—Buenos días, señora. Si tuviera la amabilidad, ¿vive aquí el señor Daniel Álvarez Paniagua, por favor?

Álvarez era amigo del chico del acné, Huaranga Mesa, o por lo menos compañeros de estudios. Estaban juntos aquel día en la universidad, y también en el cementerio, la tarde del entierro de Joaquín. Sin embargo, sus barrios eran muy diferentes. Breña era una zona popular y muy concurrida. En cambio, Barranco había sido hasta hacía poco un balneario para escapar de Lima. La ciudad se lo había tragado, y se iba convirtiendo en un barrio de clase media. Pero mantenía el aire pueblerino de casas bonitas. Y la calle Junín ocupaba la primera línea frente al acantilado. Con vista al mar, aunque fuese ese mar gris bajo ese cielo color panza de burro.

Tampoco la persona que abrió la puerta se parecía en ambos casos. La madre de Huaranga Mesa era una mujer sencilla, mestiza, sin educación superior, posiblemente sin educación alguna. En cambio, la persona que le abría la puerta en esa casa era blanca, y llevaba el pelo castaño y liso. Pero más allá de sus diferencias, las dos tenían algo en común: la mirada de tensión con que asomaban a la puerta, esos ojos asustados, de venado en cacería, tras la rendija.

—¿Señora? —repitió Chacaltana, temiendo que fuese sorda.

—Yo no soy una señora —respondió con voz masculina.

Chacaltana miró de nuevo y cayó en la cuenta de su error. Estaba acostumbrado a que los hombres llevaran el pelo corto y las mujeres, largo. Ésa era su idea de los sexos, básicamente. Pero la supuesta mujer tenía barba, aunque apenas fuera visible en el angosto espacio de la puerta entreabierta. Y su camisa de colores chillones, sin corbata y fuera del pantalón, no era necesariamente femenina. Chacaltana recordó la película que Cecilia le había llevado a ver: Fiebre de sábado por la noche. La gente se vestía así, al menos en la pantalla.

—Lo siento. ¿Es usted Daniel? Yo soy…

—Sé quién eres. ¿Tienes una orden de registro o algo así?

—¿Cómo? No, no. Vengo… vengo como amigo de Joaquín.

Dudó al decirlo. Joaquín jamás le había hablado de estas personas. Y evidentemente, tampoco a ellas de él. ¿Podría considerarse su amigo? En cierto sentido, averiguaba por egoísmo. Sabía que Don Gonzalo sólo volvería a visitarlo si le conseguía información sobre su hijo. Y quería repetir ese almuerzo. Quería ver a su madre nerviosa y amable. Quería que alguien la llamase por su nombre. Quería que en su casa hubiese un hombre que fuese un padre, si no suyo, al menos el padre de alguien más, un padre en busca de hijos vacantes. Y quería más floripondios para tapar la foto de su propio y verdadero padre. Para conseguir eso, estaba dispuesto a ir a hacer preguntas al infierno.

En ese momento, sin decir nada, Daniel Álvarez cerró la puerta.

Chacaltana esperó oír el ruido de la cadena al deslizarse, y el rechinar de la puerta al abrirse. Sólo escuchó los chillidos de las gaviotas y el eco lejano del mar.

—Señor Álvarez —dijo en voz alta pero respetuosa—, escúcheme. Sé que le parecerá extraño, pero sólo quiero que me cuente algunas cosas. Sobre Joaquín. No he venido en calidad de empleado de los juzgados. No le pediré que firme nada. No le diré a nadie que estuve aquí.

Afuera sonó una trompetita. El carrito amarillo de un vendedor de helados venía por la calle. A pocos metros de Chacaltana, se detuvo y lo miró con curiosidad. El asistente de archivo recordó su encuentro en el apartamento de Joaquín con el otro estudiante. Posiblemente, Álvarez estaba tan asustado como él. Posiblemente, con razón.

—Señor Álvarez —volvió a anunciar—, sé lo que teme usted. Créame que no tengo nada que ver. Ni quiero tenerlo. Atiéndame hoy. Luego me iré y no volveré a molestarlo. Se lo juro, señor Álvarez. Por mi Mamacita.

