La mañana del 15 de junio, el Ministerio de Guerra hacía honor a su nombre. Destacamentos de las tres armas de la Nación desfilaban por la explanada, luciendo sus galones y sus uniformes. Y al pasar entre ellos, Félix Chacaltana sintió que se le impregnaba un poco de esa solemnidad, de ese porte.
El almirante Carmona le había advertido que no podría atenderlo antes de la ceremonia, pero lo había invitado a asistir como público. Chacaltana tenía incluso un asiento reservado en la tercera fila de una improvisada tribuna hecha con sillas plegables. Al llegar, descubrió que le tocaba sentarse entre autoridades de institutos armados y civiles. De haber sabido dónde estaría, habría lucido su camisa de gemelos. Pero era tarde para reparar el error.
Lo que sí hizo fue buscar un baño con espejo y repeinarse, hasta que pareció que el peine iba a abrirle surcos en la cabeza. Quería verse elegante, a la altura de las circunstancias. Y sin embargo, al volver a su sitio, nadie lo miraba. Los invitados iban llegando y saludándose entre ellos. Todos parecían conocerse. Y Chacaltana vegetaba en su silla, sentado con la espalda muy recta, como le habían enseñado en el colegio. En algún momento, un capitán de la Fuerza Aérea le preguntó:
—¿Nos conocemos? ¿Dónde nos hemos visto?
—No lo sé. ¿Ha visitado usted el sótano del Palacio de Justicia?
Como si le hubiese hablado en chino, el capitán hizo una leve reverencia y se retiró.
Nada de eso molestaba al asistente de archivo. Disfrutaba del simple hecho de estar ahí, formando parte de la gente importante, compartiendo esa atmósfera de servicio a la patria. Frente a él, en el centro del estrado, se elevaba un glorioso pabellón nacional, y a ambos lados habían colocado escarapelas con los colores blanco y rojo. Ante el espectáculo de los guardianes de la soberanía, Chacaltana no podía menos que sentirse arrebatado de ímpetu patriótico.
La ceremonia comenzó puntual a las 9:30 a. m. Por supuesto, lo primero fue cantar el himno nacional. Chacaltana se puso de pie, igual que todas las autoridades, y se llevó la mano al pecho para entonar aquellas estrofas sobre los peruanos liberados del yugo de la esclavitud. Le sorprendió notar que muchos de los asistentes no cantaban en voz alta. Tan sólo movían los labios. Afortunadamente, una versión grabada del himno sonaba por los altavoces, disimulando la falta de entusiasmo del público.
A continuación, el almirante Héctor Carmona y otros oficiales de mayor graduación pasaron revista a las tropas, que formaban fila frente al estrado. Chacaltana disfrutó las pequeñas maniobras:
—¡Presenten…, ar!
Y los soldados mostraban sus fusiles y sus sables, listos para entrar en acción en el campo del honor.
—¡Firm!
Y los soldados cerraban las piernas y sacaban el pecho, todos al unísono, con el compacto sonido de la disciplina y el orden. Chacaltana se emocionó.
El siguiente paso de la ceremonia era colocar medallas en los uniformes de tres oficiales, uno de cada arma, entre ellos el almirante Héctor Carmona, que representaba a la Marina de Guerra del Perú. Un general cubierto él mismo de galones y piezas de metal dorado se ocupó de presentar a cada uno de los condecorados, recoger sus medallas de un almohadón y prenderlas en sus uniformes mientras ellos hacían el saludo militar. Chacaltana percibió lo que había oído miles de veces en su vida: los marinos eran más blancos que los del Ejército. Y más altos. Quizá por eso, el encargado de dar un discurso en nombre de todos los condecorados fue precisamente Carmona.
—Este domingo —comenzó el almirante, y su voz resonó por el eco—, nuestro país comienza una nueva etapa. Después de diez años y dos fases de gobiernos militares, volveremos a un sistema de partidos políticos y presidentes civiles. Lejos de entorpecer este proceso, o aferrarse al poder, nuestras Fuerzas Armadas impulsan y garantizan este regreso a la democracia.
De entre las autoridades civiles arrancaron varios aplausos. Las autoridades militares presentes remolonearon un poco, pero terminaron sumándose al homenaje. Carmona continuó. No leía. Hablaba de corrido. Y con su uniforme blanco y sus ojos azules, parecía un ángel caído del cielo para predicar a los regimientos.
—Otros países de nuestra región han optado por continuar en la senda militar. Respetamos esa decisión, pero no es la nuestra. Los militares peruanos tenemos el ánimo firme y sereno, y no daremos marcha atrás en este proceso.
Nuevos aplausos. En un rincón de las tribunas, Chacaltana reconoció a militares con uniformes diferentes. Unos llevaban el traje de corte alemán del ejército chileno. Otros, la visera grande de los argentinos. Debían de ser los agregados militares de sus países. Y no aplaudieron esta última frase.
