El Grupo Aéreo N.º 8, aeropuerto militar del Callao, estaba en medio de la nada, más allá del aeropuerto Jorge Chávez. A Chacaltana le costó encontrar un taxista que quisiese llevarlo hasta allá de noche, y cuando al fin encontró uno, tuvo que pagarle doble carrera, porque se regresaría vacío.
Mientras abandonaban el centro de Lima, Chacaltana se preguntó adónde reportaría los gastos de su misión. Si era confidencial, no podría pasar las facturas al departamento de contabilidad del Poder Judicial. ¿O sí? Suspiró al constatar todo lo que le faltaba por aprender.
Al llegar, nada más bajar Chacaltana, el taxista arrancó, aliviado de no tener que permanecer ahí. El asistente de archivo miró a su alrededor. Todo era oscuridad, salvo el muro claro del aeropuerto militar elevándose a un lado de la carretera. Desde la caseta de vigilancia, dos soldados le apuntaban a la cabeza con sus fusiles. Ahí arriba, las luces de los aviones cruzaban la oscuridad del cielo, como farolas voladoras. No cabía duda. Estaba en el lugar indicado.
Entregó su libreta electoral en la puerta, a través de un cristal. Después de verificar su identidad, le asignaron a otro de esos conscriptos con cara de niño, que apenas dominaba palabra alguna fuera de «Sí, señor» o «No, señor». El conscripto lo llevó caminando por lo que le pareció una distancia larguísima, directamente a la pista de aterrizaje. Y ahí lo dejó, sin más explicaciones.
El Fokker procedente de Jujuy, Argentina, estaba programado para aterrizar a las 21:30, pero a las diez aún no había asomado ningún avión. A las 22:26, tocó tierra un Antonov del que bajaron varios hombres de aspecto campesino y numerosas cajas de frutas. A las 23:46, aterrizó un Boeing que sólo llevaba carga: grandes contenedores de misteriosos contenidos. Durante las horas siguientes, dos naves más entraron en el Grupo N.º 8. Todas tocaban tierra con un ruido ensordecedor. Pero ninguna era la que Chacaltana esperaba.
La humedad de la intemperie le calaba los huesos. No había ningún lugar donde refugiarse. Cruzó los brazos y los apretó, en un esfuerzo por ahuyentar el frío. Resopló, y un vaho blanco emergió de su boca, como del hocico de un dragón helado.
Al fin, a la 1:36, unas luces descendieron desde el cielo y tocaron tierra con una sacudida. El avión pasó frente a Chacaltana con la velocidad y el estrépito habituales, pero por la forma de las hélices, él supo que era un Fokker.
Cuando el aparato dejó de moverse y abrió sus puertas, Chacaltana se acercó al primer militar que salió de él, un teniente de Marina en uniforme de campaña. No sabía bien cómo formular su pedido. Ni siquiera sabía si debía llamarlo «pedido», como si se tratase de un helado en el Cream Rica.
—Buenas noches, vengo de los juzgados.
—¿De dónde? —gritó el teniente. Los motores aún no estaban apagados, y el barullo seguía siendo insoportable.
—¡Vengo de parte del almirante Carmona, de Inteligencia! —gritó Chacaltana.
—Usted es de Cóndor, ¿verdad?
Chacaltana no supo qué decir. Para él, un cóndor era un pájaro calvo y carroñero. Pero asintió con la cabeza.
—¡Sí! —confirmó el militar—. ¡Tenemos un paquete para usted!
El teniente hizo unas señales a los soldados que venían detrás de él. Ellos regresaron al avión. Permanecieron en el interior mientras las hélices disminuían su rotación. A los diez minutos, volvieron a salir llevando a un hombre. Cada uno lo agarraba de un brazo, porque no podía caminar bien. Tenía las manos esposadas, y la cabeza cubierta bajo una capucha negra con un agujero en medio para respirar.
—Su encomienda —le dijo el teniente a Chacaltana, tendiéndole una tabla con papeles para firmar. Chacaltana rellenó un formulario por triplicado y lo devolvió. Después de verificar que todo estuviese en orden, el teniente metió una llave en las esposas y se las quitó al prisionero, que movió los dedos como anguilas liberadas. El teniente le hizo un saludo militar a Chacaltana, que correspondió. Sólo cuando ya se iba, como al descuido, arrancó la capucha de la cabeza de su prisionero.