En la esquina, un hombre con buzo deportivo paseaba a su pastor alemán. El hombre también miró a Chacaltana. El asistente de archivo imaginó que ahí, hablándole a una puerta cerrada, parecía un novio despechado. Peor aún, un invertido. Se sonrojó de sólo pensarlo.

Cuando ya iba a marcharse, la puerta se abrió. Daniel Álvarez seguía del otro lado, observándolo como habría hecho con un insecto en su almuerzo. Con voz acre de perro seco, le espetó:

—Pasa, carajo. No te quedes ahí gritando.

Chacaltana iba a agradecer ceremoniosamente la invitación, pero entendió que sería más práctico entrar callado. Dio un paso adelante y cerró la puerta tras él.

El interior era el opuesto exacto del departamento de Joaquín. No estaba lleno de muebles y objetos revueltos. Casi no había nada. A su izquierda, un par de taburetes bajo la ventana. Más allá, unas escaleras llevaban al segundo piso. Y eso era todo. El lugar estaba tan vacío que los pasos de Chacaltana producían eco en las paredes. Y hacía más frío que en el exterior.

—Siéntate.

Álvarez arrastró uno de los taburetes hacia un lado de la ventana y se lo ofreció. Él mismo se sentó en el otro. No le invitó a nada de beber. Ni siquiera tenía dónde servirlo. Chacaltana trató de mostrarse pacífico:

—Le agradezco que haya tenido la amabilidad de permitirme el ingreso a su morad…

—¿Cómo has encontrado este lugar?

Álvarez lo tuteaba, pero Chacaltana prefería tratarlo de usted. Aunque los dos tenían la misma edad, se sentía distante de él, como si viviesen en continentes separados.

—¿Perdone?

—¿Estás sordo? ¿Cómo carajo nos has encontrado?

—Yo…

Chacaltana no tenía nada que ocultar. Pensó mostrarle las fotos que guardaba Joaquín, con las direcciones escritas. La suya, la de Ramiro Huaranga Mesa y las otras, de decenas de jóvenes que Chacaltana no había visto en la vida. Incluso pensó enseñarle las fotos sin dirección ni nombre, las tres de la mujer rubia. Si Huaranga Mesa la conocía, seguramente Álvarez también. Pero la actitud de cautela del joven le dijo que no era una buena idea. Que Joaquín no debía guardar esas fotos. Que ese cajón secreto no era precisamente un anuario de estudiantes, ni un directorio de amigos. Una vez más, procuró mentir sin mentir:

—Esta mañana estuve en casa de su amigo Ramiro. Hablé con su madre.

Al oír aquel nombre, el joven de barba se aplacó.

—¿Dónde tienen a Ramiro?

Álvarez apenas miraba a los ojos a Chacaltana. La mayor parte del tiempo, tenía la mirada puesta en la calle. De la ventana colgaba una cortina delgada, que permitía asomarse al exterior sin ser visto.

—No lo sé. No he venido por eso, señor Álvarez. Lo mío es personal.

Por primera vez, el joven miró a Chacaltana durante un largo rato. Y se rio, o quizá gruñó:

—A estas alturas, ya nada es personal.

—Esto sí. Yo… vengo por encargo de su señor padre.

Álvarez se sobresaltó. La sombra de la duda cruzó por su mirada:

—¿El padre de Joaquín?

Chacaltana asintió. El otro se rascó la barba.

—Su hijo no le importó cuando vivía. ¿Por qué le importa ahora?

—Por eso —respondió Chacaltana, pero sintió como una punzada el comentario de Álvarez. Ese joven melenudo, afeminado y, por cierto, de descuidada higiene personal sabía de Joaquín más que Chacaltana. Había hablado con su amigo de cosas que Chacaltana no. Al parecer, todo el mundo lo había hecho.

Trató de concentrarse en el motivo de su visita:

—El señor Calvo quiere saber cosas de su hijo. De hecho, estaría encantado si usted quisiera hablar con él personalmente.

