A la una y media en punto, Don Gonzalo se presentó con una caja de figuritas de mazapán: peras, fresas y plátanos de masa de azúcar y almendra. A Chacaltana le encantaban esos dulces, pero Don Gonzalo los llevaba para su madre.
—Los pondré de postre —agradeció ella al recibirlos. Y añadió con coquetería—: Antes tienen que probar la carapulcra que he hecho. Me sale muy bien.
Aparte de su conjunto rosa, se había colocado un prendedor con el rostro de la Virgen María, lo cual, en sus términos, no dejaba de ser una manifestación de sensualidad.
Se sentaron a la mesa sin aperitivo previo, y constataron que la señora tenía razón. Su carapulcra estaba sabrosa y fuerte, sazonada con mucho ají panca y maní. Durante el almuerzo, Don Gonzalo evocó las paellas y los cocidos de su infancia, sin dejar de celebrar los platos peruanos de su adultez. Y a pesar del temblor de su mano, comió con apetito y decisión.
Esta vez, Chacaltana ni siquiera miró la foto de su padre en la mesita. En lo que a él concernía, su familia estaba completa por primera vez. Y se sentía flotar en una serena laguna de confort. El momento culminante para él fue cuando su madre, antes de recoger los platos, propuso:
—Félix, un día deberías traer a tu amiga Cecilia. Para que conozca a Don Gonzalo.
—¿Tú crees, Mamá? —se sorprendió el joven.
—¿Así que tienes una chavalita por ahí? —preguntó Don Gonzalo—. Te lo tenías bien guardadito, ¿eh?
—Es una buena chica —informó la madre ante un Chacaltana atónito—. Un poco rebelde a veces. Pero así son los chicos de ahora, ¿verdad?
—Los de ahora y los de siempre —concluyó Don Gonzalo—. ¿Y si nos comemos el mazapán?
La mujer rio:
—Se me ha ocurrido una idea que les encantará.
Llevó el café y los dulces al cuarto de la televisión. Añadió una botella de pisco. Y puso el partido de fútbol, que estaba a punto de comenzar:
—Yo voy a recoger el almuerzo. Y ustedes podrán hablar de sus cosas de hombres.
Don Gonzalo aceptó con evidente satisfacción. Le sirvió un café a Chacaltana y le acercó los dulces. También se sirvió una taza a sí mismo, y le añadió un chorro de la botella de pisco. No dijo una palabra, pero Chacaltana sabía lo que esperaba oír y trató de ordenar sus ideas. En la pantalla, el narrador anunciaba las alineaciones:
—Los dos equipos salen a la cancha con todas sus estrellas. Los verdeamarelos de Brasil con Cerezo, Dirceu y Leão en la portería. Perú con Chumpitaz, Cueto y, por supuesto, Cubillas. Hoy nos encomendamos todos a San Cubillas para que nos lluevan goles del cielo…
Chacaltana esperó la pregunta, hasta que entendió que no llegaría nunca. Sin embargo, sintió la tensión de Don Gonzalo en el sofá, mientras fingía interés por el fútbol. Contra su voluntad, y contra su costumbre, Chacaltana tendría que comenzar esa conversación. Trató de hacerlo por el lado amable:
—Joaquín… tenía una novia.
Don Gonzalo no apartó la vista del televisor, pero su rostro se iluminó:
—¿Era guapa?
—Es guapa. Rubia. Y también…
—¿Qué?
—Es casada.
Ahora sí, Don Gonzalo se volvió a ver a su interlocutor. Se echó a reír. Y Chacaltana lo imitó.
—Menudo cabroncete, ¿eh? —dijo el viejo—. Se ligó a una rubia con marido.
—Por eso era muy discreto con su vida personal. Bueno, por eso y… otras cosas.
Chacaltana vaciló. Don Gonzalo percibió sus reservas. Preguntó:
—¿Qué más sabes?