Cegado por las intensas luces del avión, ensordecido por las turbinas, maltrecho y demacrado por los días de encierro, Daniel Álvarez Paniagua cayó de rodillas al suelo. Aún llevaba la camisa colorida que Chacaltana le conocía, pero llena de manchas y rota en algunas costuras. Su barba había seguido creciendo aún más descuidada que antes, y tenía el pelo grasiento y casposo.
—Buenas noches, señor Álvarez —saludó Chacaltana—. Me alegra verlo de nuevo.
El estudiante alzó una mirada fuera de su órbita, enloquecida y ansiosa. No dio señales de reconocerlo, pero se echó a reír. Primero, su risa parecía un temblor. Luego, una carcajada enferma:
—¿Estoy en el Perú?
—En efecto —certificó el asistente de archivo. Y como no sabía qué más decir, añadió—: Felicidades.
La cabeza de Chacaltana estaba concentrada en decidir cómo dejarían el Grupo Aéreo N.º 8 a esas alturas de la noche. Después de atravesar el aeropuerto, debían salir a esa carretera muerta y atravesar kilómetros de tierra baldía, con los riesgos consiguientes. Aunque no quería interrumpir la celebración del estudiante, se sintió obligado a recordarle:
—Creo que debemos ponernos en marcha.
A Álvarez le costó un poco levantarse, y dio sus primeros pasos tembloroso e inseguro, como un bebé. Constantemente se aferraba al brazo de Chacaltana para sostenerse. El asistente de archivo recordó aquel día, en el apartamento de Barranco, cuando lo había visto tan arrogante y soberbio. Meditó cómo cambia un hombre con unos días de encierro. Deseó nunca ser encerrado.
Milagrosamente, mientras ayudaba a Álvarez a caminar hacia la salida, unos faros les hicieron señales desde atrás. Seguían en la pista de aterrizaje, y la primera reacción de Chacaltana fue apartarse para dejar paso. Pero el vehículo los alcanzó y se detuvo a su lado. Llevaba distintivos de taxi, y el conductor sonreía.
—¿Necesitan que los lleve? —preguntó el conductor.
—¿De verdad es usted un taxi? —preguntó de vuelta Chacaltana atónito—. ¿En la pista de aterrizaje del Grupo Aéreo N.º 8?
—Soy alférez del Ejército, pero así me gano una plata extra —respondió el taxista—. ¿Adónde quieren ir?
Chacaltana observó a Álvarez, que había recuperado una mirada normal, aunque por el estado de su ropa y de su rostro seguía pareciendo un loco de la calle. Lo subió al automóvil y pronunció la dirección de la calle Junín.
Durante el trayecto, Álvarez se mostró tenso y vigilante. A cada momento miraba hacia atrás, como si temiese que lo siguieran. Y apenas respondía con monosílabos a los chistes del conductor. Chacaltana recordó la vez anterior, cuando lo habían metido a empujones en el auto. Aún tenía en la cara los moretones de los culatazos. Hasta que no llegasen a Barranco, no creería que ese taxi era simplemente un taxi. Y cuando al fin bajaron en el malecón de la calle Junín, entró paso a paso, vigilando cada rincón.
Ya en la casa, Chacaltana calentó agua mientras el estudiante se daba una ducha. Se reencontraron arriba, en el colchón tirado en el suelo. Todo estaba igual que antes. Si alguien había pasado a investigar el lugar, no había encontrado gran cosa que revolver.
Daniel Álvarez Paniagua se sentó en el colchón, con la espalda apoyada contra la pared. Tenía el pelo aún húmedo y la mirada fija en el líquido marrón de su taza. Mientras retiraba la bolsita filtrante con una cuchara, preguntó:
—¿Por qué no me fusilaron?
—¿Cómo?
—En Jujuy pude hablar con un compañero argentino. Dijo que, cuando los militares te meten a un avión, es para llevarte a alguna tierra de nadie y matarte. Nadie vuelve.
