Todavía no habían arreglado las luces de las escaleras. Mientras las bajaba a trompicones, aún aturdido por lo que acababa de ver, el Palacio de Justicia le pareció a Chacaltana una inmensa casa de brujas, un castillo gótico lleno de gárgolas y gatos negros. Y el archivo, el sótano donde se guardan los hechizos usados.
Llegó a la puerta del director y se apoyó en el marco para recuperar el aire. Su jefe estaba escribiendo algo con dos dedos en su máquina:
—Felixito, qué bueno que llegas —saludó sin mirarlo—. Nos han llamado de arriba para reclamar unas denuncias con carácter urgente y no había nadie aquí, hijito. Hemos hecho un papelón. Los jefes están furiosos. Dicen que nos pagan para irnos a tomar café.
—Señor…
—Vamos a tener que organizarnos, ¿ya? O te tomas un tiempo libre tú o me lo tomo yo. Pero no podemos dejar el archivo solo, pues.
—Señor director…
—Debería echarte la culpa a ti, ¿ah? Con lo disciplinado que tú eras, y ahora te desapareces todo el día. Pero yo te comprendo, Felixito. Hay que vivir. Sólo que tenemos que vivir por turnos para que no nos jodan.
—¡He presenciado un secuestro!
Entre los muros silenciosos del archivo, las palabras de Chacaltana rebotaron con un eco siniestro. El director levantó la vista de su máquina y enarcó los ojos, como si no reconociese al hombre de la puerta.
—¿Ah?
—Lo he visto con mis propios ojos, señor. Soy testigo ocular en primer grado.
Hablaba atropelladamente. Y mientras tanto, el director se frotaba los ojos y se acomodaba los lentes.
—¿Se puede saber de qué hablas, Felixito?
—Cuatro hombres, señor. Armados. Se han llevado a una mujer y a otro hombre en Barranco, incurriendo en delito de agresión, secuestro e injurias. Tenían un automóvil y un carrito de heladero, así que cabe presumir robo, quizá con intimidación.
Algo se movió en el interior del director. Su pulso se aceleró. Su actitud cambió. Incluso en ese cuerpo decadente, deteriorado por años de dedicación a las quinielas del fútbol, se podían encontrar restos de sentido del deber.
—No me digas más, hijito. Ahora mismo sentamos la denuncia y llamamos a la Policía. Aquí tengo formularios. ¿Sabes los nombres de las víctimas?
—El de una, señor.
—Empezaremos con eso. ¿Lugar?
Con detalle, casi con placer, director y asistente repasaron cada ítem del formulario. Toda información podía ser relevante, y llenaron cada casillero concienzudamente. Cierta complicidad se estableció entre ellos, la camaradería del deber cumplido, la energía de trabajar en pro del cumplimiento de la ley. Hasta que el director hizo una pregunta de más. Era casi la última, era irrelevante, pero era profundamente peligrosa:
—¿Ocupación de las víctimas?
—Eeeh… Bueno, supongo que… subversivos, señor.
—¿Cómo?
En el semblante del director se activó una congeladora. Pero Chacaltana estaba demasiado entusiasmado para notarlo:
—Tenemos que dar parte a Seguridad del Estado. O a la Policía de Investigaciones. O a la Guardia Civil. O quizá mejor damos parte por triplicado a todas ellas.
Con la mención de cada cuerpo de las fuerzas del orden, al director se le abrían más los ojos. Un mechón de su pelo se despegó de la calva y volvió a colgarle de un costado, como un ahorcado.
—Hijito, cierra la puerta —ordenó.
Chacaltana obedeció. El director sacó una botellita de ron del cajón. Dio un trago y le ofreció otro, que el asistente rechazó. Entonces dio otro trago y preguntó, subiendo el tono:
—Oye, ¿no te dije que no te metieras en líos, huevonazo?
—Señor, no fue mi intención. Yo…
Revisó lo que iba a decir: que se presentó en casa de un sospechoso para obtener información sobre un muerto por herida de bala cuyo caso permanecía en investigación. Trató de reformular y argumentar que se trataba de un encargo familiar. Finalmente, murmuró:
—Lo siento, señor…
—¿Qué voy a decirles a los del tercer piso? ¿Que no estábamos en la oficina porque estábamos defendiendo terroristas?
—Supongo que no, señor.
Chacaltana se encogió, un ovillo en la dura silla frente al escritorio de su jefe. Mientras el director lo regañaba, hizo trizas la denuncia que estaban llenando. Y el aire pareció más cargado que de costumbre.
—¿Qué chucha te ha pasado, Felixito? ¿Por qué me causas tantos dolores de cabeza? ¿Dónde está el chico tranquilo que trabajaba aquí hace una semana?
