Ministerio de Guerra. Mientras su taxi se acercaba por la avenida San Borja Norte, Chacaltana saboreó ese nombre. Se sentía honrado de ser convocado a ese lugar, desde el cual se defendía la soberanía nacional incluso con la vida de ser necesario. Tiempo antes, seducido por las marchas y los pabellones nacionales, él mismo había querido ser militar. Pero había quedado descartado en la selección porque era corto de vista y sufría de pie plano. Ahora, al bordear el gigantesco recinto del Ministerio, sentía que sus deseos, al menos en una pequeña parte, se hacían realidad.

En el control de la puerta, un soldado los detuvo:

—¿Nombre?

—Félix Chacaltana Saldívar. Del archivo judicial. Busco al almirante Héctor Carmona, enlace de Inteligencia Naval en el Ministerio. Me ha citado él.

—Sus documentos, por favor.

Chacaltana le entregó su libreta. El soldado regresó a su cabina e hizo una llamada telefónica. Chacaltana era joven, pero ese soldado parecía más joven aún. A pesar de su casco, sus botas y su fusil, no debía pasar de los dieciséis años. Chacaltana lo admiró por haber respondido al llamado de la patria no obstante su juventud.

El soldado volvió a salir y levantó la barra:

—Adelante. Sigan hasta el edificio principal. Su taxi debe abandonar el recinto. Y usted espere en la puerta.

Se despidió con el saludo militar. En respuesta, Chacaltana se llevó la mano a la frente y deseó haber lucido en ella un quepís.

Para el director del archivo, ser llamado al Ministerio significaba un problema. Su filosofía era no hacerse notar en ningún caso por ninguna instancia superior, salvo para ver fútbol con ellos. Pero para Chacaltana, la mole de hormigón con aspecto de monstruo de siete cabezas representaba una oportunidad. No había hecho nada malo. Y el que no la debe, no la teme.

El taxi atravesó una explanada. Aquí y allá se veían tanques, carros de combate, incluso un helicóptero, todos inactivos. Formaban parte de la decoración, como los cuadros en una casa. Los transeúntes, en su mayoría, eran hombres y llevaban uniforme. Aunque también se veía a algunas mujeres de civil, con mangas de plástico que delataban su condición de secretarias. Una de ellas lo esperaba en la puerta de la torre central:

—Señor Chacaltana —ofreció—, yo lo acompañaré al despacho del almirante.

Ahora se internaron en un laberinto de oficinas, pasillos, despachos y escaleras. Por fuera, el complejo parecía una nave espacial, pero su interior delataba su verdadera naturaleza: un edificio burocrático, lleno de papeles que iban de una puerta a otra para terminar metidos en cajones. A Chacaltana le gustó.

Por fin, llegaron a una salita sin ventanas, con una puerta al fondo. El único mobiliario estaba formado por una mesa baja y un par de sillones forrados en imitación de cuero. El tapiz se había abierto en algunos puntos, dejando ver un relleno de esponja amarillenta. La mujer le pidió que esperase ahí y desapareció.

En busca de algún entretenimiento, Chacaltana se acercó a la mesa. Para regocijo de las visitas, había un ejemplar del diario oficial El Peruano, con su boletín oficial del Estado. Era su lectura favorita.

Pasó una hora revisando las normas y reglamentos en vigor. Incluso dedicó unos minutos a las noticias del periódico: la inauguración de una carretera en Huacho o la construcción de canchas deportivas en El Cercado. Todas las noticias celebraban los méritos del glorioso gobierno de las Fuerzas Armadas. A Chacaltana le gustaba ese periódico porque era positivo. Aunque debía admitir que, en los últimos años, todos los periódicos habían sido así. Seguramente, con la llegada de la democracia, también perderían ese último remanso de paz.

Mientras leía, grupos de oficiales entraban y salían de la puerta del fondo. Algunos iban muy serios, pero otros reían. Llegó a escuchar fragmentos de lo que sin duda era un chiste rojo, y un sinfín de apuestas sobre el partido contra Brasil que se jugaría en unas horas. La mayoría de los visitantes llevaba papeles. Ninguno miraba a Chacaltana. Pasada una hora y cuarto, el asistente de archivo llegó a pensar que lo habían olvidado ahí, como a un juguete viejo.

Por fin, se abrió la puerta. No salió nadie. Pero una voz desde el interior lo invitó, o más bien le dio una orden:

—Pase, Chacaltana, y cierre la puerta al entrar.

El asistente de archivo obedeció. Por alguna razón, ese lugar le producía el impulso de obedecer.

Había imaginado que pasaría a un despacho suntuoso, festoneado de banderas del Perú. Pero entró en un cubículo del mismo tamaño que la salita de espera, y también sin ventilación natural. En lugar de una ventana, colgaba de la pared una foto del general Francisco Morales Bermúdez, presidente de la República. Completaban el ambiente un bidón de agua y un ficus, como para demostrar que había vida ahí dentro. Lejos de decepcionarse por la austeridad, Chacaltana la consideró una muestra de los sacrificios del apostolado de las armas.