—Sin embargo —continuó Carmona—, eso no significa que hayamos derrotado a nuestros principales enemigos. La lucha contra la subversión sigue en pie. Y es una lucha internacional. El comunismo es como una telaraña tendida entre todos los países de nuestra región. Si cortamos uno de sus extremos, se mantiene en pie gracias a los demás. Para derrotarlo, tenemos que cortar todos los extremos al mismo tiempo. Sólo trabajando juntos, peruanos, chilenos, argentinos, paraguayos, uruguayos, bolivianos, libraremos a nuestra región de ese cáncer que la amenaza, y que hace metástasis en cada lugar donde se aloja. Nuestras Fuerzas Armadas seguirán combatiendo la subversión, y colaborando con nuestros amigos y vecinos hasta erradicarla definitivamente. Y este compromiso no cambiará, ni este domingo ni nunca. ¡Viva el Perú!
—¡Viva! —gritó todo el público, y ahora sí, una salva de aplausos se elevó desde todos los rincones de la tribuna y envolvió al orador de blanco, que los recibió con un saludo militar sólidamente plantado sobre sus ojos claros.
Después de repetir el himno nacional, se dio la orden de romper filas. Los distintos corrillos de funcionarios y militares fueron saliendo juntos del lugar, pero Chacaltana no supo adónde ir. Permaneció solo en medio de la tribuna vacía, contemplando los símbolos patrios, hasta que el almirante Carmona despidió a sus últimos invitados y se le acercó:
—Me alegra que haya venido, Chacaltana. Pero supongo que no está aquí sólo para ver la ceremonia.
—No me importaría. Ha sido muy emotiva.
—Gracias. Es importante mantener la moral alta, ahora que las cosas van a cambiar.
—Las cosas esenciales nunca cambian, almirante.
—Claro.
El asistente de archivo continuó efusivamente:
—El respeto por los símbolos patrios, el compromiso con la seguridad nacional y la disciplina marcial constituyen los cimientos sobre los que se asienta…
—Chacaltana.
—¿Almirante?
—Creo que trae usted información para mí.
—¡Sí, señor! —se cuadró Chacaltana.
A su alrededor, los reclutas comenzaban a retirar las escarapelas, el estrado y los micrófonos. Estaban solos en medio de un cementerio de sillas en medio de una instalación militar. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para lo que Chacaltana iba a hacer.
El asistente de archivo sacó de su bolsillo los dos pasaportes de Nepomuceno Valdivia, el peruano y el argentino, ambos con las fotos de Joaquín Calvo y los sellos de los días 1 y 2. Y el tercero, el pasaporte real de su portador. Se los extendió al oficial y, de manera natural, sin pensarlo, se colocó junto a él en posición de descanso.
—Estas evidencias —informó— ratifican que Nepomuceno Valdivia es en realidad Joaquín Calvo, con probadas conexiones en comandos sediciosos, y que viajó ilegalmente a la Argentina pocos días antes de su asesinato, señor.
El almirante se tomó su tiempo para examinar los pasaportes. Abrió los tres y los revisó página por página. Aunque mantenía el semblante inexpresivo de siempre, sin duda tenía interés. Tras un largo análisis, los cerró y dijo:
—Llevo dos semanas buscando estos documentos, Chacaltana. Ha hecho usted un muy buen trabajo.
—Gracias, mi almirante.
—Creo que debemos almorzar juntos hoy.
—Lamentablemente, mi almirante, mis obligaciones para con el archivo del Poder Judicial me impiden…
—Yo bajaré al centro en una hora. Pasaré a buscarlo al archivo. Y si surge cualquier inconveniente, hablaré con sus superiores. Sin duda, mi sección puede beneficiarse mucho de contar con un investigador como usted.
Investigador. Lo había llamado «investigador», no «asistente», «tinterillo» o «hijito», como lo llamaba el resto del mundo. Chacaltana sintió que al fin alguien entendía sus capacidades, y que había llegado su hora de brillar, con tanto lustre como la medalla que decoraba el pecho del almirante.
—¿Nos vamos, Héctor? —sonó una voz a espaldas de Chacaltana—. Nos están esperando arriba para la recepción.
Chacaltana había oído esa voz antes. No mucho antes. El almirante sonrió en esa dirección, y le dijo:
—Ya voy, cariño. Pero deja que te presente a alguien.
El asistente de archivo se dio vuelta. En realidad, no hacía falta. Antes de ver la cascada de pelo rubio, y los ojos enormes, y los labios que lo habían besado la noche anterior, ya sabía a quién iba a encontrar ahí. De todos modos, su sorpresa no fue fingida cuando escuchó al almirante decir:
—Félix Chacaltana, del archivo judicial. Ella es Susana Aranda. ¿Ha oído eso de que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer?
—S… sí, señor…
—Pues no sé si soy un gran hombre, pero ella sí es una gran mujer, ¿verdad?
El almirante rio. Pero nadie rio con él. Los ojos de Susana y Chacaltana se cruzaron en silencio, y pronunciaron sus saludos de cortesía en voz muy, muy baja.