Nada ocurrió en el archivo esa tarde. Tras la derrota contra Brasil, la capital estaba paralizada. Hasta los ladrones debían de estar deprimidos, porque la Fiscalía apenas tuvo actividad.
El director se pasó el día encerrado en su oficina. Ni siquiera preguntó por la entrevista de Chacaltana en el Ministerio de Guerra. Y cuando salió de su despacho, profundos surcos morados rodeaban sus ojos.
—Ánimo —trató de infundirle Chacaltana, mientras el director se arrastraba hacia la escalera como si se le hubiese muerto un pariente—. Aún nos quedan dos partidos.
Pero el director sólo soltó un gruñido antes de desaparecer, dejando tras de sí una estela de tufo alcohólico.
Por su parte, Chacaltana era insensible a las tribulaciones deportivas. Y tenía otras misiones sagradas que cumplir. Había calculado meticulosamente su itinerario de esa noche. Con el espíritu furtivo de un aventurero, ordenó su escritorio y se colocó la bufanda. Antes de salir, no pudo evitar pasar un trapo para limpiar una mancha de tinta en el borde de un cajón. Era un aventurero, pero uno muy pulcro.
Minutos después, se movía sigilosamente por el vestíbulo del diario El Comercio, ocultándose detrás de los clientes que llenaban el lugar. Cecilia estaba en su puesto de siempre, registrando todo lo que la gente quisiese anunciar: muertes, bodas, ventas, compras. No había visto a Chacaltana, ni lo vería. No todavía. Faltaban cuarenta y cinco minutos para su hora de salida. El tiempo justo.
Instintivamente, Chacaltana se persignó. Lo que iba a hacer era tramposo, pero sin duda Dios era tolerante con las trampas de amor. Si la administración judicial aguantaba las ausencias de su jefe, Nuestro Señor de los Cielos no podía ser menos. Además, era un truco que le había enseñado Joaquín Calvo. Y Calvo, según iba viendo Chacaltana, era un profesional de los trucos y los engaños. Éste no podía fallar.
Tras constatar que Cecilia estaría en su lugar, Chacaltana se escabulló hacia el exterior y se dirigió hacia el hotel Maury, donde lo aguardaba su siguiente cita. No tuvo que esperar ni un segundo. Nada más entrar, en una de las últimas mesas, reconoció la cabeza rubia y el pelo largo que buscaba. Y antes de verlos, adivinó los labios y los ojos de Susana Aranda, quizá los más grandes que había visto en su vida. Mientras caminaba hacia su mesa, sintió posarse sobre él las miradas envidiosas de otros caballeros. Y eso le gustó. Dentro de un rato, le resultaría muy útil.
—Supongo que debo darte el pésame —saludó ella—. Esta tarde, todos los hombres parecen muertos en vida.
—Oh, no crea. No sigo mucho el fútbol.
Le gustaba que ella lo tutease, aunque él no correspondería sin la debida autorización. Eso habría constituido una impertinencia, y una imperdonable falta de educación. El camarero se les acercó y ella ofreció:
—Estoy tomando una manzanilla. ¿Quieres otra?
Chacaltana aceptó la propuesta. Mientras esperaba su infusión, trató de buscar un tema inocente para charlar de modo casual. Al final, tuvo que reconocer para sus adentros que no conocía ningún tema de ésos, dentro de las normas del debido proceso y la nomenclatura oficial unificada para los archivos del país.
—Debo haberte parecido una loca ayer —rompió el hielo Susana—. Siguiéndote por la calle, llorando en el café… Gracias por tu paciencia.
—Tuvo usted un comportamiento ejemplar, Susana. Jamás podría parecer una loca.
Ella sonrió:
—¿«Un comportamiento ejemplar»? ¿Siempre hablas como un profesor de primaria?
—Casi siempre.
Brillaba un asomo de ironía en la mirada de esa mujer, pero Chacaltana respetaba a los profesores de primaria. Y carecía por completo de sentido de la ironía. El camarero depositó sobre la mesa una segunda manzanilla. Aunque la taza echaba humo, la conversación se enfrió. Chacaltana buscó algún tema que lo hiciese parecer mundano, experimentado:
—Aquí traen el azúcar en polvo. Es más bonita en terrones.