El almirante Carmona ni siquiera levantó la vista. Estaba concentrado en un grueso montón de papeles, que revisaba con un bolígrafo. Era de mediana edad, y de complexión delgada y sólida. Pero su pelo corto estaba prematuramente blanco, igual que su camisa y su piel. Tanta blancura le daba a su aspecto un aire más severo.

Como nadie lo había invitado a sentarse, Chacaltana permaneció de pie frente al escritorio. Le pareció que pasaba ahí más tiempo aún que en la salita de espera, con el almirante revisando todos esos informes o lo que fueran. Finalmente, el oficial levantó del escritorio unos ojos que la luz fría hacía ver grises.

—Espero que haya traído su cepillo de dientes, Chacaltana —dijo—. Porque usted duerme aquí hoy.

—¿Señor?

—Bueno, aquí no. En la base aérea de Las Palmas. Ahí deben de tener celdas de castigo, con algún espacio para interrogatorios.

—Perdóneme, pero no entiendo…

El militar lo silenció con un gesto de la mano. A continuación, lo miró de arriba abajo y concluyó:

—Es usted demasiado joven, ¿no?

Chacaltana pensó que según para qué. Pero por si acaso, se limitó a responder:

—Sí, mi almirante.

No era su almirante. Y sin embargo, Chacaltana no consiguió dirigirse a él de otra manera.

—Bueno —constató el militar con tranquilidad—, todos los subversivos lo son. En el fondo, son idealistas, ¿verdad? Sólo eso.

Como el almirante se había respondido su propia pregunta, Chacaltana se consideró relevado de hacerlo. Pensó que mientras menos dijera, mejor. El militar sacó un papel y se lo puso enfrente. Era la denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor interpuesta contra Nepomuceno Valdivia, la que tenía vicios de forma. Era lo último que Chacaltana esperaba ver en ese lugar.

—Mi almirante, me impresiona ver hasta dónde ha llegado este papel.

—¿Hasta dónde llegó? Lo que a mí me interesa, Chacaltana, es de dónde salió.

—Lo mismo me pregunto yo, señor. El pasado lunes 5 por la mañana estaba en mi escritorio. Ni rastro de quién recibió la denuncia. Ni siquiera el número de documento del denunciante. Una verdadera irresponsabilidad.

Los ojos del almirante parecían dos témpanos de hielo. Mientras contemplaban inmóviles a Chacaltana, a él le pareció que bajaba la temperatura de todo el despacho. El militar preguntó:

—¿Y usted espera que yo crea eso?

—Sí, mi almirante.

—¿Sabe usted quién es Nepomuceno Valdivia, el denunciado?

El nombre de Nepomuceno Valdivia encendió una chispa en la cabeza de Chacaltana. Había visto ese nombre por ahí, en algún lugar, en los últimos días. Pero la luz volvió a desaparecer de inmediato, como una estrella fugaz.

—No, mi almirante.

El militar asintió, como si verificase información que esperaba escuchar. Revisó sus apuntes. A continuación, volvió a la carga:

—Éste no es el único papelito que ha salido de su despacho. Ayer firmó usted una denuncia por… —leyó de entre sus apuntes—… «enfrentamiento entre bandas criminales». Aquí consigna usted el secuestro de Daniel Álvarez Paniagua. ¿Sabe usted quién es Daniel Álvarez Paniagua?

—Sí, señor. Un subversivo.

El militar abrió los brazos, como si Chacaltana acabase de decir una impertinencia.

—¿Y admite usted que lo conoce?

—Por supuesto, mi almirante. Más aún, tengo razones para creer que Álvarez Paniagua formaba parte en realidad de una banda de tráfico de narcóticos. Su actividad política era sólo una tapadera. Y su secuestro fue un ajuste de cuentas entre traficantes. Forma parte de sus actividades delictivas rutinarias.

Chacaltana se preguntó si era apropiado llamar «rutinarias» a unas actividades delictivas, pero al ver la reacción del militar, decidió concentrarse. El almirante se estaba recostando hacia atrás, con aspecto de estar sumamente interesado en lo que decía Chacaltana. Sus ojos habían adquirido un matiz de desconfianza:

—¿Traficantes?

—Me he permitido confeccionar una investigación paralela, mi almirante. Por supuesto, no dudo de la eficiencia de nuestros sistemas de verificación y de la alta profesionalidad de nuestros adalides de…

—Chacaltana, no tengo todo el día. Explíqueme lo de los traficantes.

