Nada más llegar al Palacio de Justicia, Chacaltana se puso manos a la obra con el plan del almirante. Carmona le había pedido hacerlo todo con la mayor formalidad y rigor, lo que precisamente constituía la especialidad del asistente de archivo. Escribió el recurso, hizo las copias y envió los documentos correspondientes al tercer piso. Nada que no hubiera hecho antes, pero esta vez se sintió más importante.
Tendría que descansar un poco antes de dar el siguiente paso. Y le quedaban unas horas antes de ir al aeropuerto. Decidió pasar por su casa y recostarse un poco. Iba a anunciar su ausencia en el despacho del director, pero el director no estaba. Consideró esperar a su llegada, pero comprendió que tenía asuntos más graves que atender. Debía dejar de pensar como un asistente de archivo, y empezar a actuar como un agente. O algo así.
Mientras echaba a andar, se cruzó de nuevo con una manifestación cercada de policías. Apenas podía avanzar, apretujándose entre la multitud. Pero no tenía prisa. Volvió a pensar en la misión que le había encomendado el almirante. Dudaba seriamente estar preparado para ella. Pero negarse a un servicio a la patria quedaba fuera de sus posibilidades. Si al menos pudiese contárselo a alguien. A Joaquín, por ejemplo.
A la altura de Emancipación, la turba aún no se había dispersado. Al contrario. Se estaba concentrando en el cruce con Lampa. Varios carros de combate y algunos policías a caballo trababan el paso. Una fila de antidisturbios con cascos rodeaban a los manifestantes. Chacaltana oyó un pequeño estallido. No era un balazo, más bien un golpe sordo. Y empezó a sentir un escozor en la cara.
—¡Al suelo! —gritó alguien a sus espaldas. Pero en ese momento los antidisturbios cargaron contra la gente.
Chacaltana sintió que su cuerpo no respondía. Primero fue el movimiento de la masa que se lo llevó en vilo de un lado para otro. Luego, la insoportable urticaria en el rostro, las ganas de llorar. Había oído hablar del efecto de los gases lacrimógenos, pero no se le había ocurrido que fuese tan desagradable. Pensaba que se sentía más como un resfriado.
Alguien a su lado recibió un garrotazo. El asistente de archivo corrió para el lado contrario. De repente, todo era una confusión de manos, caras, ojos y palos. Y la piel parecía caerse a pedazos de su rostro.
Reparó en que estaba cerca del apartamento de Joaquín. A empellones, trató de avanzar en esa dirección. Afortunadamente, los policías pretendían expulsar a los manifestantes del centro, así que él se movía en el sentido correcto. Llorando y limpiándose la cara con su pañuelo, consiguió llegar a la puerta. Después de cruzarla, se sentó en la escalera a descansar. Sacó su pañuelo de repuesto y se lo llevó al rostro, en espera de que pasase el ardor. Después de un rato, pensó que necesitaría secarse con otro pañuelo más. O una servilleta. Algo seco. Tuvo que vencer su reticencia, pero subió.
El apartamento seguía en el mismo desorden en que él lo había dejado. Dadas las circunstancias, lo tranquilizó que algo siguiese igual que antes. El caos del apartamento de Joaquín era la única señal de continuidad en su vida.
Se sirvió un vaso de agua, recogió un puñado de servilletas de tela y se sentó en el sofá evitando la rajadura del tapiz. Mientras se recuperaba, jugueteó con las banderas rojas, que parecían una colección de banderines de fútbol. De repente, lo asaltó un pensamiento atroz: ahí estaba él, en la casa de Joaquín. Había conocido a la amante de Joaquín. Y ahora tendría que contactar a sus secuaces. En cierto modo, Chacaltana estaba repitiendo los pasos de su amigo. Pero es que su amigo había terminado muerto en el cauce de un río. ¿Terminaría él igual?