Ella trató de mirar al azucarero con todo el interés posible, pero decidió ir al grano:
—Félix, no te enfades, pero ¿para qué me has llamado?
—Ah, sí —dijo él. Se llevó la taza a los labios y se quemó. Trató de disimular el dolor, pero las primeras palabras le sonaron como balbuceos de niño—. Quería entregarle algo. Pensé que le gustaría guardarlas.
Dejó sobre la mesa uno de los sobres de su madre, los únicos que había encontrado. Llevaba un membrete con los datos y con su apellido de casada, Saldívar de Chacaltana.
Susana Aranda lo abrió y extrajo su contenido: tres fotografías de ella misma. En la playa, saliendo de una casa y en el apartamento de Joaquín Calvo. Tres imágenes de momentos felices. Una Susana más fresca y sonriente, pero no menos guapa, que la mujer sentada frente a Chacaltana.
Al verlas, ella contuvo el impulso de llorar. Discretamente, se llevó la uña del meñique derecho hacia la comisura de cada ojo, y recogió sendas lágrimas. Al terminar la operación, su maquillaje estaba intacto. Y su voz apenas temblaba:
—¿Dónde estaban? —preguntó.
—En el apartamento de Joaquín. Bien escondidas en el fondo falso de un cajón.
—Un fondo falso —casi sonrió ella—. Era cuidadoso.
Dieron un par de sorbos a sus tazas. Ella jugueteaba con las fotos entre los dedos. Dijo:
—No puedo quedarme con ellas. ¿Dónde voy a guardarlas? Mi marido las encontrará.
—Puede destruirlas. Pero debe hacerlo usted.
Ella miró de nuevo las fotos, con nostalgia:
—¿Sabes, Félix? Mi casa está llena de fotos. Fotos de matrimonio, de primera comunión, de vacaciones en pareja. Pero creo que en ninguna de ellas me veo tan feliz como en éstas. Y las que tengo que destruir son justo éstas.
Chacaltana recordó su propia foto familiar, la de su padre con su uniforme blanco de gala, eternamente colocada sobre la mesita de la sala, como en un altar. A él no le habría importado destruir ésa, o cambiarla. O cambiar a su padre por algún otro señor. Pero no pensaba contarle eso a una casi desconocida. Al contrario, trató de hacer la situación más amable:
—Bueno, tendrá fotos con sus hijos. Las fotos de familia siempre alegran la vida.
—No tengo hijos. Quizá sea ése el problema. Mi esposo y yo los buscamos durante años, pero no los conseguimos. Intentamos todo tipo de tratamientos, pero no resultó ninguno. Y esa frustración arruinó nuestro matrimonio. Nos culpábamos el uno al otro. Al final, casi ni nos hablábamos. Casi ni nos hablamos ahora.
Otra vez, estuvo a punto de echarse a llorar, pero disimuló la situación con finura. Añadió:
—Joaquín me dijo que con él sí…, que él me daría hijos. Quería tener veinte o treinta, decía. Siempre bromeaba con eso.
No pudo seguir adelante. Sus uñas expertas volvieron a limpiar la tristeza de sus párpados, y guardó silencio. Chacaltana comprendió que ella no podía hablar de esas cosas con nadie. Que un asistente de archivo salido de la nada era su único posible confidente.
—Habría sido un buen padre —dijo Chacaltana. En algunas cosas, como mujeres, corbatas y aperturas abiertas de ajedrez, Joaquín Calvo había sido como un padre para él. Y quizá incluso para esos estudiantes barbudos con poca higiene. A lo mejor ése era su papel en toda esa mafia. Y en la vida.
Susana Aranda suspiró:
—Él prometía ser mejor que su propio padre. Aunque según decía, su padre era un desastre. No le habría costado mucho superarlo.
—No era tan malo.
Ella suspiró y alineó las fotos, como si fuera a devolverlas al sobre. Pero en vez de eso, sacó de su bolso una tijera de uñas. El papel de las Polaroid era duro, y al principio le costó mucho esfuerzo cortarlo. Pero al fin, las fotos cedieron, y ella consiguió trocearlas, primero todas juntas y luego pedacito a pedacito. Cuando ya nadie era reconocible en ellas, guardó los trozos de nuevo en el sobre.
—Ya está. Ojalá fuera así de fácil destruir el pasado.
—En eso estamos de acuerdo.
