Arrojó los cadáveres de las flores a un basurero en la esquina de la plaza de Armas. A esa hora, los funcionarios seguían saliendo de sus oficinas, y a ellos se sumaban los vendedores ambulantes y los policías. La muchedumbre desbordaba las veredas, la plaza y las escalinatas de la catedral. Las bocinas de los autobuses y el humo de sus escapes cargaban más la atmósfera. Chacaltana sintió que la ciudad se movía a un ritmo que él nunca podría alcanzar. Que estaba condenado a llegar tarde a todas partes, incluso a su propia existencia.
Decidió volver a casa caminando. No tenía ganas de apretujarse en un autobús. Y quizá el aire lo despejaría un poco. El recuerdo de Cecilia pasando junto a él sin verlo le nublaba la mente como los vapores del alcohol.
A partir de la avenida 28 de Julio, la multitud comenzó a disolverse, y él volvió a notar unos pasos constantes a sus espaldas. Antes había desechado su manía persecutoria como pura paranoia, pero ahora sonaban claramente detrás de él. Bajó la velocidad, y los pasos lo imitaron. Aceleró, y ellos también. Sin volverse, antes de llegar al parque de la Reserva, dio una vuelta completa a la manzana, y volvió a la avenida Petit Thouars en el mismo punto donde la había dejado. Los malditos pasos seguían ahí.
Gotas de sudor frío resbalaron desde su frente. Recordó la escena que había presenciado horas antes, en Barranco. Miró a todos lados, por si había algún carrito de heladero, o un Toyota. Nada parecía anormal. De todos modos, no podía llevar a los mafiosos hasta su casa, donde vivía su madre. Pensó subir a un autobús en dirección contraria. O meterse en un taxi. Pero el autobús tardaría, y ningún taxi le parecía seguro. Tendría que resolver esa situación ahí mismo, en la calle. Avanzó hasta una esquina bien iluminada con una parada de autobús, donde había mucha gente. Cuando llegó, rezó en silencio un avemaría, respiró hondo y volteó.
Tras él venía una mujer. Una que él ya había visto antes. Igual de atractiva, treintañera, con una larga cabellera rubia que él había visto brillar en las fotos de Joaquín Calvo.
—Eres Félix, ¿verdad?
Chacaltana asintió con la cabeza. Para ser una perseguidora furtiva parecía nerviosa, insegura. Y como perseguidora, tampoco debía ser muy competente. Su cabellera rubia, entre todas las cabezas negras que circulaban por el centro de Lima, atraía todas las miradas sobre ella. Chacaltana perdió el miedo.
Ella se mordió el labio inferior, un labio tan carnoso como en las fotos, y preguntó:
—¿Tienes un minuto?
Claro que lo tenía.
Encontraron un café en la avenida Arequipa. Era pequeño y mugroso, pero había una mesa tranquila en un rincón y servían jugo de naranja y té. No hacía falta más. Chacaltana trató de aplacar sus nervios hablando del clima, pero el cielo llevaba semanas nublado y sin lluvia, como todos los años en esa época por lo demás. El tema no daba para mucho. La mujer rubia no estaba más tranquila, pero se contenía. Tenía los ojos grandes y las pestañas muy rizadas. Se presentó como Susana Aranda, y esperó a que llegase su jugo antes de hablar.
—Joaquín habla mucho de ti —le informó, dando un sorbo de una cañita rosada—. Te aprecia.
La mujer hablaba de Joaquín en presente. ¿Sería posible que no supiese lo que había ocurrido? Chacaltana prefirió no llevar la conversación en esa dirección.
—¿Cómo me ha reconocido usted?
—Tu descripción es inconfundible.
Chacaltana sonrió tristemente. Al contrario que Joaquín, él era un hombre perfectamente reconocible, un hombre siempre igual a sí mismo, sin misterios, sin sorpresas. Un aburrido. Y sin embargo, tenía razones para animarse. Joaquín le había hablado de él a alguien. Joaquín, a diferencia de Cecilia y de toda la ciudad, reconocía su existencia.
—Jugábamos ajedrez en el pasaje Olaya —recordó él.
—Dice que eres bueno.
Ella mantuvo su presente, y él insistió con su pasado:
—Él ganaba casi siempre.
Chacaltana se ruborizó. No podía evitarlo. Al hablar de su amigo y sus partidas de ajedrez, recuperaba un pedazo de un pasado perdido, de un mundo en vísperas del hundimiento.
—No juega para ganar —dijo ella—. A él le gustan las reglas. Eso me dijo una vez: «El ajedrez es un juego perfecto, con unas reglas muy bonitas». No sé cómo pueden ser bonitas unas reglas.