En la pantalla, la pelota se puso en movimiento. Perú sacó, y tras unos toques en el área, Oblitas lanzó un pase largo hacia la izquierda para Cubillas, que corrió hacia la línea de meta. Un brasileño lo tumbó y el árbitro cobró tiro libre. Perú empezaba atacando. Y Chacaltana dudaba: ¿debía decirle a ese hombre exactamente lo que hacía su hijo? Estaba obligado a denunciar las ilegalidades de Joaquín ante el Estado, pero ¿hacía falta ensuciar el recuerdo de un padre?
Chacaltana tuvo una idea. Había una luz más agradable bajo la cual presentar las cosas: la versión de Álvarez. Después de todo, hasta que no hubiese una sentencia judicial, todas las versiones seguían siendo presuntas verdades. Se aclaró la garganta y habló:
—Joaquín colaboraba con… un grupo político autodenominado Partido de Izquierda Revolucionaria.
—¿Joaquín?
Don Gonzalo parecía más sorprendido de esto que de las aventuras amorosas de su hijo. Chacaltana confirmó:
—Guardaba material de propaganda… Y luego… refugiaba a sus correligionarios de otros países. Les ofrecía su apartamento, les conseguía documentación falsa, les brindaba apoyo logístico.
—Joder.
El viejo se sirvió un chorro más de pisco, aunque esta vez prescindió del café. Apuró la bebida de un trago y añadió:
—Jamás lo habría dicho.
—Ni yo —admitió Chacaltana.
Entre los dos se hizo un silencio, que llenó el narrador del partido:
—Se le complica el partido a Perú, que no consigue salir de su área. Brasil presiona y presiona, y ahora es Mendonça quien viene corriendo por el centro y cae. El árbitro decreta tiro libre para el equipo brasileño. Es un tiro lejano pero siempre peligroso. El portero peruano Quiroga acomoda a su barrera mientras se acerca para patear Roberto, el más peligroso lanzamisiles del Brasil. Finalmente patea Dirceu, la pelota hace un efecto en el aire yyyyy…, ¡Gooooool de Brasil! ¡Dirceu! Un balonazo imparable con un efecto incontrolable que se estrella en el fondo de la red de Perú.
Un murmullo de decepción cubrió la ciudad. Pero ni Chacaltana ni Don Gonzalo se lamentaron por el gol. De hecho, apenas lo notaron. En ese momento, ellos jugaban su propio partido. En la pantalla, los brasileños explotaron de alegría. En el sofá frente a la tele, Don Gonzalo dijo con cierto tono de orgullo:
—Así que Joaquín peleaba por un mundo mejor.
—¿Pero qué mundo, señor?
—Uno más igualitario. A veces se impone, pero luego lo aplastan. En el año 36 en Barcelona, por ejemplo. Ahí todos éramos iguales. Nadie era más rico ni más pobre que los demás. Yo no habría llamado a nadie «Don» Gonzalo, ni don nada. Todos nos tratábamos de tú y nos llamábamos «camaradas». Banderas rojas y negras colgaban de los edificios. Hasta los lustrabotas tenían un sindicato. Y todos nos vestíamos igual. Ni siquiera los curas eran importantes. Yo mismo y mis amigos entrábamos a las iglesias para romper y quemar sus imágenes. No había clases sociales. ¿Comprendes?
—Muy interesante —respondió Chacaltana, porque no sabía si toda esa situación era buena o mala. A él le parecía una pesadilla, pero Don Gonzalo hablaba de ella con la nostalgia de los buenos tiempos. El narrador del partido siguió contando, primero un tiro libre de Brasil, luego un tiro de esquina. Luego un ataque de Perú, y otro tiro de esquina. De repente, el partido parecía una batalla, con referencias a ataques y disparos:
—Tiro para Brasil a la altura de la línea media. La pelota va hacia la retaguardia para Amaral. Los verdeamarelos arman juego en el medio. Roberto. Mendonça se escapa y deja clavada a la defensa, pero la pelota termina huyendo hacia un lado. Le llega a Dirceu, que está muy lejos de la portería, pero prueba a dar la sorpresa y…, ¡Goooooooool de Brasil! Dos a cero en el minuto veintisiete. Otra vez Dirceu, otra vez de larga distancia, y el número 11 brasileño se consolida como el azote de nuestro equipo…
Después del medio tiempo, Chacaltana ya había perdido la cuenta de los piscos que se había bebido el viejo, pero éste volvía a hablar intermitentemente, más para sí mismo que para su anfitrión:
—Es como si toda esa guerra de los cojones la hubiese perdido yo solo. Y la sigo perdiendo.
