En el nicho que ocupaba Joaquín Calvo, apenas quedaba rastro de la corona de flores que le había dejado Chacaltana. Era normal que los deudos se robasen los arreglos florales frescos de otras tumbas, sobre todo si eran vistosos. Por eso, ni una triste maceta recordaba al que había sido, después de todo, un buen amigo.

Chacaltana reparó esa falta. Colocó un floripondio en un gran vaso de plástico. Limpió el nicho mojando su pañuelo en agua. Se detuvo especialmente en la foto sonriente de su amigo, con el bigote de charro y el pelo engominado hacia atrás, como una estrella del cine mexicano. Recordó las últimas palabras que Joaquín le había dicho:

«Que te vaya bien. Todo saldrá bien.»

Aunque Joaquín hubiese mentido, aunque llevase una doble vida, y una triple y múltiple, todo muerto merece un detalle. Nadie se va de este mundo sin dejar al menos un buen recuerdo.

Finalmente, Chacaltana rezó frente a ese sepulcro. Aprovechó para decir oraciones por todos los días que había faltado a misa, que ya iban siendo demasiados.

Mientras rezaba, meditó en la historia de Daniel Álvarez, sus linternas nocturnas y sus presos desaparecidos. Pura palabrería, se dijo. Propaganda subversiva. El almirante Carmona ya le había advertido que tratarían de lavarle el cerebro. Pero el almirante confiaba en su cerebro. Y Chacaltana le pidió a Dios que se lo mantuviese claro y lúcido.

—Así que aquí lo tienen —oyó una voz de mujer y unos tacones a sus espaldas—. Me habría gustado venir al funeral.

Susana Aranda iba como para una ceremonia, con un sobrio vestido negro cubierto por un abrigo del mismo color. Llevaba el pelo recogido en una cola y unos enormes anteojos oscuros. Aun así, a Chacaltana le pareció que la belleza de esa mujer desbordaba su esfuerzo por ocultarla, como un río saliéndose de su cauce.

—A mí también —respondió Chacaltana—. Llegué tarde. En realidad, no vino nadie. Sólo su padre.

—El padre. Ya que no estuvo en su vida, al menos apareció para su muerte.

Ella se persignó. Chacaltana la imitó, más que nada por no tener que responder sobre Don Gonzalo. Aún no le constaba que fuese un mal hombre. Al contrario, lo veía sufrir lo indecible por su hijo. A Chacaltana ya le habría gustado tener un padre que sufriese por él, en vez de lo contrario.

Susana Aranda se acercó al nicho. Posó sus manos sobre él. Acarició el nombre y los años ahí escritos. Una lágrima se descolgó bajo la montura de sus anteojos.

—Si quiere, le ofrezco una bebida —propuso Chacaltana.

Ella ni siquiera se volvió a mirarlo.

—El único lugar donde podemos encontrarnos es éste —respondió—. Cualquier otro se ha vuelto muy peligroso, ¿no crees?

El asistente de archivo recordó quién era ella y de dónde venía. Volvió a verla en las fotos ocultas de Joaquín Calvo, y junto a su esposo el almirante, pero entre todos los recuerdos, se coló el beso que ella le había estampado aquel día, frente al edificio del diario El Comercio. Había sido un beso falso, pero su recuerdo parecía más real que cualquier otro.

—Nosotros no… Yo no tengo nada que ocultar —dijo él, pero su voz parecía negar sus palabras.

—Todos tenemos secretos, Félix.

Volvió hasta su lado y se quedó ahí, mirando el nicho. Añadió:

—Algunos mueren por ellos.

Félix Chacaltana sintió el perfume entrar por sus fosas nasales, hasta su pecho. No pudo evitar compararlo con el olor de Cecilia, olor a jabón, que al lado del de Susana Aranda le pareció menos fragante, no tan agradable, casi vulgar. Pero ahuyentó de un plumazo a Cecilia de su cabeza. Tratando de retomar una conversación alejada de cualquier mujer, dijo:

—Joaquín tenía demasiados. Ahora mismo, ni siquiera sé si era mi amigo o no. No sé si conocía a un Joaquín real.

—Es gracioso que digas eso.

Chacaltana rememoró sus palabras. No le parecía haber dicho nada gracioso:

—¿Perdón?

—Joaquín siempre me decía, cuando estábamos solos: «Éste que ves acá soy yo, el único real. Ahí afuera soy de mentira, pero aquí no».

—Bueno, supongo que yo formaba parte del «ahí afuera».

