—Por los nuevos tiempos, señor Chacaltana. Para que nos traigan paz y bendiciones.
El almirante Héctor Carmona hizo chocar su copa con la de Chacaltana. El asistente de archivo no pudo evitar pensar en Susana Aranda. Y cada vez que lo hacía, tenía que bajar la mirada, como si el almirante pudiese descubrir en sus ojos lo que anidaba en su mente.
—Sí, mi almirante. Sobre todo, bendiciones.
Félix Chacaltana apenas podía creer que estuviera en el Club Nacional, rodeado por la crema y nata de la sociedad limeña. O al menos, por la crema y nata de la masculinidad. Las mesas a su alrededor sólo estaban ocupadas por caballeros, todos con lustrosos trajes, decidiendo el futuro del país. Antes de sentarse, el almirante lo había llevado a la terraza, desde donde se contemplaba la plaza San Martín. Desde ahí, uno se sentía el príncipe de esa ciudad. Y mientras comían, hasta el cebiche de corvina en su plato parecía más elegante y más limpio que los cebiches que había conocido hasta entonces.
—Como le dije esta mañana, Félix… ¿Puedo llamarlo Félix?
El almirante aún llevaba su uniforme de gala blanco. Al verlo, por un instante Chacaltana recordó a su padre en la foto de la mesita, pero rápidamente borró de su mente ese recuerdo.
—Por favor, mi almirante.
—Como le dije esta mañana, su trabajo nos ha sorprendido gratamente. Ha descubierto la doble identidad de Joaquín Calvo. Ha resuelto un expediente imposible. Y nos ha puesto en la pista de una red internacional de tráfico y actividades subversivas. Ha sido usted mucho más efectivo que nuestro Servicio de Inteligencia, que por desgracia no es especialmente inteligente.
El almirante sonrió, y Chacaltana se sintió impelido a sonreír también. Debía de ser un buen investigador, porque sabía incluso cosas sobre Carmona, o más bien, sobre la esposa de Carmona y su amante. Se preguntó si debía contar también esa parte de las cosas que sabía. Se respondió que no.
—Sólo he cumplido con mi deber, señor.
—Y nosotros queremos premiarlo.
Un camarero de frac se llevó las entradas y trajo los segundos platos. Frente a Chacaltana posó un grueso pedazo de carne en una salsa que parecía mermelada, junto a una especie de flor hecha con verduras. Chacaltana nunca había visto un trozo de carne tan grande separado de su cuerpo original.
—¿Sabe lo que es? —preguntó el almirante.
—¿Señor?
—Que si sabe lo que le he pedido para almorzar.
Chacaltana percibía que la pregunta llevaba trampa, pero no sabía cómo parecer listo, así que optó por la respuesta sencilla:
—Eeeh… Carne, señor.
—Pruébela.
—¿Señor?
—Pruebe la carne, adelante.
Su voz sonó como una orden, en el mismo tono en que el día anterior había amenazado a Chacaltana con encerrarlo en una celda de interrogatorios. Chacaltana obedeció. Al bajar la mirada, se encontró con demasiados cubiertos. No sabía cuál escoger. Sin levantar la cabeza, escudriñó una mesa cercana en busca de una respuesta. Ahí estaban comiendo lenguado con el cuchillo que parecía una espátula y el tenedor pequeño. Él los imitó. Le costó un gran trabajo cortar un poco de carne, y cuando se lo llevó a la boca, sabía como una vaca bañada de fresa.
—Rico —confirmó—. Muy rico.
—Es jabalí. El Club Nacional debe de ser el único sitio donde se sirve.
—Jabalí.
A la mente de Chacaltana acudió un cerdo con cuernos saliendo de su boca. Como para confirmarlo, el almirante lo instruyó:
—Se está comiendo usted a un bicho muy peligroso, Félix.
—Gracias, mi almirante.
El oficial paladeó un trago de su vino. A sus espaldas, Chacaltana vio sentarse a un ministro de Gobierno, con el fajín bicolor atado a la cintura. Era increíble con qué personas se estaba relacionando. «Y todo», pensó con satisfacción, «por hacer mi trabajo bien».
—También tenemos bichos peligrosos por acá, Félix. Muchos de ellos están sueltos. Algunos… son los que mataron a su amigo Joaquín.
Chacaltana reparó en que lo había llamado «su amigo». Llevaba unos días sin pensar en Joaquín en esos términos. Pero era su amigo. Y aunque fuese un subversivo, o un traficante, nadie tenía derecho a meterle una bala entre los ojos. A fin de cuentas, era un hombre bueno. Al menos eso pensaban él y Susana Aranda. Pero Chacaltana se prometió a sí mismo dejar de pensar en ella mientras estuviese sentado frente a su marido. Creyó sonrojarse, pero el almirante no dio señales de notarlo.
—Espero que reciban su merecido, mi almirante.
—Lo harán si usted nos ayuda, Félix.
El asistente de archivo estaba pasando un mal rato tratando de cortar la carne con el cuchillo romo. No quería que saliese disparado un bocado hacia la mesa del ministro, y todos volteasen a verlo. Sobre todo, no quería avergonzarse. Pero las palabras del almirante activaron en él la necesidad de responder con un discurso.
—Por supuesto que puede contar usted con toda la ayuda que sirva para trabajar en pro de la seguridad de nuestra nación, nada hace más feliz a un funcionario público entregado que la oportunidad de…
—Chacaltana, para empezar, tendrá que hablar menos.
—Sí, mi almirante.
—Necesitamos que escuche. Voy a contarle algunas cosas que usted no sabe. En particular, dónde están los jóvenes que le preocupan tanto.
Chacaltana iba a responder «sí, mi almirante», pero entonces estaría hablando y no escuchando. Guardó silencio, y el almirante pareció aprobarlo, incluso con su mirada siempre gélida. Lo analizó un largo rato sin pronunciar palabra, hasta que declaró:
—Y al final, Félix, voy a encomendarle una misión. Y necesito de usted el máximo secreto.
Chacaltana sonrió. Sin duda, eso entraba dentro de sus habilidades. Volvió a recordar a Susana Aranda. Y tuvo claro que él era perfectamente capaz de guardar un secreto.