Dijo:
—Me trajiste algunos recuerdos muy dolorosos, Félix. Sobre mi mujer, que en paz descanse.
—No pretendía…
—Ya sé que no fue tu intención. Pero supongo que tus fuentes tenían razón. Supongo que Joaquín me culpaba… por lo de su madre. Llevo cuarenta años culpándome yo también. Preguntándome si podría haberla salvado. Si a lo mejor la hubiese llevado a otro hospital. Si hubiésemos huido antes de la guerra y no después…
Al hombre se le cortó la voz, tomada por el llanto. Chacaltana trató de calmarlo:
—No debe torturarse así.
En la mesa de al lado, dos chinos comenzaron a pelearse a gritos. Chacaltana comprendió que estar en ese restaurante, más bien en ese comedero, era como estar en Plutón. Nadie escucharía lo que dijesen aunque estuviera sentado a cinco centímetros de ellos. Los dos chinos se levantaron y se amenazaron físicamente, pero en un par de minutos estaban sentados de nuevo, devorando cada uno un plato de nabos encurtidos.
—Uno no puede cambiar el pasado —dijo Chacaltana.
—Pero tampoco puede escapar de él —respondió un mustio Don Gonzalo.
Habían dejado que sus sopas se enfriaran. Repentinamente, ninguno de los dos parecía tener hambre.
—Siempre he sido un mal hombre, Félix —continuó el viejo con voz de ultratumba—. Me repugno a mí mismo. Abandoné a una mujer y crie a un delincuente. Y ni siquiera fui capaz de salvarles el pellejo…
—No estaba en su mano…
—¡Siempre está en nuestra mano!
Don Gonzalo reaccionó con violencia. Dio un puñetazo en la mesa, que incluso hizo callar a los ruidosos comensales del lugar, quienes se quedaron viendo a esos dos extraños, que en respuesta tan sólo devolvieron la mirada a sus platos. La sopa aún temblaba.
Chacaltana trató de decir algo que mejorase el humor entre ellos.
—Sepa que su hijo no era un delincuente.
Sin mover un músculo de la cara, Don Gonzalo alzó hacia Chacaltana una mirada de curiosidad. No dijo nada, y el asistente de archivo asumió que esperaba oír más.
—Trabajaba para nosotros —titubeó al usar la palabra nosotros, y se corrigió—: Quiero decir que trabajaba para el Estado. Para el Servicio de Inteligencia. Según su pareja…
—¿La rubia casada?
—Esa misma. Según ella, Joaquín realizaba misiones encubiertas. No era un delincuente. Era un infiltrado. Seguramente lo mataron al descubrirlo. Y si es así, murió como un héroe.
Don Gonzalo permaneció quieto como una estatua, analizando cada palabra del joven, atrincherado tras su cuenco de sopa fría. Dos chinos se levantaron de la mesa. Se estaba terminando la hora de comer.
—Supongo que ser un traidor es mejor que ser un traficante, ¿verdad? —dijo el viejo.
—Usted no tuvo la culpa, Don Gonzalo. Él realizaba un trabajo y conocía los riesgos. Si no le dijo nada a usted fue porque no se lo dijo a nadie. La naturaleza de sus actividades era altamente confidencial.
Don Gonzalo sacudió la mano en el aire, en un gesto de desprecio:
—Eso no me lo devuelve. Ni a él ni a su madre.
—Como usted dice, Don Gonzalo, murieron los dos en guerras. Pero usted no es culpable de las guerras. Usted no las declaró. Usted es tan víctima de ellas como sus familiares. Debería verlo así. Y vivir sin culparse.
—Es fácil decirlo.
—No. No es fácil. Preferiría no hacerlo. Pero está usted tan obsesionado con el pasado que no ve el presente. El presente es mi madre. Y lo reclama.
El viejo hizo un vago gesto de desinterés, como si Chacaltana hubiese mencionado un detalle sin importancia. El asistente de archivo se limitó a añadir:
—Es todo lo que le vine a decir.
Chacaltana consideró que su misión ahí había terminado. Se levantó dignamente, y al hacerlo, sintió que le crujía el estómago. Ni siquiera había tocado la sopa, que ahora parecía un pantano de fideos y cosas verdes. Pensó que en el camino de vuelta se comería un sándwich. Don Gonzalo no se levantó con él, así que Chacaltana le hizo una leve reverencia y le dio la espalda. Antes de abandonar el cuchitril, preguntó:
—¿Pasará a visitar a mi madre?
—Ya lo veremos —respondió el viejo. Y sin necesidad de voltear a verlo, Chacaltana supo que tenía los ojos y la nariz aún más rojos que antes.