Chacaltana abandonó el apartamento y se aseguró de cerrar la puerta con dos vueltas de llave. Siguió hasta su propia casa tratando de ahuyentar de su mente los pensamientos que lo atemorizaban. Ver a su madre lo confortaría, sin duda. Aunque no pudiese explicarle su nuevo trabajo, se sentiría bien con ella. Apretó el paso.
Al llegar a su casa, sintió ruido proveniente de la sala. Voces. Tazas. Supuso que se encontraría con Don Gonzalo. Antes de pasar a saludar, entró en el baño y se lavó fuertemente la cara, como si pudiese quitarse la palidez con jabón. Se peinó frente al espejo, respiró hondo y salió a la sala. Pero quien estaba ahí no era Don Gonzalo. Sentada en el sofá, con una falda que no le cubría las rodillas y con su largo cabello negro cayendo sobre sus hombros, lo esperaba Cecilia.
—Hola, Félix.
—¿Cómo estás, Félix, hijo, quieres un tecito?
La voz de su madre sonaba inusualmente dulce, no como un latigazo sino como el murmullo cristalino de un arroyo. Y al llegar al centro de la sala, junto a la mesa, Félix comprobó que su madre sonreía, algo que jamás había hecho enfrente de una mujer joven, menos aún de Cecilia.
—Esto es… una sorpresa —dijo Chacaltana, sin especificar a cuál de todas las sorpresas se refería.
—Hace tiempo que no te veía —saludó Cecilia—, y quise hacerte una visita, como hacen los amigos, para saber cómo estás.
—Claro.
Félix besó la mejilla de Cecilia y se sentó a su lado. Para su sorpresa, no lo invadió la calentura de otras veces. De hecho, ni siquiera se alegraba especialmente por la visita. El abrazo con Susana Aranda, y su ardiente e inesperado beso en plena calle, lo habían cambiado todo, sin duda. Las posiciones se habían invertido. Chacaltana ya no era el que se arrastraba detrás de Cecilia, sino todo lo contrario. El asistente de archivo tomó nota mental de eso. A lo mejor era su primera lección en lo referente a las mujeres.
—He encontrado a tu mamá de muy buen humor —siguió Cecilia.
La madre asintió mientras le servía el té a su hijo:
—No siempre me he portado bien con Cecilia. Y me estaba disculpando. Pero ella dice que no hay nada que disculpar. Que una madre nunca se excede en la preocupación por su hijo. Es encantadora, ¿verdad?
—Sí, Mamá.
—También la estaba invitando al grupo de oración de la parroquia. Rezamos el rosario todas las semanas con un grupo de señoras.
—No creo que le interese, Mamacita.
—Es por la paz mundial.
—Aun así, no creo que le interese, Mamacita.
—Me lo pensaré —terció una conciliadora Cecilia, y una vez más, Chacaltana tuvo la sensación de haber entrado en un planeta diferente y muy lejano. Quiso preguntar dónde estaba el joven aquel, el impertinente sin corbata ni flores que la había recogido del periódico días antes, ese advenedizo, ese fulano. Pero sólo preguntó:
—¿Cómo van los anuncios clasificados?
—Bien. Siguen todos en su sitio.
—Me alegro —respondió Chacaltana con total seriedad.
—¿Y cómo va el archivo?
El asistente habría querido responder que no trabajaba ahí. Que disfrutaba de una excedencia con goce de haber para dedicarse a actividades de máxima importancia para la seguridad nacional. Que ahora formaba parte de una selecta élite que sacrificaba su comodidad personal en aras de un ideal más elevado. Pero tenía órdenes de no revelar su nuevo estatus. Y cumpliría esas órdenes hasta quemar el último cartucho.
—Todo está en su sitio —respondió.
Por un momento, la conversación se congeló. Chacaltana era demasiado tímido para preguntar lo que quería saber. Cecilia a lo mejor también. Y ninguno de los dos pensaba hacerlo enfrente de la madre, que permanecía en su sitio sorbiendo de su taza poco a poco, sin intención de dejarlos solos. Por el contrario, fue ella la que retomó la palabra, mientras mojaba en el té una de sus galletitas danesas:
—Félix, me preocupa Don Gonzalo. El otro día se fue de la casa sin despedirse. Y no ha vuelto a llamar ni nada. No habrás dicho algo que lo molestase, ¿verdad?