Álvarez había vuelto a mirar por la ventana, pero ahora se rio con ganas y se volvió con sorna hacia Chacaltana:

—¿Yo? ¿Hablar con él? ¿Tomarnos un café quizá? ¿En el Haití, te parece? ¿O en otro lugar más público?

—Él sólo quiere…

—Dile que su hijo era un buen hombre. Solidario. Valiente. Un hombre que se jugaba el pellejo por los demás.

—¿Era un…, ehhh —Chacaltana no conocía ninguna palabra amable para «terrorista»—…, compañero de ustedes?

—¿Y por qué debería hablar yo contigo?

El asistente de archivo se encogió de hombros. No tenía ninguna buena razón que ofrecer, pero eso mismo lo hacía menos sospechoso. Álvarez bajó la guardia unos centímetros. Miró a su huésped con más cansancio que sospecha. Y finalmente le contó:

—Milito en un grupo político: el Partido de Izquierda Revolucionaria. Somos un partido pequeño pero participamos en las elecciones de este domingo. En cambio, Joaquín no formaba parte de ningún grupo político. Ningún comité de apoyo. Ninguna célula. Por eso resultaba útil. Era sólo nuestro profesor, y nadie sospechaba de él.

—¿Y qué pasó?

—Hace unos meses, las cosas se empezaron a poner jodidas con la Policía. De cara a las elecciones, comenzaron a hacer registros todo el tiempo, y a meter presos a nuestros compañeros. Se supone que participamos en unas elecciones libres, pero la Policía revienta cada una de nuestras reuniones. Y confiscan nuestros documentos. Y retienen a nuestros militantes. Su idea, supongo, es acosarnos y hostigarnos hasta hacernos desaparecer.

«Algo habrán hecho», pensó Chacaltana. Pero no lo dijo. Se sentía profundamente incómodo. Y sin embargo, no sabía cómo salir de esa casa.

—Lo más incriminatorio es la propaganda —continuó Álvarez—. Si la encuentran en tu casa, es como si te encontrasen una bomba. Así que Joaquín se ofreció a guardar el material delicado. Los volantes, las revistas, el mimeógrafo, esas cosas. Empezó guardando los nuestros. Pero se corrió la voz entre otros grupos políticos. Al final, su casa parecía un almacén de propaganda.

—¿No se estaba arriesgando mucho?

—Sí. Pero no paró. En eso consiste ser valiente.

A Chacaltana le dio un vuelco el corazón. Su amigo colaboraba con la subversión. Todos esos papeles no eran para su tesis. Eran pruebas de complicidad con actividades terroristas y traición a la patria. No estaba seguro de querer saber más. Pero ahora que había empezado a hablar, Álvarez ya no pensaba detenerse:

—Mientras tanto, empezamos a recibir a compañeros perseguidos por los dictadores de otros países. De Argentina o Chile, sobre todo, pero también alguno de Paraguay o Uruguay. No te imaginas lo que les están haciendo a los montoneros, a los izquierdistas, a los comunistas, o a gente que no tiene nada que ver, a sus padres o esposas. Los torturan. Los asesinan. Les meten la picana eléctrica en los testículos hasta que delatan a los suyos o se mueren de dolor. He escuchado cosas horribles.

—Comprendo —se limitó a corroborar Chacaltana. Conocía los argumentos de la propaganda sediciosa, y sabía que solían ser mentira. Pero no pensaba ponerse a discutir en ese momento. El otro continuó:

—Los que tienen suerte escapan de sus países y se refugian con nosotros. Les conseguimos un pasaporte falso, algo de dinero y contactos, y siguen viaje. La mayoría se van a México, a París o a Suecia. Para todo eso hace falta una organización muy sólida. Y muchos apoyos.