Susana guardó el sobre en su bolso y terminó su infusión. Sacó el monedero para pagar, pero Chacaltana se lo impidió con un gesto.
—Yo pagaré.
—De ninguna manera. Tú has sido muy amable conmigo, Félix.
—Pero soy el caballero.
—Pero eres menor.
—Pero quiero pedirle un favor.
Con la curiosidad reflejada en su mirada, ella retiró el monedero.
—¿Un favor?
Chacaltana le explicó lo que planeaba. Ella se rio primero, se enfadó un poco después, y al final opinó que era una idea absurda.
—No puedes pedirle eso a una mujer en mi situación.
—Lo sé —bajó la cabeza Chacaltana—. No he querido ofenderla.
—Has hecho mucho por mí, y te lo agradezco. Traer las fotos ha sido un gran detalle. Pero yo no puedo…
—Por favor, no se justifique. Al contrario, excúseme. Ha sido una tontería.
Ahora, el asistente de archivo parecía hundido en su asiento. Sus mejillas brillaban como dos semáforos en rojo.
La mujer agarró su bolso, se levantó de la mesa, caminó hacia la puerta y llegó a empujarla. Pero entonces miró hacia atrás. Chacaltana seguía en su sitio, y parecía más pequeño que antes.
—Mierda —susurró.
A la hora de cierre de los avisos clasificados, Susana Aranda y Félix Chacaltana estaban en la esquina del jirón Miró Quesada, justo frente a la escalinata que llevaba al diario El Comercio.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—Por favor, no se eche para atrás ahora. Es sólo un minuto. Después no me volverá a ver nunca más.
—¿No prefieres buscarla y hablar?
—Ella no me habla —cerró la discusión él, sin dejar de mirar hacia la puerta, hasta que anunció—: ¡Ahora, ya está saliendo!
En efecto, Cecilia asomaba por la puerta del diario. Llevaba pantalones y chaqueta granates a juego sobre una chompa de cuello tortuga. Y estaba sola. Fuese quien fuese el joven del día anterior, hoy no había ido a buscarla. Chacaltana esperó a que saliese por entero del vestíbulo y se preparase para cruzar la calle. Entonces, cuando estuvo seguro de que lo vería, dio la orden de actuar:
—¡Ahora!
Obedientemente, Susana Aranda lo abrazó. Él sintió sus pechos a través de la ropa, y no pudo reprimir una erección. Rogó por que ella no la sintiese. Pero finalmente se entregó al placer de su plan perfecto. Cecilia los vio desde antes de cruzar, e incluso se detuvo impactada, dudando si mejor pasar por otro lado. Chacaltana se aferró con más fuerza a Susana Aranda, y ahora, por respeto, trató de pensar en ovejitas, edificios coloniales y cosas que no produjesen excitación.
Cecilia decidió no cambiar de ruta. Recuperó el paso con dignidad y cruzó la calle. Justo cuando iba a pasar junto a ellos, Chacaltana sintió que Susana retrocedía la cabeza. Pensó que se estaba zafando de su abrazo. Seguro que había descubierto la reacción de su entrepierna y se había sentido insultada. Pero cuando sus dos rostros quedaron frente a frente, ella volvió a adelantarse y le plantó un soberano beso en los labios. Era un beso sin lengua, un contacto cerrado entre dos bocas secas. Pero aun así, el beso más apasionado que Chacaltana había recibido, descontando aquella vez con Cecilia en su sofá.
Cecilia tuvo que ver el beso, porque ocurrió en el preciso instante en que ella pasaba a su lado. La idea original de Chacaltana era «sorprenderse» al verla pasar, saludarla, presentarle a Susana de manera íntima y desenfadada. Pero el giro del beso le había impedido hablar, y de paso, lo había dejado sin aire. Cuando al fin Susana Aranda retiró su rostro del de él, no quedaba ni rastro de Cecilia por los alrededores. Y Chacaltana tenía los ojos como dos huevos tibios, petrificados por una mezcla de sorpresa, regocijo y pánico.
—Si no te voy a volver a ver nunca más —dijo Susana riendo—, al menos te dejo un buen recuerdo.
Y a continuación, le dio la espalda y se fue. Chacaltana no consiguió despedirse propiamente, y de hecho, tardó tres minutos en recordar que debía respirar de nuevo.