Chacaltana meditó: le había dicho que su hijo Joaquín era un delincuente y que lo culpaba a él, a Don Gonzalo, de la muerte de su madre, razón por la cual no le concedía confianza. Chacaltana también había dicho, al parecer, que los viejos ideales que Don Gonzalo admiraba habían terminado inspirando a bandas de vendedores de drogas y traficantes de armas. Pues sí, a lo mejor se había molestado.
—No, Mamá. Yo jamás molestaría a un caballero como Don Gonzalo —y se volvió a Cecilia para aclarar—: Es el padre de mi amigo fallecido.
Cecilia iba a preguntar algo, pero la madre de Chacaltana volvió a intervenir:
—¿No habré dicho yo algo que lo molestase?
—No debes ni preguntártelo, Mamá. Se habrá sentido indispuesto de repente, y no quiso importunarte.
Hasta Chacaltana, que apenas estaba aprendiendo la utilidad de la mentira en la vida adulta, era capaz de comprender lo absurdo de su teoría. Y ni siquiera su madre, que era experta en cerrar sus sentidos a la realidad, pareció convencida por ella. Una niebla de incomodidad flotó de repente por el salón, impregnándolos a todos a su paso.
Cecilia trató de romper el hielo:
—Hay una nueva película que quiero ver en el cine. Se llama Grease. Es con John Travolta.
Travolta. A Chacaltana, ese actor le repugnaba desde Fiebre de sábado por la noche. Pero ahora, además, lo asociaba con la camisa de Daniel Álvarez Paniagua, y en general con el nido de terroristas que había visitado en Barranco. No estaba seguro de que ese actor proyectase una influencia positiva sobre la juventud peruana.
—Me encantaría acompañarte —volvió a mentir.
Esta vez, no era sólo mentira por John Travolta. También era mentira por Cecilia. Ahí, sentado a su lado, Chacaltana no pudo evitar compararla con Susana Aranda. Y Cecilia perdía en todas las categorías. Su cabellera negra brillante era sedosa, pero la espesa melena de la otra irradiaba luz. Las maneras de Cecilia eran amables, pero Susana Aranda era distinguida y elegante. La esposa del almirante Carmona era más atractiva, más interesante, más mujer y más todo. Y como si fuera poco, gracias a la foto de la playa, Chacaltana hasta había visto más partes de su cuerpo que del de Cecilia. Súbitamente, quizá debido a su nueva y secreta categoría profesional, Chacaltana sintió que debía aspirar a más en la vida. Cecilia, a fin de cuentas, lo había abandonado. Y tampoco merecía atenciones especiales.
—¿Volverá? —preguntó de repente la madre.
—¿John Travolta?
—Don Gonzalo, hijo. Yo estoy hablando de Don Gonzalo.
Chacaltana notó que su madre procuraba contener la ansiedad. Su amabilidad con Cecilia, su amabilidad general, y su redescubierto talento para la cocina de los últimos días, todo eso era una forma de reforzar su vínculo con su hijo para atraer a Don Gonzalo.
—¡Claro que volverá, Mamacha! Deja de preocuparte.
A continuación, el silencio volvió a adueñarse de la sala. Tras un rato de incomodidad, Cecilia anunció:
—Me tengo que ir. Mi abuela va a matarme por llegar tarde sin avisar.
—Comprendo, sigue nomás.
Antes de levantarse, Cecilia besó a Chacaltana bajo la nariz, peligrosamente cerca de su labio superior en un arrebato tan furtivo que su madre no llegó a percibirlo. Su beso dejó un rastro húmedo, un picor que se quedó revoloteando en su rostro hasta mucho más tarde.
—Buenas tardes, señora —se despidió.
La madre le hizo un vago gesto con la mano, pero ya su cabeza estaba en otra parte. Y Chacaltana sabía dónde.