Era peor aún de lo que creía Chacaltana. Joaquín no sólo guardaba documentos comprometedores. También participaba en tráfico ilegal de personas, falsificación de documentos y fraude a escala internacional. Con cada frase de Álvarez, Joaquín sumaba un delito más a su currículum. Pero el subversivo no callaba, y Chacaltana no sabía cómo detenerlo:

—Poco a poco empezaron a llegar demasiados refugiados, y de demasiados grupos políticos diferentes. Y todos nosotros estábamos fichados por Seguridad del Estado. Así que Joaquín comenzó a apoyarnos también en eso. Recibía a la gente, los refugiaba en su casa, les conseguía documentos… Qué par de huevos tenía. Cómo se atrevió a ayudarnos…

—Y para lo que le sirvió —completó Chacaltana, que no podía contenerse más. Temió haber dicho una imprudencia, pero el joven de barba asintió melancólicamente.

—Hace tres semanas —suspiró—, con las elecciones a la vuelta de la esquina, las cosas comenzaron a ponerse feas de verdad. Se multiplicaron los registros. Y las detenciones. Dos de los nuestros han desaparecido. No sabemos adónde los han llevado. Y Joaquín… Tú ya sabes qué pasó con Joaquín. Ha sido la víctima más injusta de todo esto.

Bajó la cabeza. El silencio de la habitación vacía le recordó a Chacaltana el del cementerio. O el del apartamento de Joaquín. La paz de los sepulcros. Para Chacaltana, lo que ahora sabía de su amigo era como una muerte añadida.

—¿Cómo voy a contarle esto a su padre? —murmuró.

—Pues debería saberlo —respondió el otro, con rabia en la voz—. Ese viejo era un cobarde, y Joaquín no. Debería saber que su hijo era mucho mejor que él.

La afirmación desconcertó a Chacaltana aún más. Al parecer, Daniel Álvarez no sólo sabía más que Chacaltana sobre Joaquín. Incluso sabía más sobre Don Gonzalo. Chacaltana se imaginó a Joaquín contándoles su vida entera a sus estudiantes. Era uno más de ellos. Un delincuente en una pandilla. Quién lo habría dicho.

Unos pasos bajaron las escaleras. Era una mujer, una chica, de la misma edad que ellos dos, y vestida con el mismo descuido que Álvarez, con vaqueros y una vieja camiseta raída de manga larga. Pero en el cinturón llevaba una pistola.

—¿Quién es éste? —preguntó mirando con desconfianza a Chacaltana. El asistente de archivo comprendió que no hacía falta levantarse y presentarse.

—Es amigo de Joaquín —explicó Álvarez—. Y de la madre de Ramiro.

—¿Amigo? —respondió ella con aspecto enfadado—. ¿Qué es esto, boludo? ¿Un club social? ¿Se van a poner a jugar a las cartas ahora?

Chacaltana reconoció su acento porque llevaba días escuchándolo en todas partes, por la televisión, durante los partidos de fútbol. Era argentina.

—No te pongas nerviosa, Mariana…

—¿Que no me ponga nerviosa, decís? ¡Están matando y desapareciendo a los compañeros y vos recibís a los amigos en el salón, imbécil!

—No quiero causar una disputa conyugal —se excusó, poniéndose de pie, Chacaltana. Pero ella le dirigió una mirada aún más rabiosa:

—¿Conyugal? ¿Y vos qué creés? ¿Que esto es un hogar familiar?

—Mariana, regresa arriba. Este tipo ya se va.

Álvarez se puso de pie para calmarla. Chacaltana percibió a su espalda, debajo de la camisa, el bulto de otra arma.

—¿Y si se va de aquí a Seguridad del Estado? —protestó ella—. ¿Se te ha ocurrido pensarlo, por lo menos?

Chacaltana se sintió obligado a decir:

—No haré eso. Ni siquiera sabría bien qué contar.

En esa casa, sin duda, se estaba cometiendo algún tipo de ilegalidad. Pero Chacaltana no incurriría en negligencia mientras ignorase exactamente cuál, ni preguntase por los permisos de las armas, ni escuchase nada más de la conversación. Lo más seguro sería salir de inmediato de ahí, antes de que alguna eventualidad lo convirtiese en cómplice.

—Él es seguro —insistió Álvarez.

—Capaz él sí, pero vos no. Y esto lo sabrá Mendoza, te aviso.