—No debería usted creer toda la propag… —Chacaltana se frenó y corrigió—: Todo lo que se dice.
—¿Dónde están mis compañeros?
—¿Quiénes?
—Ramiro. Y Mariana. ¿Dónde carajo están?
—En el mismo centro de detención de Jujuy. Se les acusa de asociación ilícita, conspiración contra el Estado y terrorismo.
Por primera vez, Álvarez levantó la mirada, y atravesó a Chacaltana con ella. Su voz sonó metálica e inexpresiva:
—Déjame adivinar: y me han soltado a mí para que los traicione, ¿verdad? ¿Por eso estoy aquí? ¿Para hablar? Mejor lo hubieran intentado metiéndome electricidad en los huevos, porque no pienso decirte nada. Ni a ti ni a los perros de tus amigos.
Interrumpió sus palabras un severo ataque de tos. Chacaltana fue al baño, cortó un buen pedazo de papel higiénico y volvió a la habitación. El ataque aún no había terminado cuando le ofreció el papel a Álvarez. Esperó a que se calmase antes de responder:
—Usted está aquí porque fue víctima de una detención sin garantías, cometida por un comando extranjero. El Estado peruano no puede admitir esas tropelías, por no hablar de la violación de soberanía. Como testigo y abogado, presenté un recurso al Poder Judicial, y las Fuerzas Armadas tramitaron su repatriación con efecto inmediato.
—¿«Sin garantías»? ¿«Poder Judicial»? —por primera vez, Álvarez esbozó una sonrisa, aunque no era de alegría sino de sarcasmo—. Estamos en una dictadura. No hay garantías. Ni Poder Judicial.
—Por si no ha leído usted el periódico, tendremos elecciones en dos días. Es un periodo de confusión, pero el Estado tiene voluntad de cambiar. Cometemos errores, pero tratamos de repararlos.
—¿Y por qué no han reparado el error de Ramiro? ¿Y el de Mariana?
—El joven Huaranga Mesa fue detenido legalmente, con una orden, y en presencia de efectivos peruanos. Permanece en investigación por presunta colaboración con la subversión internacional. En cuanto a la señorita, es ciudadana argentina. No podemos hacer nada por ella.
Chacaltana había preparado esas respuestas durante cada minuto de sus cuatro horas en la pista de aterrizaje del Grupo Aéreo N.º 8. Y las repitió mentalmente después de decirlas. Satisfecho, constató que no había contado una sola mentira. Le estaba diciendo más verdades a ese subversivo que esa misma tarde, en su propia casa, a su madre y a Cecilia.
—Se ayudan, ¿verdad? —preguntó Álvarez.
—Me parece que no lo entiendo.
—Ustedes y los argentinos, esos fascistas. Colaboran entre todos. Ustedes los ayudan a matarnos, a desaparecernos, a masacrarnos…
—Colaboramos con un país vecino para combatir las amenazas contra la seguridad. Pero no hacemos nada de lo que usted dice.
Chacaltana recordó al preso político de la carceleta. Y las bromas del cabo de la policía: «Deberíamos pegarte un poco de vez en cuando. Pero no por subversivo. Por antipático». Su atención volvió rápidamente a Álvarez, que seguía preguntando:
—¿Y por qué nos enviaron a Jujuy?
—Porque ustedes sí cooperan con la subversión en Argentina. Y porque desestabilizan el país de cara a las elecciones. En dos días, señor Álvarez, todo habrá acabado. Y usted y sus amigos podrán reunirse y conspirar todo lo que quieran. Hasta entonces, el Estado peruano mantiene el orden.
—¿«Orden»? —volvió a sonreír con sarcasmo Álvarez—. ¿Así lo llaman?
—Así se llama —respondió Chacaltana con genuina dignidad.