A ella se le quebró la voz ligeramente, y dejó de hablar. Chacaltana no necesitaba oír más para saber que él y ella habían conocido al mismo Joaquín. Al parecer, todo el resto de personas habían conocido a uno muy distinto. Pero Chacaltana quería creer que el suyo era el real. Y quizá ella podía demostrárselo. La rubia tamborileó con los dedos, junto a su vaso, y se animó a preguntar:
—¿Qué le ha pasado, Félix? ¿Dónde está?
Chacaltana, quizá para ganar tiempo, respondió con una pregunta retórica.
—¿No lo sabe usted?
Ella negó con la cabeza. Chacaltana comprendió que esa mujer no tenía cómo saberlo. El crimen de Barrios Altos no había salido en los periódicos.
—Ha… fallecido. Ha sido un asesinato.
La miró a los ojos al decirlo, y percibió la velocidad con que se le inundaban de lágrimas. Le alcanzó su pañuelo.
Mientras ella se derrumbaba, Chacaltana emprendió su tarea con todo el rigor del que era capaz. Explicó los hechos con el detalle de un informe oficial. Se explayó, quizá innecesariamente, en las características de la herida de bala. Indicó la fecha de deceso y la de las exequias. Al final, el rostro de Susana se deformaba en una mueca de dolor. La gente de las otras mesas los miraba, pensando que eran una pareja que rompía, y sin duda comentando lo joven que era él. Y lo poco agraciado.
—¿Por qué? —balbuceó Susana—. ¿Quién?
Él ocultó sus ideas al respecto:
—No me corresponde a mí investigarlo.
—Era una buena persona… Era el más bueno que he conocido.
—Sé cómo se siente.
—¡No, no lo sabes! —gritó ella, atrayendo una vez más las miradas. Luego se levantó, recogió su bolso y corrió al baño. Dejó el pañuelo en la mesa, húmedo de lágrimas y mocos. Chacaltana decidió dejarlo ahí, por si ella volvía a necesitarlo.
Cuando Susana regresó, se había pintado la cara y arreglado el cabello, pero aún tenía los ojos rojos. Sus pechos brillaron frente a los ojos de Chacaltana al pasar la mesa. Él no pudo evitar notarlos, pero reprimió esa visión por la gravedad de las circunstancias. Ella se dejó caer en la silla y dijo:
—Lo siento, Félix. La noticia que me has dado es… No lo esperaba.
—Comprendo.
—Pensé que me había dejado. Que no me lo había dicho por cobardía. Fui a su casa varias veces y él no estaba. Me sentía furiosa y no sabía con quién hablar y… Bueno, recordé que tú trabajabas en el Palacio de Justicia.
—¿Ustedes no conocían a nadie en común? ¿No tenían un solo amigo?
—Nuestra relación no era… visible.
Chacaltana no entendió qué significaba eso. Su rostro debió delatarlo, porque ella añadió:
—Soy casada.
Al fin un dato que encajaba con el Joaquín que Chacaltana conocía, ese hombre experimentado en temas de mujeres que, sin embargo, nunca mencionaba ningún nombre en particular. Chacaltana disimuló una sonrisa de admiración por su amigo. Después de todo, no mentía. Y tampoco traicionaba la confianza de su amante. No obstante, Chacaltana se prometió buscar un término distinto de amante para referirse a la señora, que tenía un aspecto perfectamente respetable.
—Por eso él nunca me habló de usted —dedujo.
—Casi ni siquiera nos vimos fuera de su apartamento. Una vez fuimos a la playa. Pero no lo disfrutamos. Exponernos nos ponía muy nerviosos.
—Ya veo.
Algo del tono de reprobación de su madre se coló en la respuesta de Chacaltana. No es que juzgase a su amigo. Simplemente, sólo sabía hablar de esa manera. Y Susana lo percibió:
—No íbamos a seguir así para siempre —dijo, como justificándose—. Íbamos… íbamos a…
Una vez más, el llanto la enmudeció. Chacaltana tuvo el impulso de reconfortarla, tocarle esa mano blanca de manicura cara, acaso abrazarla. Pero el contacto físico con una mujer —y peor aún, una mujer casada— estaba fuera de sus posibilidades.
—No tiene que darme explicaciones…
—Íbamos a quedarnos juntos —continuó ella, reponiéndose un poco—. Yo iba a dejar a mi marido. Ya lo habíamos conversado. Joaquín iba a hacer un pequeño viaje, muy cortito. Apenas un par de días. Y a su regreso, nos mudaríamos juntos.
Chacaltana se extrañó:
—¿Un viaje?