—Ok. Lo hablaremos con Mendoza, ¿ok? Ahora cálmate.

—Bueno, es hora de despedirme —terció Chacaltana, ansioso por no exponerse más a los riesgos—. Gracias por…

No supo terminar la frase.

La chica le clavó los ojos. Se tocó la culata del arma. Una mujer con un arma y un hombre con pelo largo. Chacaltana no terminaba de entender el mundo de estos jóvenes, pero sabía que no le gustaba.

—Pará —ordenó ella—. Tenemos que salir nosotros primero.

—Verificamos la calle —explicó Álvarez—. Es un protocolo de seguridad.

Chacaltana hizo todo lo posible por no escuchar lo que él decía. Se limitó a quedarse de pie junto a la puerta, intentando pensar en otra cosa, mientras esos dos jóvenes (¿subversivos?, ¿delincuentes?, ¿bandoleros?) desplegaban una actividad que sin duda él no debía ver.

Para empezar, la chica se quitó la camiseta y el pantalón y se quedó en ropa interior ahí, frente a los dos. Para sorpresa de Chacaltana, su compañero no expresó ningún deseo sexual, ni soltó ninguna risita, ni intentó ninguna broma obscena. Se limitó a cruzar una puerta junto a la sala, quizá el baño, y volver a salir con ropa y un espejo de mano. Ella se vistió con una falda y una blusa a cuadros, se peinó y se arregló un poco. En cuestión de minutos, su aspecto había dejado de ser desgreñado y sucio. Ahora era un ama de casa perfectamente normal, salvo por la pistola que llevaba oculta bajo la blusa. Él también cambió su arma de sitio. Se la colocó a un lado de la cintura, y se puso una chaqueta.

A continuación, ante un Chacaltana paralizado, Álvarez sacó de la cocina una bolsa de basura y una escoba, que le entregó a la mujer. Los dos respiraron hondo, el tiempo pareció detenerse a su alrededor. Finalmente, intercambiaron gestos para confirmar que estaban listos, y abrieron la puerta.

Ella se adelantó, la mano en la bolsa. Álvarez salió a continuación, con aire casual. Descendieron los escalones y atravesaron el césped hasta la vereda. Ella barrió las hojas caídas hacia la calzada. Él depositó la bolsa de basura junto a la entrada. Sus cuerpos se movían con la naturalidad de la rutina doméstica, pero sus ojos miraban tensos a un lado y otro de la calle.

Todo parecía tranquilo. Sobre el fondo del mar y las gaviotas apenas se oía el motor de un Toyota Corolla del 76 merodeando por la calzada. El heladero de antes seguía ahí, sentado perezosamente en su carrito amarillo. Y el hombre del buzo deportivo aún andaba por la calle con su pastor alemán. Chacaltana contempló con alivio que todo seguía igual. Pero tan sólo un instante después, reparó en que seguía demasiado igual. Los heladeros nunca se quedaban en el mismo sitio mucho tiempo. Los paseos de perros solían recorrer más de veinte metros. Los automóviles no andaban con tanta lentitud.

No obstante, pensó todo eso cuando ya era demasiado tarde.

Incluso Álvarez y su amiga, que estaban alerta para cualquier imprevisto, tardaron en reaccionar. En instantes, ya tenían al heladero de un lado, al hombre del perro del otro y al Toyota detenido a la altura de la puerta. El heladero fue el primero en hablarles.

—Tranquilos, tranquilos. No vamos a hacerles nada si se portan bien.

Desde donde estaba Chacaltana, pudo ver cómo sacaba algo de su carrito y señalaba a Álvarez con eso. Era un revólver. Álvarez alzó las manos mientras su amiga acercaba la suya lentamente a su cintura. A sus espaldas, el hombre del perro se iba acercando. Cuando ella trató de sacar su arma, el hombre le cayó encima desde atrás y la arrastró hacia el vehículo.

—¡Subí al carro!

—¡Dejame! —gritó ella.

—¡Subí al carro, puta de mierda!

