Al mediodía, en vez de ir a almorzar, Chacaltana echó a andar hacia el paseo de la República. No sólo tenía que poner orden en el trabajo. Había otro tema que resolver. El otro tema. Y si no lo resolvía rápido, tendría que pasar otra noche en el apartamento de Joaquín.

A la altura del Estadio Nacional, dobló a la derecha. Casi tropieza con un poste, de lo concentrado que iba ensayando la conversación que le esperaba, preparando cada línea de su discurso. De todos modos, cuando sus pies se detuvieron frente a su casa, no sabía ni por dónde empezar.

Suspiró. Sin duda, su madre llevaría la iniciativa de la conversación, y lo acribillaría con reproches y lamentos. Pero Chacaltana tendría que soportarlos. Había querido ser un hombre libre y adulto, y las cosas habían salido mal. El mundo allá afuera era hostil y peligroso. Y ahora volvía con el rabo entre las piernas. De todos los posibles castigos, el más amable era un sermón con un plato de comida caliente.

Mientras cruzaba el patio frontal y subía las escalerillas, ensayó las únicas frases que necesitaba: «Lo siento, Mamacita, me he portado mal». «Tú tienes razón, como siempre.» «No volverá a ocurrir.» Total, ¿para qué fingir una discusión? Lo único que tenía sentido era la rendición total. Su regreso mismo, apenas un día después de irse, era ya una bandera blanca, el pedido de paz del derrotado.

Metió la llave en la cerradura y le dio vuelta.

Al abrir la puerta, le pareció que la casa estaba diferente.

Olía a ají de gallina, una especialidad que su madre no había preparado desde la graduación de Chacaltana. Y se oían voces. Salvo por la de Cecilia, de triste recuerdo, en esa casa no había caído una visita desde el último censo nacional. Pero lo más extraño era la voz de su madre, inesperadamente dulce:

—¡Félix! ¡Qué bueno que has llegado! ¿Te sirvo un tecito?

Chacaltana abrió la puerta. Primero entró en escena su madre de pie, peinada y vestida con sus galas de los funerales, la falda bajo la rodilla, el sombrero, la mantilla, pero por una vez con una chaqueta blanca, un leve matiz de alegría en su atuendo. A un metro de ella, en el sofá, halló sentado a Don Gonzalo, que escondía bajo un cojín la mano mala, y sostenía un vasito de pisco en la otra.

—¡Félix! Qué bueno que llegas. Ya hemos almorzado, pero estábamos de sobremesa.

—Don Gonzalo llamó esta mañana preguntando por ti —sonrió su madre—. Le dije que pasara a verte ahora. Me trajo… Bueno, trajo un adorno para la casa.

Chacaltana reparó en el arreglo floral que ahora compartía la mesita con el retrato de su padre. Era un ramo grande de floripondios sobrios, incoloros, levemente funerarios. La mujer estaba visiblemente halagada. Y el color en las mejillas de Don Gonzalo revelaba que su pisco era ya el segundo o tercero.

—Tu madre me ha recibido con gran gentileza —admitió.

—Qué cosas dice, Don Gonzalo —desmintió la anfitriona—. Como a cualquier visita.

Un observador externo habría encontrado a la señora rígida, fría, distante, sentada en su butaca de terciopelo como siempre, como una reina en la tribuna frente a la guillotina. Pero Chacaltana la conocía bien, y notaba que sus manos hormigueaban nerviosas por la mesa, limpiando ceniceros vacíos y ordenando figuras de porcelana. El acento europeo de Don Gonzalo, aunque ya descafeinado por los años en América, complacía a esa mujer. La ponía orgullosa. Chacaltana podía sentirlo.

—Tomaré té, Mamá. Gracias.

Se acomodó en el sofá junto a su visitante. Toda la situación era tan inesperada que no sabía bien qué hacer, ni qué decir. Por otra parte, sabía qué hacía ahí Don Gonzalo. Sabía que él tenía claro lo que esperaba escuchar. Y en efecto, después de las cortesías de rigor y la conversación sobre el clima, el frío y la humedad, la pregunta temida no tardó en llegar:

—Félix, ¿tuviste tiempo de pasar por el apartamento de Joaquín?

—De eso precisamente quería intercambiar unas palabras con usted…

—Qué bueno. ¿Pasaste?

Chacaltana bebió un largo trago de té, mientras pensaba cómo formular lo que quería decir sin mentir:

—He tenido unos días muy difíciles, Don Gonzalo. No sabe cuántas cosas he hecho.

—Comprendo.

