Estaba decidido: no seguiría por ese camino.
A fin de cuentas, él tenía un trabajo. Y lo estaba descuidando.
De regreso en el archivo, Chacaltana buscó la denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor, interpuesta contra ese tal Nepomuceno Valdivia. La denuncia llevaba una semana sobre su escritorio, con su letra incomprensible y su vergonzosa falta de datos. Era imperativo encontrar a su autor, y sobre todo, a quien la había derivado al sótano de forma irresponsable, casi fraudulenta.
Ése era el trabajo de un asistente de archivo. Ése era su deber. Pero ¿qué había hecho Félix Chacaltana Saldívar todos estos días? Jugar a los detectives. Escuchar las locuras de un viejo chocho. Pelear con Cecilia. Pasearse por toda Lima buscando a gente que nadie buscaba. Incluso faltar horas al trabajo.
Definitivamente, llevaba una semana perdiendo el tiempo, desconcentrado, disipado, una conducta irreconocible en él. Pero ahora se corregiría.
Extrajo de un cajón tres hojas de papel tamaño oficio y dos de papel carbón. Se sentó y se dispuso a redactar un escrito de reclamación que elevaría al tercer piso exigiendo que alguien asumiese responsabilidades respecto a la citada denuncia irregular, que adjuntaría en el sobre. Ahora, la administración judicial en pleno sabría quién era en realidad Félix Chacaltana Saldívar, y de lo que era capaz.
—Buenas tardes, hijito —pasó a su lado el director, desprendiendo su habitual aura alcohólica—. ¿Me ha llamado alguien?
El asistente de archivo comprendió que su jefe ni siquiera había notado su retraso esa mañana. Por su mente cruzó la posibilidad de emitir otro escrito que denunciara las repetidas ausencias del director a su puesto de trabajo. Pero descartó la idea porque implicaría saltarse la jerarquía institucional.
—No, señor.
El director hizo ademán de continuar su camino, pero se detuvo. Con gesto ambiguo, como si no quisiese escuchar la respuesta, preguntó:
—¿Qué haces, Felixito? No seguirás metiéndote en líos, ¿no?
—No, señor.
Una sonrisa de alivio distendió el rostro del director.
—Mejor, hijito. Zapatero a tus zapatos.
Eso mismo: zapatero a tus zapatos. Chacaltana recordó a Cecilia mirándolo como a un cobarde. Pero él no era un cobarde. Sencillamente, comprendía los límites exactos de sus funciones como empleado público, como ciudadano y como hijo.
—Coincido en pleno, señor, eso estaba pensando ahora mismo.
—Piensas bien.
Chacaltana se ilusionó. Quizá eso podía ser un punto de inflexión en su relación. Quizá ahora podrían involucrarse juntos, jefe y subalterno, maestro y discípulo, en el mejor funcionamiento del archivo. Animado, el asistente confesó:
—De hecho, he vuelto a trabajar en la denuncia por irregularidad administrativa migratoria menor. ¿Recuerda? La que no puedo archivar por defectos de forma. Elevaré una queja al tercer piso. Se la pasaré a usted en media hora para que la firme.
Ahora, el director puso una cara rara. No «rara» como cuando Chacaltana se metía en líos. Más bien como la otra cara, la que había puesto días antes frente al urinario, mientras se afanaba sin éxito en hacer pipí.
—¿Quejas? —renegó—. Hijito, ¿de qué te quejas? ¿Alguien ha reclamado esa denuncia?
—No.
—¿Sabes de qué se trata exactamente?
El asistente de archivo quiso responder que ése era exactamente el problema, que ni siquiera estaba claro qué se denunciaba. Se limitó a responder:
—Es una irregularidad administrativa migratoria menor.
—Una cojudez, pues, hijito. A lo mejor, por ejemplo, alguien ha metido un cartón de cigarrillos al país sin pagar los impuestos. Algún otro chancón lo ha denunciado, pero sale más caro perseguir al infractor que cobrar los impuestos del cartón de cigarrillos.
—Aun así, es necesario cumplimentar debidamente el procedimiento estándar para q…
—O puede ser que alguien haya salido del país sin el sello de entrada. Una bobada. Pasa todo el tiempo.