El perro se echó a ladrar violentamente. El copiloto bajó del Toyota, y entre los dos consiguieron meter a la mujer a empujones en el coche. Al parecer, ella mordió al copiloto, que gritó de dolor y le sacudió la cabeza de una bofetada. Todos tenían el mismo acento que ella. La obligaron a acostarse boca abajo en el suelo del carro.

—¡Si te movés, te mato! ¿Me oís? ¿Me oís?

El supuesto heladero, mientras tanto, había desarmado a Álvarez y le apuntaba a la cabeza con el revólver. Cuando terminó con la chica, el del perro lo metió también a él en el auto. Álvarez no se resistió. Dijo:

—¡Ya me he rendido! ¡Me he rendido!

Aun así, le dieron dos culatazos en la cara.

—¡Para que quedés más lindo, hijo de puta!

Todo tardó apenas unos segundos. Álvarez, sangrando por la nariz, cayó como un fardo sobre el asiento trasero. El copiloto cerró la puerta y regresó a su sitio, sin guardar su arma. El conductor arrancó. De inmediato, el heladero subió a su carrito y comenzó a pedalear fuertemente. El hombre del perro echó a correr junto a su animal, que ladraba desesperado. Y un instante después, ya no estaban. Los ladridos se perdían entre la bruma de la tarde. El motor del Toyota enmudecía. La cornetita de heladero callaba. Todo parecía un mal sueño, reciente, pero irreal.

Chacaltana no se movió durante varios minutos. Sus rodillas temblaban hasta chocar una con otra. A pesar de la confusión, tenía clara una cosa: era su obligación denunciar a las autoridades lo que acababa de ocurrir.

Revolvió toda la primera planta en busca de un teléfono. Aparte de algunos utensilios en la cocina, el lugar estaba vacío por completo. Subió a la segunda planta, donde encontró un par de habitaciones con colchones en el suelo, cubiertos por mantas sucias y arrugadas, y ropa en los armarios. Evidentemente, uno de los cuartos lo usaba Álvarez. La mujer se quedaba en el otro.

Junto al colchón de ella encontró un teléfono. En vez de en una mesa, descansaba sobre la guía telefónica. Chacaltana buscó y marcó un número. Le respondió una voz de hombre:

—Comisaría de Barranco, buenos días.

—Quiero denunciar un secuestro. Es urgente. Aún pueden detenerlos.

—Dígame.

Chacaltana sabía perfectamente cómo sentar una denuncia, y la recitó con la precisión de un poema escolar. Describió los hechos, la localización y la hora de forma sucinta y sosegada, sin perder la calma. El agente a cargo le pidió que aguardase ahí, y Chacaltana bajó al primer piso a esperar junto a la ventana.

Sentado en el mismo taburete de antes, esperó a que sus rodillas dejasen de temblar. Y mientras, se preguntó qué hechos iba a explicar. ¿Qué podía contar? Y lo más peligroso de todo: ¿cuál era su relación con todo eso? ¿Qué hacía él ahí? ¿Iba a tratar de que creyesen que cumplía el encargo sentimental de un padre con sentimiento de culpa?

No tenía idea, pero era su deber. Después de todo, él no tenía nada que ocultar. ¿O sí?

Pasados veinte minutos, aún no había llegado nadie. Volvió a llamar a la comisaría. Lo atendió el mismo policía de antes:

—No se preocupe, señor. Ya hemos enviado una patrulla.

—No ha llegado. La comisaría está a menos de un kilómetro de aquí, en San Martín. Incluso caminando deberían tardar cinco minutos.

—Quédese tranquilo, señor. Nos estamos ocupando.

Pasaron tres cuartos de hora más. Y nadie llegó.

Cuando sus piernas se calmaron, Chacaltana abandonó su taburete y salió a la puerta. La calle permanecía en silencio, más aún que antes. La humedad había aumentado. El olor salino del mar le inundó la nariz.

—Nadie va a venir —comprendió en voz alta.

Una gaviota inmensa, casi del tamaño de un perro, sobrevolaba el acantilado acechando a los ratones.