Regresó al centro en otro taxi. El encuentro con Carmona lo había dejado embelesado. Donde el director del archivo veía problemas, el almirante veía oportunidades. Lo que el director encontraba peligroso de Chacaltana, para el almirante era útil. Y sobre todo, mientras su jefe veía partidos de fútbol, el militar quería trabajar. No era extraño que los militares estuviesen a cargo del país. ¿Quién como ellos para dirigirlo?

—A la altura del cine Roma —le pidió al taxista—, voltee a la derecha, por favor.

No se dirigiría al archivo. Era día de fútbol, de modo que nadie lo esperaba hasta las cinco. Además, seguramente el director del archivo creía que Chacaltana estaba detenido. Y de momento, no hacía falta sacarlo de su error. Chacaltana tenía cosas que hacer en casa.

Al cruzar la avenida Arequipa se encontró con una manifestación política. Unas cien personas con carteles de algún partido marchaban por la calzada. La Policía los rodeaba con cascos y escudos, incluso con un cañón de agua, pero no cargaba contra ellos. Los que sí estaban furiosos eran los conductores, que tenían prisa por volver a casa y ver el partido. Sus bocinazos y sus insultos ahogaban las consignas de los manifestantes.

—¡Yo no quiero democracia, carajo! —gritó uno desde un Volkswagen escarabajo—. ¡Yo quiero ver el Mundial!

Luego llegó otro carro de Policía, que impidió el paso a la manifestación y colapsó definitivamente el tráfico. Chacaltana comprendió que llegaría más rápido a casa andando. Pagó al taxista y atravesó la jungla de bocinas, escudos y banderas, pensando que nada de eso podía hacer bien al país. Lo que todo país necesita en primer lugar es orden.

Al llegar a casa, saludó distraído a su madre con un beso en la frente.

—Llegas a tiempo para recibir a Don Gonzalo —dijo ella—. Está bien que estés en casa cuando viene un caballero a verme. Es lo correcto.

—Pensé que venía a verme a mí —respondió él intencionadamente—, para saber de Joaquín.

—Bueno, de todos modos —se escabulló ella hacia la cocina, ruborizada.

Chacaltana notó que se había vestido con chaqueta y falda de un rosa desvaído que llevaban décadas entre la naftalina del armario. Era la primera vez que la veía en color pastel. Y le produjo un efecto extraño, como una fiesta en una capilla.

Pero él tenía otras cosas en que pensar. Pruebas, había dicho el almirante. Y él tenía pruebas.

Se encerró en su cuarto y abrió el cajón de su mesa de noche. Ahí estaban las fotos y los pasaportes que se había llevado de la casa de Joaquín, los que su amigo guardaba en un fondo falso. Volvió a echarle un vistazo a esa serie de jóvenes mal encarados. Contó doce en total. Algunos llevaban lentes de carey. La mayoría pedían a gritos un corte de pelo. Y todos ostentaban en su expresión el aspecto ceñudo de los bandidos y los pillos.

Separó las fotos de la rubia, Susana Aranda, y las volvió a guardar. No tenían nada que ver con las demás. Si Joaquín había puesto esas imágenes juntas, era sólo porque eran igual de secretas: las fotos de su banda y las de su amante, las de ellos con nombres y direcciones de pisos francos, las de ella sin más señas que sus enormes ojos y su cuerpo tostado en traje de baño.

Revisó los nombres de cada una de las fotos de la banda. No. Ninguno era Nepomuceno Valdivia. Y sin embargo, algo le decía que ese nombre estaba ahí. O más o menos por ahí. Abrió los tres pasaportes. El primero, tal y como recordaba, era el pasaporte peruano de Joaquín Calvo, con la foto de su amigo. En los otros dos, uno argentino y otro peruano, encontró al fin lo que buscaba: ambos documentos pertenecían a Nepomuceno Valdivia.

Examinó las fotos de los pasaportes con renovada atención. Hasta ese día, su atención se había concentrado en las fotos de los dos estudiantes, y apenas se había fijado en los demás. De hecho, había pensado que cada pasaporte pertenecía a una persona diferente. Y ahora comprendió por qué: Nepomuceno Valdivia parecía un hombre distinto en cada imagen. En el pasaporte argentino se le veía con una espesa barba, y el pelo engominado al cráneo y peinado hacia atrás. En cambio, el documento peruano le cambiaba el color de pelo. Ahí estaba rubio —o canoso, era difícil distinguirlo en blanco y negro— y no tenía más vello facial que un fino bigote sobre el labio superior.

Un análisis más detenido le reveló que no sólo se trataba del mismo hombre. Él conocía a ese hombre.

Nepomuceno Valdivia era Joaquín Calvo. Todos los pasaportes eran sus pasaportes, aunque él tuviese en ellos diferentes aspectos y nombres. Debía haber levantado sospechas en el aeropuerto, y alguien lo había denunciado por «irregularidad administrativa migratoria menor». Aunque la falta no era nada menor. Era una suplantación de identidad del tamaño de una catedral. Y la evidencia de que Joaquín operaba en una red clandestina internacional justo antes de ser asesinado.

Chacaltana revisó los sellos de migración. El pasaporte de Joaquín Calvo no se había usado jamás. El pasaporte peruano de Nepomuceno Valdivia tenía dos sellos del aeropuerto de Lima: salida, el jueves día 1 de junio. Regreso, el viernes día 2. Los días en que, según Susana Aranda, había viajado a recoger «un paquete». El mismo viernes en que había pasado por el archivo, con cara de agotado o enfermo, diciendo enigmáticamente que todo iría bien.

Chacaltana abrió el último pasaporte, el argentino. Otros dos sellos, ambos del aeropuerto de Ezeiza, Buenos Aires. Los mismos días 1 y 2. Joaquín Calvo, alias Nepomuceno Valdivia, entraba y salía del Perú como peruano, y de Argentina como argentino.

Chacaltana dejó escapar una risa. La emoción lo embargó. ¿El almirante Carmona quería pruebas? Él le daría todas las pruebas que hiciesen falta.