—A lo mejor desapareció. Ahora desaparecen a la gente.
No pudo evitarlo. Incluso para Félix Chacaltana Saldívar había ciertos límites, cierto punto a partir del cual ya no podía seguir sin una respuesta clara.
—¿Qué has dicho, hijito? —los ojos del director se volvieron más grandes que sus lentes—. ¿Puedes repetir eso?
Sí podía repetirlo. Lo que ya no podía era tragárselo por más tiempo:
—Señor director, según los citados subversivos, son las autoridades las que están llevando a cabo estas acciones de…
—Oh, mierda. Ahora me vas a contar la versión de los comunistas.
—He sabido de dos casos.
—¡Dos! Pero ¿quiénes son tus amigos, hijito? ¿La Internacional Socialista?
—Se trata de Ramiro Huaranga Mesa y Daniel Álvarez Paniagua, estudiantes. En el caso del primero, está demostrada la participación de agentes de las fuerzas del orden. En el segundo, su negligencia. Yo mismo llamé a la comisaría. Y nadie acudió.
Al oír la mención a los estudiantes, de repente el director sonrió con ironía. Chacaltana siempre había encontrado bonitas las sonrisas. En su experiencia, el director era el único hombre que lo tenía todo feo, incluso la alegría.
—¿Dos estudiantes, Felixito? ¿Y por qué «las fuerzas del orden» —y aquí el director dibujó unas comillas en el aire con los dedos— persiguen implacablemente a esos temibles enemigos públicos? ¿Han roto el baño de la universidad? ¿Le han metido la mano a una profesora?
—Son políticos, señor. Son subversivos. Pero se los han llevado sin dejar rastro. Es mi obligación denunciarlo. Es todo lo que sé.
—Estarán haciendo alguna comprobación de rutina, Felixito. Los asustan con un par de días en el calabozo y luego los sueltan. Tú ves fantasmas.
—DESAPARECIDOS, señor.
Chacaltana estuvo a punto de dar un puñetazo en la mesa, pero ya no se animó. De todos modos, la contundencia de su voz lo sorprendió a él mismo. El director se recostó hacia atrás, entrelazó las manos a la altura de la nuca y miró largamente a su asistente, como tratando de decidir qué hacer. Finalmente, le preguntó:
—¿Y qué crees que les ha pasado a esos chicos?
—Yo… vi cómo trataban de llevarse a una mujer. La encañonaron. La insultaron. La empujaron hacia el carro. No quiero pensar qué le habrán hecho después, si la han detenido.
—Tú crees que la han violado —dijo el director. No lo preguntó. Lo afirmó.
—No tengo conocimiento, señor.
—Tú crees que la han torturado.
—…
—Que le han pegado. Que le han arrancado las uñas. Que le han metido una rata por la chucha. En plena campaña electoral.
Chacaltana había tratado de no poner nombre a sus sospechas. Prefería pensar en ellas con un interrogante. Temía ponerse a imaginar… y acertar. No respondió a las suposiciones de su jefe.
—Ven conmigo, Felixito —dijo él de repente, levantándose de su silla.
—¿Adónde vamos?
—Tú ven. Te voy a enseñar algo.
—Pero señor… ¡Señor!
Sin mirar atrás, el director abandonó su despacho y atravesó el archivo. Chacaltana tardó en reaccionar y seguirlo. Mientras avanzaban, trató de preguntarle qué hacían, pero iban demasiado rápido para conversar. El director pasó frente al baño y siguió adelante, hasta la puerta de la carceleta. Chacaltana, como siempre, habría preferido no entrar ahí, pero cumplió la orden de su jefe, hasta que se encontró en el escritorio del guardia de turno, ocupado por el mismo cabo de la vez anterior.
—Buenas tardes, mi cabo —dijo el director.
—Buenas, doctor —respondió de buen humor el guardia, que parecía más gordo que antes y llevaba la camisa mal metida en el pantalón—. Me han dicho que en su sección ya no se trabaja. Que los andan buscando los de arriba y ustedes están en la playa, ¿es verdad?
—Cómo corren los chismes, jefe —rio el director—. Una siestita nomás nos hemos echado. Y justo entonces nos llaman, carajo. Seguro que allá arriba se toman más ratos libres, pero a ellos ya no hay autoridad que los vigile.
—La vida es injusta, doctor —sentenció el cabo—. ¿Va a ver el partido con nosotros mañana?
—Claro, pues, jefe —respondió el director alargando la e con zalamería—. ¿Con quién más iba a verlo?
—No lo sé. A lo mejor le daba por trabajar mañana.
—Ya. No se pase, ¿ah? Que tampoco sé si el reglamento permite poner una tele en la carceleta. Si nos ponemos pesados, aquí perdemos todos.
