Encaramado en una escalera, Chacaltana volvió a mirar la estantería que subía desde el suelo hasta el techo del archivo. Extrajo un par de expedientes y los abrió para examinarlos. Al principio, todo se veía en orden. Pero un detenido análisis reveló el problema. Un grave problema: estaba archivando denuncias por temas de familia en la sección de Atentados contra la Propiedad Privada.
Miró a todas partes, temeroso de que alguien lo descubriese. Lo que había hecho era un escándalo. Si eso fuera un mapamundi, habría hecho desaparecer un país entero. Y en cierto sentido, aquello era en efecto un mapamundi, un modelo a escala de las faltas y delitos de toda la gente, un depósito de conflictos y culpas. Era su responsabilidad organizarlo al detalle. No podía volver a distraerse.
Pero es que tenía demasiadas cosas en la cabeza. No sólo las pandillas de extranjeros llevando drogas y delinquiendo por la ciudad. Eso ya era bastante duro, pero en este preciso momento, a Chacaltana le molestaban asuntos más personales. El asunto entre Susana Aranda y Joaquín. El asunto entre Cecilia y el chico del día anterior. En realidad, lo que le molestaba era no tener un asunto él mismo.
Hasta su madre, que había permanecido inmaculada desde el accidente de su padre, ahora flirteaba con Don Gonzalo. Y eso era lo peor. Por la noche, cuando Chacaltana había vuelto a casa, su madre le había preguntado cuándo invitaría de nuevo a Don Gonzalo. Había insistido en que Don Gonzalo necesitaba noticias sobre su hijo que en paz descanse. Y al final, había obligado a Chacaltana a invitarlo a almorzar. Ahora, Chacaltana tendría que contarle que Joaquín era un hombre peligroso. Tendría que decirle que se buscó su propia muerte, enredado como estaba entre mafias internacionales. Chacaltana habría preferido demorar esa explicación indefinidamente.
—Felixito, hijito.
Chacaltana dio un respingo y casi cayó al suelo. El director se le había acercado muy silenciosamente, a traición.
—Buenos días, señor. No sabía que ya estaba aquí.
—Subí al tercer piso. ¿Te acuerdas que nos buscaron ayer y no había nadie?
—Sí, señor. Espero que haya podido arreglarlo.
—En realidad, yo no he tenido que arreglar nada.
El asistente de archivo bajó de la escalera. Su mirada trató de encontrarse con la de su jefe, que estaba opaca, huidiza.
—¿Entonces todo estaba bien? —le preguntó.
—La cosa no era conmigo, Felixito —carraspeó el director—. Nadie se ha dado cuenta de mis ausencias, sobre todo porque nadie baja a este cuchitril para nada.
Su mirada seguía agazapada en el fondo de sus lentes, como una rata en un desagüe. Chacaltana quería continuar su labor de archivo, pero algo le dijo que esa conversación no había terminado.
—Me alegro de que todo esté bien.
—No he dicho que todo esté bien. He dicho que no era conmigo.
Chacaltana trató de avanzar entre las estanterías, pero el cuerpo de su jefe le bloqueaba el paso. Estaban tan cerca que Chacaltana podía ver la caspa que alfombraba sus hombros.
—¿Entonces, señor?
—Es contigo. El problema eres tú.
—¿Cómo?
Ahora sí, se cruzaron sus miradas. En la del director había hielo.
—Oh, señor —se lamentó Chacaltana—. Con la agitación de los últimos días, he descuidado mis labores. Es posible que haya traspapelado anexos de denuncias importantes. Le juro que lo lamento profundamente, y que estoy dispuesto a asumir por entero la responsabilidad de mis act…
—Felixito, papacito. Esto no tiene que ver con tus archivos.
Chacaltana no entendió. En su trabajo, todo tenía que ver con sus archivos.
—¿Señor?
—Tus papeles de mierda no le importan a nadie —perdió los estribos el director—. ¿Sabes qué es lo bueno de que te destinen al archivo? Que no le importas a nadie. Nadie sabe que existes. Nadie quiere tu puesto. Por eso no tienes problemas con nadie. ¿Y qué has logrado tú? Que todo el mundo esté pendiente de nosotros. Gracias, huevonazo. Nos has jodido bien. Espero que estés contento.
Su voz rebotó entre las estanterías, los pasillos y los demás nichos donde yacían los papeles. Se sentía traicionado. La mediocridad, para él, también requería lealtad. Chacaltana trató de reivindicarse. Dejó el archivador en la escalera y dijo:
—No se preocupe, señor. Subiré al tercer piso y ofreceré las explicaciones que me demanden. No tengo nada que ocultar. No he violado los protocolos de acción legal ni los reglamentos internos ni el código ético ni…
El director se llevó las manos a la cara, un gesto de desesperación. Usaba una pesada sortija de oro, pero su pelo brillaba más que ella.
—Felixito, no te están llamando del tercer piso.
—¿Ah, no? Pensé que…
—La citación viene del Servicio de Inteligencia.
El director volvió a bajar las manos al decirlo, y clavó en Chacaltana una mirada de resentimiento, pero también de lástima. Era sólo una citación. Una invitación a conversar. Pero aun así, las últimas tres palabras sonaron como una sentencia.