Esa tarde, al salir del archivo, Chacaltana se sentía como un tonto.

Su jefe y el cabo de guardia se habían burlado de él durante cuarenta y cinco minutos sin parar:

—Ya sabes, Felixito, pórtate bien o te torturo, ¿ah?

—No se preocupe usted, joven, aquí le arrancaremos los dientes pero con cariño.

—¿Sabes qué te vendría bien, hijito? Una picanita eléctrica cada mañana. Para despertarte. Es mejor que el café.

—O unos golpes con toallas mojadas. No dejan marca.

Conclusión: en este país no pasan esas cosas, Felixito. No somos unos bárbaros. A lo mejor nos llevamos a un sospechoso un par de días más de lo legal. A lo mejor le caen un par de guantazos. Pero más allá de eso, no pasa nada. Si hasta hemos convocado a elecciones. Si hasta regresamos a la democracia. ¿Para qué enfadar a los que serán nuestros jefes dentro de poco? Además, si los presos se pusieran a gritar, no nos dejarían escuchar los partidos de fútbol. Ja, ja.

Chacaltana había tenido que reconocerlo. De hecho, no tenía ninguna evidencia de que la Policía estuviese involucrada en esos secuestros. La madre de Huaranga Mesa era mujer sencilla, podía ser engañada fácilmente. Los agresores, que ni siquiera llevaban uniforme, se podían haber hecho pasar por autoridades. Y tanto en su caso como en el de Álvarez, los atacantes eran extranjeros. ¿Dónde se ha visto a un policía o militar extranjeros?

No. Los extranjeros eran los otros: los subversivos que Joaquín escondía. La mujer que escondía Álvarez. Estaba claro que se trataba de venganzas entre mafias internacionales. La muerte de Joaquín. La desaparición de Huaranga Mesa. El secuestro de esa mañana. Todo. Vendettas de argentinos. Al final, Chacaltana había redactado su denuncia, y en ella tipificaba el delito como «enfrentamiento entre bandas criminales».

Pero la idea de Joaquín como un bandolero lo perturbaba. Chacaltana deambuló por el parque de la Exposición tratando de aclarar sus pensamientos, intentando encajar las piezas del rompecabezas Joaquín Calvo. No conseguía poner en la misma pintura a su compañero de ajedrez y al sangriento líder de una pandilla mafiosa.

Cuando se sentía confuso, siempre buscaba a Cecilia. Y ahora le parecía que llevaba siglos sin verla. Quizá era el momento de prestarle una visita. Seguramente, después de su última discusión, ella ya se habría tranquilizado. Y ésa era su hora de salida. Necesitaba hablar con ella más que nunca. Y olerla. Con suerte, incluso tocarla.

Abandonó el parque y subió por Azángaro. A la altura de Emancipación, le pareció que alguien lo seguía. Pero trató de quitarse esa paranoia de la cabeza. «Ves fantasmas, hijito», le había dicho el director. Y a lo mejor tenía razón.

Dobló en Miró Quesada preguntándose cuándo se había ido todo al traste con Cecilia. Había pedido casarse con ella. Y las mujeres quieren casarse. ¿O no? Pero de repente todo había salido de modo inesperado, y siempre mal. Esto era otro signo de los tiempos, sin duda. Las ciudades se llenan de fantasmas. Y las mujeres ya no actúan como mujeres. Los años setenta eran un desastre. Chacaltana deseó haber vivido en los treinta, o los cincuenta, cuando el mundo aún estaba en orden.

Al fin llegó a la esquina del diario El Comercio. Volvió a parecerle que una sombra se movía a sus espaldas, siempre al ritmo de sus pasos, y una vez más se repitió que eso era imposible. Luego se concentró en su objetivo.

Entró en el edificio. Los puestos de avisos clasificados ya estaban por cerrar. Cecilia estaba en su puesto, atendiendo a un último cliente, y vio aparecer a Chacaltana. El asistente de archivo intentó una tímida sonrisa. Pero ella no se la devolvió. Bajó la mirada y continuó con su trabajo.

Chacaltana comprendió que debía esmerarse. Le quedaban unos minutos, y un as bajo la manga. Salió a la calle y bajó a la iglesia de La Merced, donde siempre había vendedores de flores para las ofrendas. Compró varias cuyos nombres no conocía. Las escogió porque tenían colores vivos, naranjas y amarillos. Quería algo alegre.

Regresó al periódico con su ramo en la mano y se plantó en la puerta de salida, entre cuatro o cinco caballeros que sin duda esperaban por sus respectivas parejas. Cecilia ya no estaba en su sitio. Debía de estar en el baño retocándose. Chacaltana se colocó en el centro de la enorme puerta principal, tan visible como fuese posible.

Al fin, Cecilia apareció, del otro lado del vestíbulo, junto a las escaleras. A Chacaltana se le puso la piel de gallina. Ella estaba radiante, o eso pensó él. Se había pintado los labios y llevaba una falda más corta que la última vez, en lo que su madre habría considerado la frontera de la desvergüenza. Sobre todo, llevaba una sonrisa. Un gesto de amistad y complicidad dirigido hacia donde estaba él. Chacaltana se sintió aliviado, pero también se le aceleró el corazón. Tenía tantas cosas que decirle que ni siquiera sabía cómo saludarla.

Salió a darle el encuentro, con el ramo por delante, preguntándose cómo abrazaría a Cecilia sin aplastar las flores. Pero no le hizo falta hallar una respuesta. Ella llegó a su altura y siguió de largo. Casi pasó a través de Chacaltana, como si él estuviese hecho de aire.

Desorientado, Chacaltana se dio vuelta. Allá en la puerta, Cecilia se encontró con un joven. Otro joven. El destinatario real de su sonrisa. Debía de tener la edad de Chacaltana, pero vestía más informalmente, sin corbata y con jeans. Era más blanco. Y ni siquiera se había molestado en llevarle unas flores. Pero ahí estaba ella, saludándolo a él, besándolo en la mejilla, alejándose de Chacaltana en dirección al jirón Huancavelica, y haciéndolo todo como en cámara lenta, de modo que su torpe admirador apreciase con lujo de detalles su humillación.

El asistente de archivo sintió marchitarse y pulverizarse las flores entre sus dedos. Tenía la impresión de que el universo entero había sido testigo de ese momento. Pero al mirar a su alrededor, descubrió que ahí no quedaba nadie.