—¡No! —la voz de Susana Aranda sonó más alta que antes, indignada—. Ya te he dicho que a ti te apreciaba.

—¿En serio? Ahora mismo, no se me ocurre por qué.

—Yo sé por qué. Una vez me lo dijo: «Félix es la única persona que conozco que no le haría daño a nadie». Eso dijo. Por eso me atreví a buscarte después de que… Bueno, ya sabes.

La única persona que no le haría daño a nadie. Un título triste, más bien. De momento, dadas las nuevas responsabilidades de Chacaltana, un título inútil, más bien.

—A lo mejor yo también tengo secretos —respondió el asistente de archivo, con más melancolía que orgullo.

Para sorpresa de Chacaltana, la mujer enredó el brazo con el suyo. Parecían un matrimonio escogiendo su propio nicho donde yacer juntos, pensando en el futuro.

—¿Vamos a caminar? Hay lugares más bonitos por aquí.

Lo dijo con tal naturalidad que el asistente de archivo no pudo menos que seguirla. Se internaron entre vírgenes, cristos, estatuas de la muerte y columnas de mármol. De manera natural, quizá por olfato, ella lo guiaba hacia los mausoleos de la clase alta.

—Félix, debes saber que si Joaquín te ocultaba cosas, era porque te apreciaba. Para protegerte.

Mucha gente le hablaba a Félix Chacaltana como si fuese un menor de edad: su madre, el director del archivo, algunos policías y la mayor parte de los fiscales titulares. Tenía que ver con su edad —que no era culpa suya— y con su falta de cinismo —que sí—. Pero no esperaba que lo hiciera Susana Aranda. Es verdad que era mayor que él, pero Chacaltana aspiraba a ser tratado como un igual por ella. Y por supuesto, tampoco le agradaba sentir que Joaquín lo hacía. Con él sí, a pesar de la diferencia de edad, él se había considerado un igual.

—Sé protegerme solo, señora.

—No me malinterpretes, Félix. Tú fuiste honesto conmigo cuando fui a buscarte. Y creo que yo también debo serlo, ahora que te vi con…, en el Ministerio.

Pasaron junto a una imagen de la Virgen María. La estatua llevaba en brazos a Cristo, y lloraba su pérdida. Chacaltana se preguntó si Susana Aranda lloraría su pérdida. Evidentemente, no la lloraría como lloraba a Joaquín. Pero quizá le dedicaría una lágrima, una pena, una vela anónima en una iglesia.

—Me alegra que quiera ser usted honesta. Pensé que ya lo había sido.

Ella sonrió ligeramente. A Chacaltana le habría gustado quitarle los anteojos y contemplar su expresión entera.

—Ya te lo he dicho. Todos tenemos secretos. Incluso tú.

—Yo no… —trató de protestar Chacaltana, pero ella lo interrumpió.

—¿Por qué te ves con mi esposo?

Chacaltana se enfadó, pero no sabía cómo enfadarse con una mujer atractiva. Esa posibilidad no estaba contemplada en sus códigos. Tartamudeó:

—C… como usted comprenderá, señora… Yo… no…

—No puedes revelar información clasificada vinculada a labores de seguridad.

Eran las mismas palabras que Carmona le había dicho en el Club Nacional, mientras le exponía la naturaleza de su misión. Chacaltana se sintió débil, expuesto. La esposa del almirante parecía saber más de él que él mismo.

—No puedo seguir con esta conversación —musitó.

Ella suspiró y adoptó una actitud menos agresiva:

—No quiero sacarte información, Félix. Quiero proporcionártela.

—¿Señora?

Pararon frente a una imagen de la Crucifixión: Cristo lleno de heridas, con una corona de espinas, las gotas de sangre derramándose desde su cabeza, como las lágrimas de la propia Susana Aranda.

—Félix, Joaquín trabajaba para mi esposo.

—¿Eh?

—El almirante Héctor Carmona proviene de Inteligencia Naval. Como acumulaba éxitos, el Ministerio lo llamó como enlace, y para operaciones internacionales. Al Ejército no le termina de gustar que haya un marino ahí. Pero él trabaja con mucha limpieza. No hace aspavientos. No revienta puertas de sindicalistas o candidatos, ni tortura a nadie. Prefiere trabajar discretamente. Su especialidad es infiltrar agentes en las filas subversivas. Eso era Joaquín. Un infiltrado. Todos los grupos de izquierdas confiaban en él, y él obtenía información de todos, información que transmitía a Inteligencia.