Álvarez dio el último sorbo de su té. Lo depositó en el suelo. Respiró hondo, con la mirada fija en la pared. Pareció meditar un buen rato lo que estaba a punto de hacer. Chacaltana se preguntó si podría ponerse agresivo, o si su integridad física correría peligro. Ya había llamado a la Policía desde esa casa una vez. Y no había tenido éxito. Pero Álvarez no parecía violento. Todo lo que hizo fue contar una historia, con la mirada fija en el suelo:
—El día de nuestra detención, nos dieron una golpiza. Estábamos nosotros, otros militantes, un periodista, incluso un militar. A uno le rompieron una costilla. A todos nos pusieron grilletes y nos metieron a un avión. Viajamos sin capucha, rodeados de soldados con ametralladoras. En Jujuy, nos informaron de que formábamos parte de un intercambio de prisioneros entre los gobiernos de Perú y Argentina. Nos quisieron obligar a firmar un pedido de asilo. Nos negamos. Nos encerraron en cuartos manchados de sangre. Mojones rojizos en las paredes. Oímos los gritos de los compañeros argentinos al fondo del pasillo. Cerca de medianoche, se apagaron todas las luces. Me refiero a todas. De repente, no se veía nada en los pasillos. Ni por los ventanucos de las paredes. Nunca has visto una oscuridad así, Félix. Nunca. Yo estaba en mi camastro, pero no me moví. Tampoco sentí que se moviese nadie alrededor. El tiempo se congeló durante unos minutos. Después, oí abrirse la puerta del pabellón. Recuerdo un chiflón de aire frío, gélido, aunque quizá eso lo imagino ahora. Lo que sí es seguro es que sonaron pasos. Muchos. Y aparecieron lucecitas voladoras por todas partes, como luciérnagas. Decenas de personas estaban entrando por los pasillos armadas con linternas. Las lucecitas se movían tan rápido que resultaba imposible seguirlas. Una de ellas se detuvo en mi celda. Atravesó los barrotes y se fijó en mí. La vi primero en las sábanas, y luego subiendo hacia mi rostro. A veces, por el pulso de su dueño, se desviaba hacia la pared, pero luego volvía a iluminarme a mí. En ese momento, yo cerraba los ojos. Mientras la luz me recorría, sólo oí una voz. Alguien susurró en el pasillo: «Ése no». Y la luz se fue.
Félix Chacaltana tragó saliva. No quería sentirse manipulado por un enemigo del Estado. Pero no podía dejar de escuchar. Uno no puede dejar de escuchar. Y fuera de esa habitación, hasta el aire había parado de sonar.
—La linterna se marchó de mi celda —continuó Álvarez—, pero no del pabellón. Las lucecitas continuaron pululando por las paredes. A veces escuchaba abrirse una puerta, y luego unas sacudidas y jadeos, pero nada más. A lo mejor oí golpes. No sonaron gritos ni nombres. Después de unos minutos, que me parecieron horas, nos estremeció el único ruido estridente de esa noche: un silbato. Fue un silbatazo muy corto y preciso, aunque el silencio lo amplificó como una alarma. Entre los prisioneros, nadie protestó ni se levantó. Tras el silbato, las linternas comenzaron a enfilar hacia la salida. Esta vez, arrastraban cosas. Y respiraban más fuerte. Pero también iban más rápidas y seguras. En cuestión de segundos, habían desaparecido. Todas. Y volvía a reinar la más profunda y tétrica oscuridad.
El estudiante tosió una vez más. Félix Chacaltana quiso ir a buscarle más papel higiénico, y aprovechar para salir de esa casa. Pero no consiguió moverse de su sitio. Álvarez paró de toser y concluyó su historia:
—A la mañana siguiente, cuando llegaron los guardias a pasarnos lista, faltaban diez presos. Los carceleros pronunciaron sus nombres, pero nadie respondió. En vez de dar la alarma, los carceleros pasaban al nombre siguiente. Diez presos no respondían. Diez presos no estaban. Diez nombres no tenían respuesta. Pero a nadie le pareció anormal.
Álvarez no había acusado de nada a Chacaltana, pero él sintió la necesidad de defenderse:
—A lo mejor no significa nada. A lo mejor se los habían llevado a un registro rutinario. A lo mejor los habían trasladado a otra prisión.
—Claro. Claro. Seguro que estaban poniendo las cosas en orden. Ése es el orden que a ti te gusta tanto.
Chacaltana no dijo nada. Sólo recogió la taza y la bajó al primer piso. A continuación, la lavó en el fregadero y partió. Por educación, sintió el impulso de despedirse antes de marchar. Pero decidió ignorar ese impulso.