—Sólo un par de días. Se iba a Argentina. A recoger un paquete.
A Argentina, como los secuestradores y la secuestrada. Y un paquete. Sin duda, era un tema de narcóticos. O armas. Tráfico de estupefacientes o material bélico. Joaquín, el viejo Joaquín, el perfecto usuario del archivo, se convertía a cada segundo en un hombre más peligroso. Y su muerte cada vez daba más señales de ser un ajuste de cuentas entre maleantes. Pero Chacaltana no permitió que su rostro delatase sus especulaciones.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Yo lo vi por última vez el miércoles, hace dos semanas. Dijo que volaría el jueves y volvería el viernes. Que me llamaría nada más bajar del avión, por la tarde. Yo iba a confesarle todo a mi esposo ese mismo fin de semana. Pero Joaquín no llamó. Ni ese día, ni el fin de semana, ni nunca. Y yo pensé… Bueno, ya te imaginas tú lo que yo pensé.
Del jueves día 1 al viernes día 2. La tarde de ese viernes, Joaquín se había presentado en el archivo, con aspecto enfermo y pálido. Se había despedido con esas palabras: «Que te vaya bien. Todo saldrá bien». Al parecer, estaba equivocado. Nada había salido bien desde entonces. La siguiente vez que Chacaltana lo había visto, yacía en el lecho del río con un agujero en la cabeza.
La mujer se sonó los mocos. No lloró esta vez, pero su rostro estaba anegado. A Chacaltana se le ocurrió una forma de ayudarla:
—Quizá quiera beber algo más fuerte —ofreció—. Un pisco o algo.
—Gracias. Pero no me puedo poner a beber sola. No se vería bien.
Chacaltana pensó que nada real se veía bien. Todos andaban ocultando su vida a los demás. Nadie conocía a nadie en verdad. Pero sólo dijo:
—Yo la acompañaré.
Pidió dos vasitos de pisco. Ella se bebió el suyo de un trago, pero a Chacaltana el primer sorbito le raspó la garganta y le sacudió la cabeza. Supuso que ese café de mala muerte no era el mejor lugar para pedir licores.
—Señora, ¿supo usted si Joaquín formaba parte de algún grupo político? ¿Algún partido?
Ella ni siquiera tuvo que pensarlo:
—No. Su casa estaba llena de panfletos políticos, pero era por su investigación doctoral. Hacía una tesis sobre extremismos. Eso me explicó. Jamás me contó que asistiese a ningún acto. Ni siquiera le escuché opinar sobre política.
Así que Joaquín también guardaba secretos para ella. Eso la ponía en el mismo nivel de intimidad que Chacaltana. El asistente de archivo se entusiasmó al considerarlo, pero reprimió esos pensamientos egoístas. No era momento para ellos. En cambio, sí lo era para contrastar el Joaquín Calvo de esa mujer con el Joaquín Calvo que había conocido el joven de Barranco. Y para eso había una pregunta crucial:
—¿Le habló él a usted de su padre alguna vez?
Ella se extrañó. Se alisó la falda con las manos. Pero no tenía razones para desconfiar de Chacaltana. Y le gustaba recordar:
—En una ocasión. Hace muy poco. Una de las últimas veces que nos vimos. Esa tarde estaba muy melancólico. Había bebido. Y siguió bebiendo durante nuestro encuentro. Yo lo escuché. Jamás lo había visto así.
—¿Y qué dijo?
—Que su padre era un traidor. Que había abandonado a su madre. Que ella había muerto por culpa de él. También dijo que era un borracho. Y que lo había engañado durante toda su vida.
Chacaltana pensó que en algún momento iba a tener que informar de esa conversación a Don Gonzalo:
—¿Y dijo algo bueno?
—No lo creo. Pero estaba ebrio. No hablaba con mucha coherencia.
Chacaltana había ido bebiendo y quemándose el gaznate con cada sorbo. Al terminar su vasito ya le dolía la cabeza. Y era tarde. Sin duda, había tenido un día largo. El día más raro de su vida. Y por lo visto, ella también.
—Te voy a dejar mi tarjeta —dijo ella levantándose—. Por si averiguas o quieres saber algo más. Pero sé discreto, ¿ok? No quiero que esto se enrede más.
Antes de que Chacaltana pudiese reaccionar, ella ya había dejado la tarjeta sobre la mesa y se alejaba por el pasillo, entre los obreros y los colectiveros que llenaban el local. Con su melena rubia y su ropa de marca, parecía una princesa de cuento perdida en la realidad.
Algo no cuadraba. Algo estaba fuera de sitio. Como un cuervo en un palomar.