—Eso constituiría una grave alteración de…
—Archívala, hijito. Y caso resuelto.
—Imposible, señor.
Chacaltana se puso firme. Hacer desaparecer la denuncia no entraba en su programa mental. El director comprendió. Hizo un gesto con la mano, como si espantase a una mosca, o a un murciélago.
—Bueno, bueno, bueno. Haz lo que quieras, hijito, pero fírmalo tú, ¿ok? Yo tengo muchas cosas que hacer esta mañana.
—¿Necesita ayuda, señor?
El director observó a su asistente con aire de duda. Le dijo:
—No te ofendas, Felixito, pero no creo que seas la persona adecuada para ayudarme en mis gestiones.
Chacaltana pensó que ésa era su oportunidad de reconducir sus relaciones laborales. Se puso de pie, sacó pecho como un soldado ante la bandera y recitó:
—Señor, permítame decirle que, si bien hasta ahora hemos tenido diferencias en lo referente a la administración de las tareas propias de nuestra profesión, es mi intención a partir del momento actual constituirme como un colaborador confiable de la dirección de este archivo.
—¿Te refieres a que me vas a ayudar?
—Positivamente, señor.
El director miró a todas partes, como si temiese una trampa o una encerrona.
—¿Estás seguro? —quiso confirmar.
—Ciento por ciento.
Admirado por la seguridad con que hablaba su empleado, el director abrió los ojos y asintió con la cabeza:
—Bueno, bueno… Si te empeñas, contaré contigo.
—Gracias, señor.
—De momento, sobre todo, necesito hacer un cálculo. Una estimación.
El director se acercó a su asistente con aire cómplice, en actitud de contarle un gran secreto. Chacaltana se dispuso a oír sus palabras como una revelación, como el pasaporte a una nueva etapa de su carrera. Y las palabras llegaron:
—Felixito, ¿cuántos goles le vamos a meter a Brasil?
No eran las palabas que Chacaltana esperaba. Quizá había oído mal. O había expresado mal sus propias intenciones.
—¿Señor?
—Hagamos un poco de historia, hijo: en el 70 fuimos los únicos que les metimos dos goles. Y ahora somos primeros de grupo por delante de Holanda. Los brasileños son segundos detrás de Austria. Es evidente, Felixito, que el partido de mañana es nuestro. Pero la gente no se lo cree. Claro, las tres Copas del Mundo de Brasil tienen su peso. Así que las apuestas pagan muy bien si gana Perú. La cuestión es: ¿por cuánto vamos a ganar? No tenemos que dejarnos llevar por el triunfalismo, pero tampoco cegarnos ante la evidencia de nuestro buen momento. ¿No crees?
Chacaltana no supo qué responder. Si le hubiesen preguntado por la alineación de los astros con Júpiter, habría tenido la misma información. De todos modos, quiso decir algo:
—Eeeh… ¿Seis?
—¿Seis? Esto es fútbol, no basquetbol.
Los ojos del director perdieron su brillo. De su actitud se borró la complicidad. Su cuerpo se apartó unos centímetros. Su gesto se llenó de decepción, como si Chacaltana acabase de comunicarle el fallecimiento de un ser querido. Por un momento, pareció estar a punto de dedicarle un discurso lleno de reproches sobre el fútbol, la vida social y los ascensos. Pero al final, se limitó a comentar:
—Hijito, vuelvo a las cinco de la tarde. Si llama alguien dile que tengo una reunión en el Ministerio.
Y dejándolo con ese pensamiento, partió hacia algún lugar.
Chacaltana se prometió saber más de fútbol, pero no quiso darle importancia al incidente. Ahora que estaba solo y tranquilo, se sentó a terminar la reclamación de la denuncia migratoria. La redactó con especial cuidado en las tildes y los adjetivos, porque quería dar imagen de pulcritud y seriedad. Antes del mediodía, ya pegaba los sobres con su lápiz de goma blanca. Al entregárselos al mensajero de la puerta, lo invadió una sensación de bienestar, una liberación. Ahora sí, se sentía seguro de hacer lo que le correspondía.
Iba a regresar a su escritorio cuando comprendió que no le quedaba nada más por hacer en todo el día.