El policía agachó la cabeza, aceptando el argumento del director. Le preguntó:
—¿En qué puedo servirlo?
—Un favorcito, nada más. He traído acá al joven que se está formando bajo mi cargo.
Ante esa presentación, el cabo miró a Chacaltana. Hizo un movimiento con la cabeza que podía ser un saludo o no, y volvió a mirar al director:
—Ya lo había visto a su joven. ¿Y qué le pasa?
—Está confeccionando un informe para el que requiere hacer unas preguntitas a alguno de sus internos.
El policía miró hacia las celdas. Estaban tranquilas. La mayoría se veían vacías. Ni siquiera parecía haber más guardias que él mismo.
—Todos suyos —respondió—. Escoja al que quiera. No se lo lleve, nomás.
—Necesito a algún político. ¿Políticos tiene?
El cabo se rascó la nariz. Perezosamente, revisó los papeles que descansaban en su escritorio. Su actitud era la de un jefe de almacén revisando las existencias. Les buscaba un preso como si fuese un apio o un rábano.
—Tengo uno, justo. Normalmente hay más. Sobre todo ahora, por las elecciones. Pero hoy hay uno.
—Cualquiera servirá —lo tranquilizó el director.
El cabo les pidió con un gesto que lo siguieran. Con gran parsimonia, se encaminó entre las dos hileras de celdas, cuyos presos miraban con curiosidad a sus visitantes. Uno de ellos le mandó a Chacaltana un beso volado. El asistente de archivo bajó la cabeza y miró sólo hacia delante.
El cabo se detuvo ante una de las últimas celdas, y se apoyó en la puerta para hablar con su ocupante:
—Camarada, ¿cómo le va?
Desde el interior, les llegó una voz seca y malhumorada:
—Yo no soy tu camarada, cerdo.
La ropa del preso estaba vieja y sucia. Pero era de buena calidad. Su piel era blanca. Y a juzgar por su acento, tenía educación superior.
—El señor Pereira —lo presentó el cabo— debería estar aquí por asociación ilícita y conspiración. Pero está por romper a pedradas las ventanas de un banco. Mañana pasa al juez. Hasta entonces, lo guardamos aquí.
—Para silenciarme me guardan aquí. Pero no se puede silenciar a un pueblo con un garrote, ni con perros guardianes como tú.
El cabo se rio levemente:
—El señor Pereira también tiene una boquita de caramelo. Nos insulta todo el día. Lo bueno es que habla muy complicado y no le entendemos nada. ¡No se enoje, pues, camarada!
—¡No me digas camarada!
Chacaltana notó que ese preso venía de una clase social más alta que su guardián. Aunque fuese un subversivo frente a su carcelero, usaba el mismo tono que las señoras con sus empleadas domésticas. En todo caso, al cabo le daba igual. Con actitud indiferente, miró al director, que a su vez miró a su asistente. Chacaltana se aclaró la garganta:
—Eeeh…, disculpe, señor. ¿Le han pegado a usted?
El preso examinó a Chacaltana, tratando de decidir si era un funcionario o un abogado. Respondió:
—Lo que es un golpe es matar de hambre a millones de personas para beneficio de unos pocos. Eso es un golpe.
El cabo intervino:
—¡Contéstale al joven, pues, camarada! ¿Te hemos pegado o no?
—Me han detenido por defender una causa justa. ¿Te parece poco?
—Eso significa que no —dijo el cabo. Su rostro mostraba que se estaba divirtiendo de verdad con todo esto.
Chacaltana no quiso rendirse:
—¿Y sus amigos? Necesito saber si usted o alguien que conozca ha sufrido maltratos físicos o torturas en dependencias policiales.
—¡Todos! —exclamó el preso—. Todos hemos sufrido la tortura de vernos privados de libertad en condiciones infrahumanas, y…
—El joven no se refiere a eso, cara de caballo —interrumpió el policía—. Quiere saber si les metemos electricidad por los huevos o les pegamos hasta que nos cuenten quiénes son todos sus amiguitos. ¿Alguien te ha hecho eso? Dile. ¿Alguien te ha tocado tu culito blanco? Si alguien lo ha hecho, díselo al joven. Te ayudará.
El preso se enfurruñó. Primero dejó escapar un sonido gutural. Al final, dijo:
—Yo no hablo con lacayos de la represión.
Se alejó hasta un rincón de su celda y se sumió en el silencio. Ahora, el cabo se echó a reír:
—¡Ay, camarada! Deberíamos pegarte un poco de vez en cuando. Pero no por subversivo. Por antipático.
Y después de decir eso, soltó un escupitajo que cayó dentro de la celda, muy cerca de su detenido.