—Félix —intervino la madre con su tono riguroso—, si Don Gonzalo te pide un favor en memoria de su hijo, tienes que hacerlo.

—Ya lo sé, Mamacha.

Don Gonzalo trató de limar asperezas:

—No se preocupe, Doña Ana. No podemos dejar nuestras obligaciones de vivos para atender a los muertos, ¿verdad? Y yo soy muy pesado. No quiero que Félix se sienta presionado.

Doña Ana. Hacía años que Chacaltana no escuchaba llamar a su madre por su nombre de pila. Casi había olvidado que lo tenía. Pero trató de concentrarse en Don Gonzalo, que seguía hablando:

—A lo mejor debería ir yo mismo al apartamento.

—¡No! —reaccionó Félix—. Quiero decir… No se preocupe. Ya lo haré yo.

Don Gonzalo sonrió, pero sobre su sonrisa cayó un aire de nostalgia.

—Hay tantas cosas que debí saber de mi hijo. Tantas cosas que debí decirle y nunca le dije… Y ahora los veo a ustedes y pienso: qué suerte tienen. Aún están juntos. Son una familia. Aún pueden decirse todas esas cosas.

A Chacaltana nunca se le había ocurrido considerar su situación de esa manera. Echó un vistazo a su madre, y por primera vez en la última semana no vio en ella regaños, soledad y severidad, sino protección y amor. Luego trató de mirar a su padre, en la foto familiar de la mesita. Uno de los floripondios le tapaba el rostro.

—Mi esposa, que en paz descanse —siguió Don Gonzalo, sirviéndose otro pisco—, era una mujer muy dulce. Tan buena que casi parecía ingenua, ¿saben? Pasamos unos años juntos. Fue un tiempo hermoso, lleno de esperanza. Concebimos a Joaquín… Y luego ella…

En la última frase, su voz se quebró. Era demasiada muerte para recordarla con frialdad.

—La muerte nos llevará a todos —sentenció la madre de Chacaltana—. Nadie escapa de ella.

—Lo peor no es la muerte. Es la tristeza de los que quedamos vivos. Es el vacío. Y la incertidumbre. Yo… no pude estar a su lado cuando murió. Nos estaban evacuando. Había que salvar al niño o a ella.

—No se torture, Don Gonzalo —musitó la madre, casi para sí misma—. A veces la vida es más fuerte que nosotros.

—Nunca supe cuáles fueron sus últimas palabras —siguió el viejo—. Nunca supe qué pasó por su cabeza en los últimos momentos. Ni siquiera en los últimos días…

Ahora sí, el hombre se echó a llorar sin remedio. Chacaltana sintió que algo se le escapaba en esa conversación. Que Don Gonzalo y su madre se comunicaban en un nivel diferente. Pero él quería formar parte de eso. De repente, se le ocurrió que Don Gonzalo podía ser el elemento que había faltado en su casa. Y él mismo, y su madre, podían ser lo que a Don Gonzalo le había faltado toda la vida. A todos en esa sala les habían arrebatado algo, les habían mutilado la existencia, y ninguno de ellos sabía por qué. Casi sin querer, comentó en voz alta:

—Los muertos nos dejan misterios que ya nunca resolveremos.

—Pero yo no me resigno, Félix —respondió Don Gonzalo, quizá más contundente de lo apropiado. A lo mejor era hora de cerrar esa botella de pisco—. Joaquín se ha ido sin decirme quién era, qué hacía, qué esperaba de la vida, si era feliz. La gente que quiero desaparece sin dejar rastro, como fantasmas.

—Comprendo —asintió Félix. De verdad comprendía lo de los fantasmas.

—Y el único que puede ayudarme, Félix, eres tú, ¿me ayudarás?

De repente, todo el mundo quería que Félix lo ayudase con sus hijos. Félix era consciente de que tenía el aspecto del hijo perfecto, el que nunca se mete en problemas. Y quería seguir siendo exactamente eso.

—No siempre es buena idea saber todo sobre los que se van.

—¡Félix! —se sobresaltó su madre—. Don Gonzalo te está pidiendo ayuda.

Félix Chacaltana Saldívar comprendió que estaba acorralado. Lentamente, sabiendo que se arrepentiría en el futuro, pronunció las palabras que estaba tratando de evitar:

—¿Exactamente qué quiere saber, Don Gonzalo?

Al viejo se le habían puesto los ojos vidriosos, quizá por la nostalgia, quizá por el alcohol. Pero su respuesta sonó firme y resuelta:

—Quién lo mató. Y por qué.