Su voz se dobló en un crujido de dolor. Su mano volvió a temblar. Chacaltana se preguntó cómo habría podido disparar con el temblor de las manos. Chacaltana supuso que su minusvalía debía ser posterior a la guerra. Quizá la edad. Quizá la angustia. O una secuela de la misma guerra.
Trató de calmar al viejo. Le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Usted hizo lo que pudo.
Don Gonzalo tenía la mirada gacha. Súbitamente, la pantalla del televisor parecía estar a planetas de distancia de ellos, en otro sistema solar.
—Entonces sí fueron los militares —dijo el viejo—. Mataron a Joaquín por sus ideas.
Contra su voluntad, a regañadientes, el asistente de archivo decidió decir la verdad, al menos su verdad:
—Me temo que no, señor. Fueron sus propios compañeros. El grupo tiene conexiones en el extranjero. Al parecer, surgieron desacuerdos entre ellos. Están secuestrándose y matándose unos a otros. Montan reyertas callejeras. Es lo que pasa cuando…
Chacaltana se detuvo. Iba a completar la frase diciendo «… uno se mete a delincuente», pero le pareció inadecuado. Terminó su frase evitando cualquier mención a drogas o narcóticos:
—…, se crea una actividad ilegal… Por ahí pasan otras actividades ilegales. Drogas, armas, todas esas cosas.
—Sus propios compañeros —Don Gonzalo estaba atónito—. Joder, crié a un vulgar ladrón.
—Usted no es responsable por las acciones de Joaquín.
—¿Adónde se fue a meter este chico? ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no vino a hablar conmigo? ¿Por qué no me pidió ayuda?
—También creo saber la respuesta a esa pregunta.
El viejo ni siquiera le contestó. Lo miró por primera vez en un largo rato. Parecía pasmado. Chacaltana se sintió autorizado a continuar:
—Las personas con las que he hablado… coinciden en un punto.
Volvió a mirar al viejo, que se carcomía visiblemente de curiosidad.
—¿Cuál?
—Yo no sé si creerles. Me limito a reproducir lo que he escuchado. No es mi intención…
—¿Qué coño dicen?
Ahora, las pupilas de Don Gonzalo parecían dos estiletes atravesados en las de Chacaltana. El asistente de archivo no pudo sostenerle la mirada, pero sí respondió:
—Dicen que Joaquín lo culpaba a usted por la muerte de su madre. Alguno ha llegado a sugerir que usted no quiso salvarla. Y Joaquín…, bueno, lo sabía. O lo pensaba.
El viejo se echó para atrás. Miró la botella de pisco, que descansaba vacía sobre la bandeja, y pareció desplomarse contra el respaldo del sofá.
—¿Es verdad eso, Don Gonzalo?
El viejo apenas reaccionó. Pero Chacaltana había cumplido su parte del trato. Había buscado la historia de Joaquín y se la había entregado en una bandeja. Ahora se sentía autorizado a preguntar:
—¿Es verdad?
Don Gonzalo abrió la boca, quizá para contestar, pero entonces, una voz femenina les llegó desde la puerta:
—¿Cómo va ese partido?
Los dos se volvieron hacia la madre de Chacaltana, que sonreía desde el umbral. Llevaba una tetera caliente y unas galletas recién salidas del horno.
—Les he horneado unas galletitas, y he pensado que podría acompañarlos. No todos los días juega Perú un Mundial, ¿verdad?
Ante la mención, de modo automático las cabezas de los caballeros se volvieron hacia la pantalla, que habían dejado olvidada. Un jugador brasileño corría por toda la cancha entre la euforia de sus compañeros. Y el narrador decía:
—¡Goooooool! Esta vez Zico, que empezó el partido en el banquillo, perfora las redes de Perú. A menos de veinte minutos del final, sin duda esto sepulta nuestras aspiraciones para este partido…