Héctor Carmona tenía un raro talento. Aunque hablase en voz baja, casi inaudible, su voz tenía don de mando. Y Chacaltana obedeció con algo más que disciplina, con orgullo:

—Tengo indicios de que un miembro de su banda viajó en días anteriores a Argentina, donde recogió lo que podría haber sido un paquete con drogas o dinero. A partir de su regreso, varios miembros de la banda han sido asesinados o secuestrados. Testigos de los secuestros, entre los que me incluyo, han certificado la participación de argentinos en tales actividades ilícitas.

«Miembros de la banda.» Chacaltana jamás pensó que se referiría a Joaquín en esos términos, y menos en presencia de un investigador militar. Pero sin duda, era su deber. Joaquín había obrado mal, lo había decepcionado, y no le había dejado opción. Que Dios lo perdonase.

El almirante dejó de mirar sus papeles. Miró al techo. Parecía saborear lo que el asistente de archivo le estaba contando. Después de meditar un poco, preguntó a bocajarro:

—¿Qué le une a esta gente, Chacaltana?

El asistente de archivo dudó entre varias posibles respuestas. No quería hacer ver que lo uniese nada a esa gente.

—La casualidad…, señor.

—Ya veo.

Se hizo el silencio. Chacaltana se preguntó si el militar le creía, y en caso de que no, si lo arrestaría ahí mismo. De repente, su propia posición en todo aquel tema se le antojó harto sospechosa. Pero, además: ¿en qué otra parte había visto el nombre de Nepomuceno Valdivia? Tenía algún tipo de relación con esa persona, aunque no recordase cuál exactamente.

Oyó abrirse la puerta a sus espaldas, y el militar hizo un gesto hacia alguien ahí atrás. En ese momento, Chacaltana creyó sentir las esposas cerrarse sobre sus muñecas. Tuvo la certeza de que algún sargento lo levantaría y se lo llevaría para un interrogatorio más exhaustivo, acaso en la propia carceleta del Palacio de Justicia. Recordó su última visita a ese lugar. Y se alivió con el pensamiento de que, por lo menos, no le pegarían demasiado.

Pero la puerta se volvió a cerrar.

De repente, Carmona cambió de actitud. Cerró sus apuntes. Empezó a ordenar un grupo de papeles. Y pareció perder por completo el interés en su visitante. Al final, metió todos los papeles en un portafolio y se levantó. Sólo entonces pareció recordar que Chacaltana seguía ahí.

—Bien, Chacaltana, su historia es bien rara, ¿no?

—No lo sé, mi almirante. ¿Lo es?

—Tenemos unas elecciones el domingo y nubes de terroristas mariposean por el país. Terroristas nacionales y terroristas extranjeros. Y de repente usted tiene vínculos con ellos «por casualidad». Y termina descubriendo a una banda de traficantes…

—Sólo cumplo con mi deber, mi almirante.

Los ojos del almirante se encogieron un poco, como un taladro en la punta. El asistente de archivo sintió que lo escudriñaban por dentro.

—Eso es lo más raro de todo, Chacaltana. Viene aquí y me cuenta todo esto como si me contase la lista de las compras. No tengo muy claro si es usted muy listo o muy tonto.

—Yo… sólo soy un empleado público, señor. Mi único anhelo es el cumplimiento de la ley.

En el rostro por completo inexpresivo del almirante asomaron dos hoyuelos sobre las comisuras de los labios. Chacaltana se preguntó si eso era una sonrisa. El almirante dijo, con voz decidida:

—Le diré lo que voy a hacer, Chacaltana. Lo voy a mantener observado. A la primera que sospechemos de usted, se va a ir a acompañar a sus amiguitos, esos subversivos o traficantes o lo que sean.

—Oh, mi almirante, no son mis amig…

El almirante lo hizo callar con apenas un gesto de los dedos estirados. Y prosiguió:

—Pero si usted tiene información relevante para la defensa de la soberanía nacional, nos interesará mucho conocerla. ¿Me entiende?

—Sí, señor.

—Quiero pruebas. Pruebe cualquiera de las cosas que ha dicho aquí en mi despacho. Si lo hace, sus habilidades pueden resultar de gran interés para mi departamento. ¿Podrá hacerlo?

«Sus habilidades pueden resultar de gran interés para mi departamento.»

Chacaltana se sintió invadido por sentimientos que no había conocido desde su ingreso en el sector público: aprecio. Interés por su trabajo. Respeto. Quizá incluso admiración. Al ver al almirante de pie, comprendió que lo estaba invitando a marcharse. Se levantó entre reverencias:

—Sí, mi almirante. Claro, mi almirante.

Carmona lo acompañó, casi lo empujó, de vuelta a la sala de espera. Y ahí se despidió con un saludo militar. Chacaltana lo saludó de vuelta, con el pecho henchido de gloria y sin dejar de repetir:

—Cuente conmigo. Conseguiré las pruebas. Nada me anima más que el fiel servicio a mi país y a mis Fuerzas Armadas y a la benemérita Policía Nacional, que con el honor como divisa, se ha caracterizado por el…

Pero antes de que siguiese, el almirante ya se había marchado.