En un instante, el mundo dio un vuelco para el asistente de archivo. Joaquín no era un subversivo sino un agente. Susana no era su amante sino, quizá, una informante. Álvarez y Huaranga no eran los camaradas sino los investigados por Joaquín. ¿Era posible eso? ¿O estaba atando los cabos mal? Las preguntas se le amontonaban en la cabeza sin dejar tiempo para las respuestas.

—¿Cómo sabe usted todo eso? ¿Se lo ha dicho su esposo?

Alguien colocaba flores frente a una tumba demasiado cerca de ellos. Susana Aranda volvió a echar a andar, y esperó a alejarse un poco antes de responder:

—Me lo dijo Joaquín. Mi esposo jamás me ha hablado de su trabajo. En realidad, hace mucho tiempo que mi esposo no me habla de nada. Soy como un fantasma en su casa. Él no me ve ni me dirige la palabra, y por supuesto no me toca.

Considerando que se trataba de su jefe, aunque fuese un jefe extraoficial, el asistente de archivo Félix Chacaltana encontró que esta última información era excesiva. Pero no se atrevió a decirlo. Además, Susana Aranda seguía hablando:

—Conocí a Joaquín en el despacho de Héctor. Y coincidimos en las ocasiones sociales de la Marina de Guerra y el Ministerio, como ocurrió ayer contigo. Un día, como de costumbre, Héctor me dejó tirada en medio del cuartel de La Punta porque le surgió un compromiso. Ni siquiera me dijo qué compromiso era porque se trataba de información reservada. Me quedé en medio de un cuartel, en el otro extremo del Callao, sin poder regresar a Lima. Joaquín se ofreció a llevarme a casa. Pero me llevó a la suya. Así empezó todo. Tú ya sabes cómo acabó.

Habían vuelto a detenerse, esta vez frente a una imagen del ángel de la muerte, que se llevaba a un niño entre sus alas negras. Chacaltana intentó hablar con aplomo, como si no estuviese anonadado. Como si algo de esta historia no lo hubiese tomado por sorpresa, como a un tonto que se creía un agente secreto.

—Aún no sabemos quién mató a Joaquín…

—Pero yo temo que haya sido Héctor. O que él haya dado la orden.

Chacaltana no alcanzó a responder nada. El nuevo conflicto de lealtades entre su jefe, su amigo y Susana Aranda le impedía decir casi cualquier cosa. De manera vaga, y tan impersonal como pudo, balbuceó:

—Tomo nota de su preocupación, Susana. Pero no sé cómo puedo ayudarla…

—No has venido a ayudarme, Félix. Yo he venido a ayudarte a ti. Creo que debes saber eso. No sé qué relación tienes ahora con Héctor. Pero eras amigo de Joaquín y me preocupa lo que te pase.

—G… gracias.

—Si necesitas cualquier cosa, cuenta conmigo.

Félix Chacaltana se preguntó si era su imaginación o en esa oferta había algo de sugerencia personal. Si ella estaba tratando de decir con su actitud algo que no decía con palabras. Y si «cualquier cosa» significaba cualquier cosa. Pero estaba demasiado perturbado para decidir nada de eso. Sin embargo, sí alcanzó a hacer algo. Extrajo de su bolsillo la llave del apartamento de Joaquín, que salió tintineando como una campanilla, y se la ofreció a la mujer:

—Es posible que debamos vernos de nuevo —dijo sombríamente—. Y sólo sé de un lugar seguro.

Si Susana Aranda guarda en su poder información relevante, sería mejor tener dónde encontrarse. Pero ésa no era la única razón para entregarle la llave. Chacaltana se sentía liberado de no tenerla en su poder. Se quitaba un gran peso de encima. Además, esa mujer tenía el derecho de pasar por el apartamento y echar su propio vistazo a su pasado. Y por último, quién sabe. Quizá alguna vez. Quizá ella y él…

Ella parecía esperar su gesto. Sin hacer preguntas, tomó la llave y le dio la espalda. Pero dudó un poco, y se volvió de nuevo. Antes de que Chacaltana pudiese reaccionar, lo abrazó. Incluso a través de su traje de luto, el asistente de archivo sintió los contornos de su cuerpo, y la punzada del deseo, como un latigazo.

—Ten mucho cuidado, Félix —dijo ella, besándolo en la mejilla—. Todo esto es demasiado grande para ti.

Él no consiguió articular palabra.

Instantes después, la silueta oscura de Susana Aranda había desaparecido entre los restos mortales, como habría hecho un fantasma.